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Cuatro experimentos científicos locos que acabaron muy mal para sus protagonistas
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De Reichelt a Zimbardo

Cuatro experimentos científicos locos que acabaron muy mal para sus protagonistas

Hay inventos que a día de hoy nos parecen muy cotidianos que en su momento resultaron fatales para sus inventores. Y otros en los que los límites de la ética se sobrepasaron al máximo

Foto: Los físicos Albert Abraham Michelson y Edward Morley
Los físicos Albert Abraham Michelson y Edward Morley

Desde hace décadas, la ciencia se ha esforzado por entender y comprender el mundo lo máximo posible con base en experimentos de prueba y error para probar sus hipótesis. En la actualidad, tenemos todas nuestras esperanzas puestas en ella para conseguir salir de una pandemia tan crítica como en la que estamos. Todo ello gracias a los numerosos avances científicos y tecnológicos que fueron pioneros en su día y que a día de hoy resultan imprescindibles para adentrarnos en el conocimiento de nuestra realidad.

Desde la psicología social hasta la física cuántica, hoy repasamos cuatro experimentos locos que acabaron muy mal, con base en un reciente artículo publicado en 'Mental Floss'. Algunos de ellos comenzaron con propuestas muy interesantes, pero en su transcurso algo se torció y acabó de la peor forma posible. O, directamente, sus planteamientos estaban equivocados desde el inicio.

El niño chimpancé

Winthrop Kellogg era un psicólogo que estaba loco por las historias de niños criados en el entorno natural. Era 1930, las novelas de Rudyard Kipling como 'El libro de la selva' debieron hacer mella en él y en su afán por descubrir los mecanismos de interacción social de los chimpancés y los humanos. Kellog y su esposa trajeron al mundo a su primer hijo llamado Donald, y en vez de enviarle a la selva para ver si se convertía en un Mowgli de carne y hueso decidieron hacer el experimento inverso: le dieron un hermanito chimpancé al que llamaron Gua para que se criara con él y así poder asistir de primera mano a la interacción social que se producía entre ambos hijos, el adoptivo y el natural.

Zimbardo encerró a 24 hombres en una prisión falsa sometiéndoles a todo tipo de humillaciones. Al sexto día, el experimento se canceló

Curiosamente, en los primeros años de vida de Gua y Donald, fue el mono quien obtuvo mejores resultados en pruebas de memoria, fuerza, destreza, reflejos, escalada y hasta en comprensión del lenguaje. El desarrollo del chimpancé fue mucho más rápido que el del humano, pero llegó un momento en el que Gua ya dejó de aprender y se estancó. Y entonces, Donald empezó a desarrollar su inteligencia. El padre, mientras tanto, sentía mucha frustración de no conseguir enseñar unas pocas palabras en inglés a Gua, y cuando descubrió que Donald en vez de hablar su idioma se comunicaba mejor con las vocalizaciones guturales que hacía su hermanito chimpancé, decidieron acabar con el experimento. ¿Moraleja? Kipling tenía razón: antes de que un mono pueda hablar inglés y hacer operaciones matemáticas, un humano puede acabar trepando a los árboles y desarrollarse junto a las bestias.

El experimento de la prisión de Stanford

¿Eres de los que opina que la personalidad de una persona viene dada de manera natural o que de algún modo influyen mucho más las circunstancias? El filósofo Ortega y Gasset seguramente estaría en este segundo bando; lo cierto es que si hubiera vivido para observar el experimento que en 1971 hizo un hombre llamado Philip Zimbardo no habría cabido en su asombro. Dicho estudio fue financiado por la Oficina de Investigación Naval de Estados Unidos, por lo que se habían puesto muchas esperanzas en él para que mostrara cómo surgen los roles sociales y cambian según las distintas situaciones.

Foto: Foto: iStock.

Zimbardo decidió encerrar a 24 hombres dividiéndoles en tres grupos: unos harían de guardias y otros de reclusos, mientras que otros estarían de suplentes. A cada uno se le pagó 15 dólares por su participación en el estudio y quedaron encantados con la idea. Los prisioneros fueron arrestados y llevados a una prisión falsa alojada en el sótano de una facultad de la Universidad de Stanford. Se les obligó a llevar un mono de prisionero, con sus esposas en tobillos y muñecas, se les privó de ropa interior y les calzaron con unos zapatos con tacones de goma para conseguir que se sintieran realmente incómodos y adoptaran posiciones no tan naturales.

Al segundo día, los prisioneros intentaron hacer un motín. Y al sexto, el experimento se disolvió cuando un observador externo presenció con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo allí: casi a la altura de una película de Pasolini, los guardias, obligados por Zimbardo, atormentaban a los prisioneros con castigos físicos, prohibiéndoles hacer uso del baño y negándoles alimento. Además, les quitaron los colchones para que durmieran en el suelo de hormigón y a algunos de ellos se les despojó de sus ropas. Zimbardo a día de hoy asegura que hubo una 'mano negra' que tergiversó los resultados del experimento. En general, costó aceptarlo como un estudio de psicología social serio, ya que los procedimientos quedaron fuera de toda ética, entrando en los límites del método científico. Pero lo que está claro es que el ser humano puede hacer cosas terribles si tan solo obtiene una legitimación o apoyo institucional para hacerlas.

El paracaídas de Franz Reichelt

Muchos de los instrumentos que hoy disfrutamos existen gracias al entusiasmo de almas voluntariosas que en su día lo dieron todo por inventarlos. De hecho, muchos pagaron con su vida la invención de algunos de ellos. Como Franz Reichelt, quien tenía una confianza ciega en su prototipo de paracaídas que él mismo diseñó en 1912. Tan convencido estaba de que podía funcionar que, desoyendo las órdenes de la policía francesa para que no se arrojara con él puesto desde lo alto de la Torre Eiffel, se tiró al vacío con la esperanza de que aquel trozo de tela que él mismo cortó y cosió a su cuerpo pudiera mantenerle en suspenso por el cielo de París.

Ya lo había probado con diversos maniquíes y nunca había funcionado. Para defender su teoría, argumentó que para que saliera bien el muñeco debía abrir los brazos, por lo que nunca iba a demostrar su eficacia si no lo probaba con una persona de carne y hueso que sí podía extender los brazos. Y entonces, al no encontrar voluntarios, se ofreció él mismo como sujeto del experimento. Después de firmar una autorización en la que hacía suya toda la responsabilidad de lo que podría suceder, se arrojó al vacío.

Una enorme multitud de ciudadanos y policía se agolpó alrededor del monumento más famoso de Europa aquel 14 de febrero de 1912. El paracaídas nunca se abrió y Richelt cayó desde lo alto de la Torre Eiffel. La autopsia reveló que cuando llegó al suelo ya estaba muerto a causa de un infarto. Al menos, no sufrió el golpe. Lo que sí que logró fue pasar a la posteridad, pues hay vídeo de aquel trágico accidente que le costó la vida, llegándose a apreciar como su cuerpo cae sobre los Campos de Marte y una multitud le recoge, asustada. Una historia y un archivo cinematográfico sin duda increíble y digno de mención.

En busca del “viento del éter lumífero”

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha estado obsesionada con descubrir el éter. Supuestamente, esta era la sustancia que transportaría las ondas de luz por toda la naturaleza. Algunas mentes brillantes y padres de la ciencia como Descartes o Newton consideraban que la luz estaba formada por un chorro de partículas que rebotaban a gran velocidad contra los objetos, lo que luego evolucionaría hacia la teoría de los fotones.

Es por ello que, a finales del siglo XIX, en 1887, los físicos Michelson y Morley estaban decididos a demostrar que estas partículas eran en realidad “éter lumífero”, el cual era inmóvil, no como los fotones, por lo que la velocidad de la luz no era fija, sino que cambiaba; de ahí que una de sus hipótesis se basa en que dependiendo de la dirección a la que se moviera la Tierra, la rapidez de la luz variaba.

"El éter no solo no existía, sino que Michelson y Morley, con su resultado negativo, suministraron la evidencia experimental para la teoría de la relatividad de Einstein"

“Sus autores intentaban medir la velocidad con la que se movía la Tierra con respecto al éter lumífero”, explica Ángel González Urueña, catedrático de Química Física de la Universidad Complutense de Madrid, en un interesante artículo sobre dicho experimento publicado en la revista ‘Investigación y Ciencia’. “El resultado del experimento fue nulo, y dado la pericia y el ingenio de los experimentadores, se aceptó e interpretó como que la teoría que sustentaba el resultado que nunca se observó era conceptualmente errónea".

"El éter no solo no existía, sino que Michelson y Morley con su resultado negativo suministraron la evidencia experimental para una nueva concepción de las leyes de la Naturaleza que años más tarde se conocería como la Teoría de la Relatividad de Einstein”, concluye Urueña, la cual precisamente descubrió que la velocidad de la luz siempre era una constante universal, y que no había ni espacio ni tiempo absoluto. Si quieres saber más sobre este experimento, el catedrático aporta todas las claves en el enlace anteriormente citado.

Desde hace décadas, la ciencia se ha esforzado por entender y comprender el mundo lo máximo posible con base en experimentos de prueba y error para probar sus hipótesis. En la actualidad, tenemos todas nuestras esperanzas puestas en ella para conseguir salir de una pandemia tan crítica como en la que estamos. Todo ello gracias a los numerosos avances científicos y tecnológicos que fueron pioneros en su día y que a día de hoy resultan imprescindibles para adentrarnos en el conocimiento de nuestra realidad.

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