Aceleracionismo cuqui: creías que el futuro sería como 'Terminator' y estás en pleno 2025 enviando memes de gatos
Nos adentramos en una nueva corriente filosófica que profundiza en cómo la ternura y los contenidos 'kawaii' están alterando nuestras identidades y cambiando la forma en la que nos relacionamos
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Los mayores miedos y esperanzas de una sociedad en un momento determinado quedan fielmente representados en sus distopías literarias o cinematográficas. En los años 80, poco antes de que llegara Internet a nuestras vidas, las salas de cine estaban repletas de robots e inteligencias artificiales en mundos desolados. Terminator (1982) o Blade Runner (1984) fueron películas que influenciaron con creces a una generación de jóvenes filósofos que una década más tarde acabarían por patentar teorías de plena vigencia hoy en día, como es el aceleracionismo. La Universidad de Warwick acogió a estas mentes veloces (Nick Land, Mark Fisher o Sadie Plant) en su famosa Unidad de Investigación de Cultura Cibernética (CCRU) para que investigaran las potencialidades de acelerar los procesos sociales, económicos y tecnológicos hacia esa sociedad poscapitalista que se abría paso a un ritmo vertiginoso.
Hoy en día, los herederos de aquella caterva intelectual los podemos encontrar en personalidades de gran influencia a escala global, a un lado y a otro del espectro ideológico. Se suele decir que hay un aceleracionismo de derechas y otro de izquierdas. El primero apostaría por el desarrollo tecnológico sin límites con un libre mercado sin barreras, en búsqueda de esa "singularidad tecnológica" que nos proyectaría hacia democracias regidas por inteligencias artificiales independientes ya de la acción humana o la colonización de otros planetas. Estas posiciones son defendidas hoy en día por filósofos como Nick Bostrom (fundador del extinto Instituto para el Futuro de la Humanidad) o William MacAskill y su largoplacismo radical, el cual ha seducido a grandes magnates como Elon Musk.
El aceleracionismo de izquierdas, en cambio, postula un decrecimiento económico sostenido para alcanzar el ansiado fin de la sociedad de clases gracias a la automatización del trabajo y la formación de pequeñas comunas autosuficientes en las que por fin se conseguiría la abundancia e igualdad social. Este escenario utópico es el dibujado por Aaron Bastani en su Comunismo de Lujo Totalmente Automatizado (Levanta Fuego, 2020) o, en su vertiente ecologista, por Troy Vettesse y Drew Pendergrass en Socialismo de medio planeta (Txalaparta, 2023). La pugna teórica por proyectar la humanidad hacia el futuro está clara. Y en un contexto actual en el que, como en los años 80, las especulaciones distópicas están más de moda que nunca e instaladas en el mainstream, ha emergido una nueva corriente aceleracionista que no echa la vista tan hacia delante, sino que trata del más acuciante presente: el aceleracionismo cuqui.
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En realidad, si echamos la vista atrás, podemos entender que vivimos en un gran arreón futurista. En los últimos dos años, hemos sido un poco más conscientes de los peligros de la entrada de la inteligencia artificial en los procesos productivos, en la política o en la propia intimidad individual. Era todavía 2023 cuando grandes magnates de la industria tecnológica (Elon Musk o Steve Wozniak) firmaron una carta para pedir una "ralentización" del desarrollo e implementación de la IA con el objetivo de gestionar y controlar "los profundos riesgos para la sociedad y la humanidad" que plantea. Por otro lado, hemos visto cómo la alta tecnología ha revolucionado la industria armamentística, por desgracia en conflictos bélicos como el de Ucrania. Robots con forma de drones kamikaze han segado miles de vidas al más puro estilo Star Wars, haciéndonos entender que estas masacres uberizadas son una amenaza para cualquier país que no esté lo suficientemente preparado a nivel defensivo.
"Los humanos se ven impotentemente obligados a producir formas más agudas de ternura"
Podíamos pensar que las distopías aceleracionistas ya están aquí. Pero al margen de toda esta parafernalia digna de una distopía ochentera o una ciencia ficción demasiado cruel y realista, ha emergido una línea de fuga cute que parte de las teorías aceleracionistas para explicar cómo la alta tecnología ha acabado modificando nuestras vidas y la forma en la que nos relacionamos con los demás. El año pasado, Amy Ireland y Maya B. Kronic publicaron Cute Accelerationism en Urbanomic, una de las editoriales británicas de referencia de la teoría aceleracionista. En él, indagan cómo nos ha cambiado de manera profunda la llegada al mainstream de estéticas y tendencias culturales a simple vista naif como la otaku o lo kawaii de una forma mucho más disruptiva de lo que pensamos.
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Ireland ya es una autora clásica de los círculos teóricos relacionados con el magma primigenio del aceleracionismo, al formar parte del colectivo internacional Laboria Cuboniks. En 2015, publicaron Xenofeminismo, uno de los títulos que más ha influido en las estéticas del presente, definido por el filósofo Paul B. Preciado como "el eslabón perdido entre el feminismo radical de los años 70 y el cyborg contemporáneo". Estas ideas xenofeministas pueden rastrearse en productos de la industria cultural del presente. Por ejemplo, podríamos ver el Terminator de nuestra época en Titane, la ficción de Julia Doucurnau de 2021 en la que Alexia emprende una transformación no solo en relación a su género, sino también en lo que se refiere a su composición corporal, cambiando la carne humana por el acero y alumino tras mantener relaciones sexuales con un automóvil.
Una posesión "tiernamente" infernal
El aceleracionismo cute emprende otra línea de fuga distinta a la del xenofeminismo, centrándose más en cómo los distintos contenidos virtuales 'cute' configuran nuestra identidad cambiante y nuestras relaciones afectivas. De hecho, Ireland y Kronic confiesan haberse enamorado durante el proceso de escritura del libro, algo que ellas mismas definen en Medium como "estar poseídas por demonios tiernos". Seguramente, como tantas otras parejas en el mundo, acabaron sucumbiendo a la moda de mandarse memes de gatitos o cualquier otro contenido que incite a la ternura al vivir en sitios diferentes. Lo que podría pasar por un conjunto de meras muestras de afecto supuso un cambio drástico en sus vidas, de ahí que empezaran a formular una teoría filósofica que se ajustara de manera general a los síntomas experimentados por distintas personas de todas las partes del planeta.
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En clave aceleracionista, el concepto de lo cuqui (traducción de "cute") alude a una fuerza independiente al ser humano posibilitada por la tecnología que atraviesa todas las relaciones físicas y virtuales, intensificándolas de maneras impredecibles. "Los humanos se ven impotentemente obligados a producir formas cada vez más agudas de ternura, incluso usando sus propios cuerpos como materiales para ello, surgiendo nuevas mutaciones del deseo o formas de vida que no parecen servir ni a la Naturaleza ni al Capital", asegura la propia Ireland. Esto se podría traducir en la expansión del fenómeno otaku y su aceleración, el cosplay, así como también en las personas de género no binario que emprenden caminos de transición modificando su físico mediante procesos hormonales.
La feminidad 'kawaii'
Llegados a este punto, el lector podrá pensar que el aceleracionismo cuqui surge por la expansión del capital cultural de Japón al mundo occidental. En realidad, no es tanto el origen, pero sí el desencadenante, ya que como afirman Ireland y Kronic, "lo cuqui ha aparecido en diferentes formas, lugares y puntos de la historia moderna". En este sentido, el gobierno japonés ha acabado promocionando el kawaii como idiosincrático de su país, haciendo a su vez que lo cuqui emerja en todas las partes del mundo gracias a Internet. "A veces se enfrenta al escarnio público, se le culpa de arruinar la juventud, y otras recibe apoyo institucional o estatal, de ahí que Japón promueva el kawaii como imagen cool del país", analizan las autoras, quienes definen el caso de lo cute como un problema filosófico.
"La realidad es fea, y lo cuqui es un antídoto y una forma de control cuando la incerteza y el malestar se abren paso en nuestras vidas"
Lo cierto es que lo kawaii cada vez gana más adeptos entre el público adulto. También en nuestro país. Ya en 2019, editoriales como Alpha Decay empezaron a interesarse por el fenómeno de "lo cuqui", publicando a filósofos británicos como Simon May, quien sostenía que lo 'cute' alude a "una expresión de los miedos y las inquietudes que nos provoca la transformación constante de la política, la economía y la tecnología". Es decir, un producto de la pura aceleración. En palabras más llanas, May argumentaba en este ensayo que nos acabamos refugiando en cursiladas porque "la realidad es fea, y lo cuqui es un antídoto y una forma de control cuando la incerteza y el malestar se abren paso en nuestras vidas".
Otro ensayista británico llamado Joshua Dale iba un paso más allá, situando las raíces de lo cuqui en la cultura occidental mucho antes de que Japón creara a Pikachu o a Hello Kitty. Mucho antes de que el país oriental promocionara lo kawaii, lo cuqui ya estaba presente en Europa en "las pinturas del Renacimiento y el Rococó, con cupidos alados liliputienses, conocidos como querubines, constituyendo la principal expresión de 'ternura' de Occidente". En su estudio Irresistible: How Cuteness Wired Our Brains and Conquered the World, afirma que lo cuqui empieza cuando atribuimos cualidades humanas a seres, objetos o fenómenos no humanos. Al fin y al cabo, lo cute no se reduce solo a la cultura japonesa: cualquier ser humano siente ternura (mucha o poca) cuando adivina en el gesto de un gato una expresión humana, como celos, disgusto o placer.
El devenir-lindo
Los filósofos y ensayistas británicos parecen estar muy preocupados por el auge de lo cute, pero también en España hay autoras que han empezado a publicar tratados y a organizar conferencias sobre esta corriente filosófica; a menudo, en su vertiente más radical, la cual adopta elementos de la cultura cibernética aceleracionista. Son muy interesantes las reflexiones que plantea María Muñoz-Martínez, agente cultural de Barcelona, en su web de pensamiento crítico A*Desk. Para ella, como para tantas personas, "ser cute se convirtió en un escudo contra la sexualización del ambiente patriarcal".
"Acceder al poder transformador de lo cuqui implica eludir al ego, con su culpa y vergüenza, para permitirse mostrarse vulnerable o tonto"
"Lo cuqui responde a un deseo intenso, en un lugar donde la administración del daddy ha estado constantemente constriñendo, dictando lo que se puede hacer y lo que no", afirma Muñoz-Martínez. "El radical cute emerge de la intimidad de los dormitorios, centros de operaciones desde donde se construyen espacios comunes de pertenencia". A decir verdad, el kawaii no tiene género, pese a estar prototícamente asociado al consumo femenino por ese prejuicio de asociar la ternura a lo femenino. Cuántos hombres 'muy masculinos' se avergonzarían al reconocer en público los mensajes tiernos que comparten con sus amantes, cercenados por ese daddy psicoanalítico que les impele a ser siempre útiles, fuertes, sabios, recios e imperturbables.
"El 'Radical Cuteness' nos invita a repensar cómo lo adorable puede ser una forma potente de resistencia y crítica en nuestra sociedad"
El sujeto del aceleracionismo cuqui es pasivo, como explican Ireland y Kronic. Por ello, su sentido de agencia "pertenece a una idea feminizada del deseo, un tipo de deseo que precede al ego y a la construcción del 'yo', que se inserta en el proceso de desear solo en el último momento, aunque se considere a sí mismo agente todo el tiempo". Lo que en términos sociológicos podríamos definir como "el hombre blandengue", aquel que no actúa, o el chill de cojones en su vertiente más actual. "Acceder al poder transformador y libidinal de lo cuqui implica eludir al ego, con toda su culpa, su autoconciencia y vergüenza, para permitirse mostrarse vulnerable o tonto, canalizar intensidades, establecer nuevas conexiones, experimentar con fragmentos en vez de identidades".
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Devenir lindo implicaría síntomas que las autoras definen como "una reversibilidad entre sujeto y objeto y entre roles de género binarios que se diluyen, un reformateo de la sexualidad humana y reproducción social, una fragmentación de las inversiones libidinales y, quizá lo más importante desde un punto de vista político más amplio, una reevaluación del poder de la pasividad y la sumisión, renunciando a todo tipo de restricciones masculinistas que abogan por una identidad fija y la evitación constante de los comportamientos o afectos que se consideran vergonzosos".
Radicalmente tierno
Núria Gómez Gabriel, autora de Traumacore (Cielo Santo, 2022), ha analizado varios contenidos de TikTok que podríamos considerar como "lindamente radicales" en los que los usuarios, especialmente millennials y zetas, usan personajes típicos del mundo cute (una Hello Kitty, un Pikachu o un simple peluche animado) con metralletas, cuchillos y tecnología propia del Terminator de los años 80, consiguiendo una lectura muy irónica de esta subcutura para atacar los roles de género tradicionales, la familia nuclear o la heternormatividad.
Absolutely in love with all the hello kitty memes I’ve seen today pic.twitter.com/rVMLd1upav
— Alaga Of Abuja 🐺 (@KIRAAH_) December 6, 2024
"Radicalizar la ternura es una manera de resistir la trivialización de estos personajes y objetos cuquis que se venden sin transfondo crítico para recuperar su potencial transformador", afirma Gómez Gabriel. "También se cruza con la política queer, ya que rompe binarismos como lo fuerte y lo débil, lo adulto y lo infantil, lo serio o lo trivial. En este sentido, lo cuqui se convierte en un arma que cuestiona las normas heteropatriarcales, abriendo un espacio de resistencia para las identidades disidentes. El Radical Cuteness es un concepto que nos invita a repensar lo que consideramos tierno o inocente, revelando cómo lo adorable puede ser una forma potente de resistencia y crítica en nuestra sociedad".
Los mayores miedos y esperanzas de una sociedad en un momento determinado quedan fielmente representados en sus distopías literarias o cinematográficas. En los años 80, poco antes de que llegara Internet a nuestras vidas, las salas de cine estaban repletas de robots e inteligencias artificiales en mundos desolados. Terminator (1982) o Blade Runner (1984) fueron películas que influenciaron con creces a una generación de jóvenes filósofos que una década más tarde acabarían por patentar teorías de plena vigencia hoy en día, como es el aceleracionismo. La Universidad de Warwick acogió a estas mentes veloces (Nick Land, Mark Fisher o Sadie Plant) en su famosa Unidad de Investigación de Cultura Cibernética (CCRU) para que investigaran las potencialidades de acelerar los procesos sociales, económicos y tecnológicos hacia esa sociedad poscapitalista que se abría paso a un ritmo vertiginoso.