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Luisa Isabel de Orleans: frivolidad a raudales
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Luisa Isabel de Orleans: frivolidad a raudales

No es que fuera inestable, no, sino que ya venía escorada desde sus primeros pinitos en Versalles. De escasa educación académica y formal, la etiqueta de palacio le venía grande

Foto: Luisa Isabel de Orleans (Fuente: Wikimedia)
Luisa Isabel de Orleans (Fuente: Wikimedia)

La frivolidad es innata cuando el engreimiento es adquirido por la educación.

Cicerón.

Estando en estado de demencia, con un pie en su interpretación de la realidad y otro en la eternidad, Felipe V, el primer Borbón que holló nuestro país y cuya decisión de dimitir (1724) de sus cargos reales, descargó de angustia a los cortesanos y ministros en los asuntos de la gestión patria; un día, desde su sillón de orejones del Palacio de La Granja y sumido en su proverbial melancolía (su madre María Victoria de Baviera, maniaco-depresiva, le había hecho un roto al heredero con unas cuantas taras hoy ampliamente constatadas por especialistas), vio para su asombro que una dulce ninfa rubicunda y de asombrosa dotación, iba dando deliciosos saltos por la alfombra verde de sus jardines. Aquel desdibujado rey, en un ataque de lucidez dijo: "¡¡Dios existe!!", y ahí quedó la cosa, con el antiguo monarca pasmado y quien sabe si con alguna rima.

La 'criaturita' celeste que provocaba ardores no satisfechos al provecto y estragado Borbón, una tal Luisa Isabel de Orleans, era un imán de lascivia pura que tenía alterado a todo el personal de servicio con sus sensuales proporciones. Dibujaba posturas de contorsionista en sus momentos más aéreos o en ocasiones se tumbaba entre las flores para impregnarse de su aroma pues, andaba algo reñida en su relación con el agua al igual que su suegro en sus años terminales que despedía un hedor insoportable por no mencionar otros escatológicos detalles. En ambos casos miraban la realidad común por el retrovisor, haciendo con sus reales unas peinetas al personal que rebasaban lo admisible.

Foto: Encuentro del emperador Carlos V con Francisco Pizarro en Toledo, pintura de Ángel Lizcano Monedero (Fuente: iStock)

Luisa Isabel no es que fuera una persona de conducta inestable, no, sino que ya venía escorada desde sus primeros pinitos en Versalles. De escasa educación académica y formal, la etiqueta de palacio le venía grande. Iba a su bola porque sus padres 'stricto sensu' se desentendieron de ella hasta que la pobre muchacha creció acabando totalmente asilvestrada. Para esta mujer la vida solo tenía una lectura. Ella no sabía si en aquel cotarro era la loca o, es que el resto estaba fatal de la azotea con tanta represión y buenas maneras. Por ello, su aparente conducta disoluta y depravada, estaban más en el juicio de los ortodoxos observadores que en su patrimonio moral. O las dos cosas, según la Teoría del gato de Schrödinger.

Su joven 'maridito' (Luis I) que no daba crédito a los sucesos y entredichos a los que le sometía día si día su ocurrente y libertina 'mujercita', no conseguía asimilar lo que hoy con certeza la ciencia médica diagnostica en román paladino, un triste trastorno límite de personalidad. Vamos, que era una 'border line' de manual. Una patología que es un coctel de neurosis, psicosis y formas de pensar radicalmente contradictorias, de una incoherencia tal, que a un observador cuerdo lo convierten en carne de diván.

Los acontecimientos de carácter escandaloso se sucedían una tras otro. Embajadores de Francia e Inglaterra enviaban encendidos informes a sus respectivos monarcas en los que las descripciones estaban llenas de picantes descripciones. La aristocracia se alimentaba de los chascarrillos que menudeaban por la corte en relación con la “calavera” de su majestad y el rey no encontraba un agujero negro que le abdujera.

"Al final el rey, harto de ser el hazmerreír de sus súbditos y cortesanos, decidió el camino de la vía media"

Cogía cogorzas de anisete que eran un auténtico atentado contra los comportamientos que se esperaban de tan alta magistratura, flatulencias meteóricas sin el más mínimo atisbo de sordina, eructos de magnitud 8 en la escala Richter y con su habitual desparpajo, inocente o deliberadamente, proponía sin pudor alguno su célebre falta de higiene a los candidatos que elegía para los temas horizontales. Un caso.

Al final el rey, harto de ser el hazmerreír de sus súbditos y cortesanos, decidió el camino de la vía media, esto es, no enviarla a las monjas para que la metieran en vereda, pero sí, encerrarla en palacio a cal y canto y sin concesiones.

Pero el atribulado Luis I, fue pasto de la viruela y su joven y hermosa 'mujercita', se sintió culpable por los desatinos ocasionados a su marido de tal manera que en un arrebato que le honra, le dio por contarle sus cuitas todos los días ante lo que se supone, un alucinado confesor del que no se sabe si acabó también majareta.

placeholder Luis I (Fuente: Wikimedia)
Luis I (Fuente: Wikimedia)

Ante el peso de los acontecimientos, Felipe V, tuvo que verse obligado por las circunstancias a atender las labores de gobierno, eso sí, con la sombra permanente de su prusiana consorte que a la mínima lo ponía a desfilar y eso, cuando no era ella la que directamente tomaba las decisiones de entidad de la corona.

Esta mujer hecha de una pieza, Isabel de Farnesio, quiso poner orden en aquella jaula de grillos y darle un decoro del que carecía, y entre otras decisiones, envió a la viuda con una sustanciosa pensión a su lugar de procedencia, donde el mundo casquivano de la banalidad estaba en plena efervescencia y campaba a sus anchas. Faltaban por aquel entonces algo más de cuatro décadas para que el sangriento nuevo orden de la Revolución Francesa hiciera su feroz carnicería doméstica.

Aquella desgraciada criatura cultivada entre los mimbres de la amoralidad, animal salvaje sin referencias en un mundo de cartón piedra y huérfana de cariño alguno, acabó echando raíces en un convento tras montar un 'numerito' de los suyos. Un 16 de junio de 1742, a la edad de 32 años, atiborrada de dulces hasta las trancas, abandonó este grandioso sinsentido en el que los convencionalismos pudieron más que su escatológica y castigada naturaleza.

P.D. Mi agradecimiento a los lectores que me siguen desde hace ya diez años cada sábado, y mi deseo de que les asista la mejor de las suertes en esta extraña singladura llamada vida. ¡¡Felices fiestas!!

La frivolidad es innata cuando el engreimiento es adquirido por la educación.

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