El general que ganó una batalla extraña a los franceses: Miguel Ricardo de Álava
En 1808, España sufrió uno de los mayores expolios artísticos de su historia. Pero este histórico político logró recuperar más de 280 obras saqueadas por los franceses, sentando las bases del Museo del Prado
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Necesitamos cambiar el mundo, no que nos mediquen para soportarlo.
Anónimo.
En el año 1808 cambió todo. Lo que parecía una amistad de toda la vida se tornó en una traición en toda regla. El buen rollito de los Pactos de Familia entre Borbones desembocó en un formidable enfrentamiento asimétrico entre un pueblo en armas y una miríada de grupos guerrilleros contra el que probablemente haya sido uno de los ejércitos más audaces de la historia, dirigido por un brillante estratega llamado Napoleón.
Durante la invasión de España y la consiguiente Guerra de la Independencia, en la esquina donde confluían los siglos XVIII y XIX, la troupe de Bonaparte se había puesto las botas expoliando con frenesí por aquí y por allá. Dotes para la "afananza" no les faltaban, y con el entrenamiento acumulado hasta practicaban la levitación (de lo 'choriceado') con una soltura digna de encomio. Se habían convertido en expertos cleptómanos a gran escala. Y, por cierto, no hay que olvidar que los usuarios más esmerados del concepto delicatessen y el de gourmet acabaron aficionándose al chorizo de Cantimpalos y, ya se sabe, que de lo que se come, se cría. Esto obviamente no implica tendencia alguna a los habitantes de ese afamado pueblo donde las chacinas ocupan un sitial de oro en nuestra gastronomía, pero el chascarrillo se les ha quedado pegado con super glue. Mis disculpas.
La historia del general que hoy traemos a colación en estas líneas, Miguel Ricardo de Álava, no es que sea increíble, no; es lo siguiente. Por ello, y para no hacer un interminable laudatorio que tampoco llegaría a hacer justicia al uniformado, diremos que se le recuerda por una de las más osadas y sorprendentes decisiones por las cuales ha pasado a la historia. Y nada tenía que ver con hazañas militares en el campo de batalla. Fue un justo vengador que solo practicó justicia poética. Ya se sabe, quien roba a un ladrón...
Uno de los mayores expolios de la historia de la humanidad se había consumado ante la mirada impotente del pueblo español. Y eso que venían a ilustrarnos, que si no...
Con carácter interino se le había otorgado el puesto de embajador de España en París. No es que la capital francesa sea un sitio muy acogedor, pues sus habitantes son muy marcianos a pesar de la monumentalidad de la ciudad que habitan, pero, descartando a los humanos locales, la ciudad es sabido que es... bueno, eso que dan en misa a la hora de comulgar. ¿Cómo aterrizó nuestro hombre por esos pagos? Había ocurrido que una extraña amistad contra natura con el duque de Wellington, fraguada durante la Guerra de la Independencia, había empujado al inglés a mover una petición para su traslado desde la embajada en La Haya hasta la Cité de la Lumière (qué finos son estos de allende los Pirineos).
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Habida cuenta de la inoperancia del embajador de España, don Pedro Gómez Labrador, en los procesos negociados en el Congreso de Viena, se le dieron instrucciones para recuperar el patrimonio robado por los franceses en el expolio al que fue sometida España durante la infausta Guerra de la Independencia. Dicho y hecho. Durante aproximadamente seis años, millares de cajas y embalajes de todo tipo saturaban enormes reatas de mulas y otras caballerías en sobrecargados carros dirección a París. Uno de los mayores expolios de la historia de la humanidad, un atraco de la magnitud nazi al resto de países europeos, se había consumado ante la mirada impotente del pueblo español. Y eso que venían a ilustrarnos, que si no...
"Ni los doy, ni me opongo"
Ya hemos hablado en otros artículos sobre el expolio de obras de arte de incalculable valor por parte de los chorizos galos a nuestra nación. José I, el "abstemio" pero chorizo, no hay que olvidarlo—mal llamado Pepe Botella—era más malo que el demonio, por mucho que se quiera decorar su figura como humanista e ilustrado; pero al morapio no le pegaba. Parecía un monje en un país como el nuestro, en el que se empina el codo hasta la luxación.
Pero Miguel Ricardo de Álava era de armas tomar. Al día siguiente, se presentó ante las puertas del museo y se llevó más de 280 obras del expolio
A sabiendas de las intenciones del español, Luis XVIII quedó retratado por su famosa frase, muy propia de un francés desorientado—y hay muchos de ellos—. Tras pronunciar su declaración de intenciones, el atusado Borbón dijo: «Ni los doy, ni me opongo», en relación con las obras expoliadas. Nuestro general y embajador en funciones, Miguel Ricardo de Álava, que les tenía ojeriza a los transpirenaicos, se presentó ante el Louvre con unos argumentos muy convincentes. Más de 200 granaderos ingleses cedidos por su amigo el duque de Wellington y media docena de traductores, por si el director del museo, el empolvado barón Denon, no entendía a la primera. No lograron persuadirle, pues había congregado a una multitud poco amigable en torno suyo. Entonces, el español dio órdenes de no hacer sangre en la población civil y, por ende, mandó retirarse al destacamento inglés.
Pero Miguel Ricardo de Álava era de armas tomar. Al día siguiente, tempranito, se presentó ante las puertas del museo y, sin más, se llevó más de 280 obras del expolio, amenazando, además, con saquear la pinacoteca y llevarse el resto de los depósitos si los gabachos se ponían farrucos. Parece ser que, según las crónicas, los funcionarios entendieron el claro mensaje sin resquicio para duda alguna. Vamos, que les había entrado un extraño tembleque...
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Por lo que aquello de hacerse con lo que los franceses habían incautado a nuestro pueblo durante la ominosa Guerra de la Independencia, impuesta por un fulano que se decía ilustrado y los atildados acólitos de su alegre troupe, era más que todo un acto de desagravio, y así hay que entenderlo. ¿O va a ser que los nazis eran muy malos cuando se llevaron de Francia algunas cosillas que los vecinitos habían, a su vez, expropiado a diestro y siniestro a diferentes naciones?
Finalmente, aquella increíble odisea desembocó en el puerto de Amberes para, tras azarosa singladura, pasar a ser el embrión del Museo del Prado. Y la hazaña de este reivindicativo militar y héroe de España—como es de rigor en nuestro feliz país de la inopia—quedó olvidada en un cajón, cultivado por fabriles arañas ajenas a otras realidades de más calado.
País..., que diría el ilustre Forges.
Necesitamos cambiar el mundo, no que nos mediquen para soportarlo.