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El Tribunal de la Rota: lo que el viento se llevó
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El crepúsculo de la verdad

El Tribunal de la Rota: lo que el viento se llevó

Fue primera página de portadas en múltiples medios afines a la prensa rosa en la etapa anterior a nuestra actual democracia y un actor principal de nuestra vida social

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Ley del embudo.

Lo ancho para pocos y lo estrecho para muchos.

Proverbio.

El elitista Tribunal de la Rota, primera página de portadas en múltiples medios afines a la prensa rosa en la etapa anterior a nuestra actual democracia, fue un actor principal de nuestra vida social por dos razones; una, que, en las décadas perdidas correspondientes a la dictadura, en este país, no se divorciaba ni el Tato por imperativo divino, y la otra, porque una oportuna concesión del Vaticano allá por el siglo XVIII, abrió delegación en estos pagos de Dios.

Pero esta peculiar institución, tenía (y tiene), sus vasos comunicantes y una fluida relación con su matriz romana desde in illo tempore, y como no, algunos escándalos sonados.

Hace muy pocos años, el Tribunal de la Rota declaró en rebeldía a Luigi Marinelli, un honesto monseñor que tenía una afición poco recomendable; le gustaba mirar debajo de las alfombras, cosa que bien vista indudablemente incorpora una saludable vocación gimnástica, pero, que tiene un inconveniente añadido, pues puedes ahuyentar a una colonia de murciélagos escapando de un tenebroso lugar.

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Este hombre de Dios, escribió un libro tremebundo que en su momento puso al Vaticano en guardia ante las invectivas de muchos feligreses y de parte del clero progresista, Teólogos de la Liberación y colectivos de base de la cristiandad que pensaban que los adentros de esta añeja institución estaban llenos de secretillos inconfesables, mientras que a su vez ponía los pelos de punta a unas cuantas beatas que veían derrumbarse aquel rancio y secular trampantojo apolillado entre sus enormes contradicciones.

Lo que el viento se llevó en el Vaticano, es un compendio de las debilidades que el ser humano manifiesta cuando no es observado por leyes o reglamentos y cuando se sabe cercano a la impunidad. También es un libro que certifica el divorcio definitivo entre las sencillas y lúcidas palabras de un Cristo idealizado frente a una realidad temporal y amoral. Aquel sencillo predicador que hablaba con cordura y sentido común de amor y paz, hoy sabemos que murió dos veces; una en el Gólgota y la otra, a las puertas del Vaticano. Porque en el intramuros de esta anciana institución la verdad dejó de tener sentido hace muchos siglos.

Como íbamos diciendo, el Tribunal de la Rota no solo tenía su sede en Roma, también tenía en España una franquicia cedida por la Iglesia de Roma hacia La Corona española como deferencia por sus enormes aportes pecuniarios a la Santa Sede.

"Por una módica pasta gansa podían arreglar una nulidad matrimonial por arte de magia"

Pero la principal actividad del tribunal en nuestro país, no era la de adoctrinar o transmitir la palabra del gran profeta Cristo, no exactamente. Aquí en España tenían un caladero de ingresos “atípicos”, lo que implicaba que a todos aquellos (y digo aquellos, porque las atribuladas mujeres de la época eran invisibles para esta colosal institución) que podían en un momento de fervor religioso llamar a las puertas de la Santa Madre Iglesia y les eran franqueadas estas con pasmosa facilidad además de con esmerada atención, por una módica pasta gansa con la que por arte de magia podían arreglar una nulidad matrimonial (lo que hoy en román paladino llamamos divorcio) así, tal cual, como quien no quiere la cosa.

Es obvio que la moralidad del Vaticano y sus instituciones estaba y está muy condicionada por el sonido del vil metal. Estas prebendas obviamente no estaban al alcance del gran público que tenían que aguantar de por vida las invectivas de su costilla o a un zote embrutecido por las exigencias de la existencia; de lo que se deduce que, de aquel lúcido, avanzado y extraordinario mensaje del fundador del cristianismo, purpurados y “sotanizados” habían hecho de su capa un sayo habiendo descubierto un filón con el que engrasar su insaciable ambición.

Foto: Ilustración de la Batalla de Trafalgar (Fuente: iStock)
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De esta guisa, en origen, la Sacra Rota, el más elevado órgano jurídico de la Iglesia Católica (si excluimos al Tribunal Supremo de la Congregación para la Doctrina de la Fe) y entre cuyas paredes se dilucidan los procesos de anulación de los matrimonios católicos, también tenía una función oculta y solapada a la vez por la que se intentaba proteger a la jerarquía eclesiástica del alud de acusaciones que desde todas las latitudes les llegan cada día. Caso de pederastia con condenas en firme, uso de prostitutas pagadas con los 'dineritos' de los feligreses, negocios de venta de armas magníficamente documentados, intervenciones en golpes de estado, denigración de la mujer hasta la saciedad, hipocresía e incoherencia con el mensaje claro y sencillo de Cristo (si levantara la cabeza organizaba otro sarao antológico como el del templo), escándalos financieros de una profundidad abisal, y un largo etc. de desmanes para los que haría falta una enciclopedia y varias estanterías.

A juzgar por la actual situación de desmadre en el intramuros de aquella añeja creación tan bien intencionada del fundador de esta anacrónica y obsoleta institución (como si para hacer el bien o creer en Dios hicieran falta intermediarios), las aguas residuales que han originado tras adulterar una verdad que podría haber sido maravillosa, sabiamente administrada por gente que hubiera respetado los dignísimos valores cristianos que originalmente predicó aquel gran esenio en su periplo desde las cuevas de Qum Ram hasta el Gólgota, habría hecho de la humanidad un lugar mejor. Pero ya lo dijo un político esfinge español, “cuanto peor mejor”… Y se quedó tan ancho.

Todavía hoy, el más alto tribunal eclesiástico de España es el de la Rota. En Madrid, en la calle del Nuncio, en el bellísimo barrio de los Austrias, un imponente edificio destaca sobre el empedrado del pavimento y reverbera los ecos de una época gris y de un pasado a olvidar.

Durante el franquismo anular el matrimonio era algo reservado a las élites pudientes. Con la transición y la ley del divorcio de 1981 (la otra fue la de la República en 1932), los privilegios se socializaron y todo quisque pudo acceder por unas cifras razonables al alcance de todos los bolsillos, a liberarse de mochilas mal gestionadas; era cuestión de tiempo que este monopolio en manos de un tribunal regido por el favoritismo cayera por su propio peso.

En la actualidad de aquellos lodos queda una imponente edificación de estética impecable, pero cuyo recuerdo se inclina ante la evolución de una sociedad ya libre de algunas cadenas.

Ley del embudo.

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