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Juan del Águila, el intrépido marino español que la historia olvidó
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Juan del Águila, el intrépido marino español que la historia olvidó

Era un producto de la vieja Castilla y un intramuros de la bellísima Ávila donde el frío invernal es como una cuchilla siberiana

Foto: Foto: Wikipedia
Foto: Wikipedia

Séneca le dijo a Nerón:

Tu poder radica en mi miedo; ya no tengo miedo, tú ya no tienes poder.


A veces, establecer paralelismos entre diferentes coordenadas de espacio y tiempo es cuando no surrealista, al menos sorprendente y desconcertante. Aunque la realidad tienda a sorprendernos con sus inesperados giros en su aparente linealidad, a veces establece fronteras distantes entre unos hombres y otros por mucho que la apariencia y morfología nos haga parecer iguales. Las diferencias entre esos hombres y los otros; los distintos de aquellos en los que el patrón de conducta es previsible, genera abismos de incomprensión insalvable que el común de los mortales, en su inducida ignorancia, carencia de inquietudes o ambas, es incapaz de asimilar. Por ello, lo desconcertante se vuelve en inasumible y lo inasumible busca siempre una coartada para pasar desapercibido. Las matemáticas solo rigen donde hay lógica; por ello, el ser humano en su aparente normalidad es por excelencia un ser irracional e imprevisible.

Hoy, aquí, en estas líneas de reivindicación del sentido de aquellos que no tuvieron justicia en vida, apelamos a la memoria de su herencia y la comparamos con aquellos que inmerecidamente se encumbraron en la fama sin honor. Los hay que pasan de puntillas y sin darse golpes de pecho creando con su humanidad y compasión atmósferas respirables mientras que otros, van trastabillando y llamando la atención hasta acabar convertidos en héroes.

Foto: Winston Churchill en 1940.
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Dicen que Winston Churchill dijo en el parlamento un día en el que estaba sobrio (solo se había trapiñado una botella whisky gran reserva para desayunar), que definió el éxito como la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el ánimo. En eso él era un experto, eso sí, muy venerado en Gran Bretaña; pero si a los resultados nos remitimos ( abandonó a Gordon en Jartum a su suerte, los Boers le dieron una buena paliza en Sudáfrica, en el ataque a Galípoli en la I Guerra Mundial sacrificó a la flor y nata del ANZAC con más de 260.000 bajas (30.000 neozelandeses en un solo día) y para finalizar, en la II Guerra Mundial por aquello de “quítame allá esas pajas”, perdió la mitad de Europa a manos de los rusos. Al final de la guerra, y después de perder el 80% de la flota mercante y más del 50% de la Royal Navy, el pueblo británico lo cesó fulminantemente tras teatralizar demasiado su arrogante ego y porque el “agua de fuego” le obligaba a plantear algunas delirantes teorías. Clement Attlee, de oficio Laborista, le arreó una tunda memorable para curar su proverbial arrogancia a este antisemita de manual que quería cargarse a media humanidad. No olvidemos que Gran Bretaña cometió un genocidio de proporciones gigantescas mediada la guerra en Bengala quitándoles su único alimento – el arroz- a los autóctonos causando más de tres millones y medio de muertos. Las malas voces dicen que hacía manitas con Hitler el muy taimado.

Recomienda este juntaletras al respetable, leerse algunas biografías de este excelente orador que fue premio nobel de literatura en 1953 cuando ya los médicos le habían advertido que de no dejar la ingesta de etílicos ardería como una tea, cosa que ya le había ocurrido en tres ocasiones y de las que providencialmente su amada mujercita le había salvado in extremis. Y recomiendo su lectura por si los lectores son ávidos consumidores de películas de terror; y no exagero un pelo.

Bueno, vamos al grano, porque hablar de este elemento que creía en los extraterrestres (publicó un opúsculo de doce hojas) me lleva a las antípodas de otro que era castellano, humilde, honrado y con un alto concepto de la dignidad y el honor.

Quizás me haya extendido un poco con la introducción pero viene a cuento porque se hace necesario establecer las fronteras de la ética y las buenas maneras y a su vez, de como un comandante debe de defender a sus hombres a cualquier precio. Este paradigma sirve de ejemplo.

Juan del Águila, un marino incombustible

Juan del Águila era un marino incombustible. Sus hombres le adoraban. Y era intensamente venerado por la tropa, marinería y tercios. Era un producto de la vieja Castilla y un intramuros de la bellísima Ávila donde el frío invernal es como una cuchilla siberiana. Para él no existía la bandera blanca y tenía muy claro que los estirados insulares eran unos elementos de cuidado y había que darles sin parar y a ser posible, hasta dejarlos exhaustos. Y así fue. Dicho y hecho. Convirtió el arte de sacudir a los ingleses en el “leitmotiv“ de su vida como militar.

Desde su más tierna infancia solo pensaba en como invadir Inglaterra; era una obsesión para el chaval. Total que se hizo marino y empezó a navegar con quince añitos la criatura. Antes ya había hecho sus primeras escaramuzas en la media tinaja que a modo de bañera usaban en su casón de Ávila y desde ella el chaval lanzaba canicas y canicones a los osados anglos que pululaban por sus aguas domésticas; evidentemente los rubicundo sajones siempre perecían y no quedaba ni el Tato en la película que el crio se montaba.

Ya metido en faena y arremangado, algo talludito y con algunos pelos en el incipiente bigote, tal que un 2 de agosto del año 1595, Juan del Águila encomendaría a su gran amigo de convicciones y de oficio, Carlos de Amezqueta un tanteo previo de la costa de Cornualles, lo que generó un pánico descomunal entre la población de la costa circundante, pues por aquel entonces se vivía bajo la permanente amenaza de una invasión española. La deserción en masa de las despavoridas milicias lugareñas, generó una profunda grieta en las defensas inglesas que más que precarias, parecían hechas con piezas de Lego. La pena es que la incursión en cuestión no daba para mucho y tampoco Juan del Águila quería comprometer a la tropa en una razia más seria. No contaba con apoyos suficientes para una acción de envergadura.Ya le parecía bastante requisar y pegar fuego a su Némesis, los ingleses.

placeholder Carlos de Amezqueta
Carlos de Amezqueta

Cuando los españoles ya aburridos y fatigados de tanto incautar las propiedades de los locales le pegaron fuego a la ciudad, dieron el asunto por zanjado y se volvieron a casa así como quien no quiere la cosa.

Foto: Detalle de la Batalla de Hastings reflejado para la historia en el famoso tapiz de Bayeux. (Nik Wheeler/Corbis)

Este enorme marino del que hablamos hoy podría desbancar en hechos y valor a muchos que no ameritaban las medallas que encima llevaban; pero, era un modesto y silencioso hombre introvertido, que tras tanta sangre verter no sentía un ápice de orgullo por ello.

Viajando hacia donde el tiempo se confunde en la memoria de la historia, cabe pensar que lo normal entre naciones próximas aunque separadas por el mar proceloso, sea darse la espalda y no mostrar interés la una por la otra. Pues bien, este estado de cosas se dio durante bastante tiempo hasta que un día sin determinar la niebla eterna del Cantábrico se disipó. España descubrió que mirar más allá de nuestra vecina y distante Portugal, hacia el Oeste de las latitudes y longitudes de toda la vida, los meridianos de elongaban de manera infinita, y que aquella apuesta que iniciara para la historia conocida un tal Colón al servicio de la Corona de Castilla (según las últimas noticias, al parecer de incuestionable nacionalidad catalana) nos iba a reportar un futuro a corto plazo de parabienes áureos que lloverían del cielo con fluidez, como así fue. Pero, curiosamente, no éramos los únicos que miraban en la misma dirección.

Mientras, Juan miraba de nuevo hacia el norte

Se hace necesario destacar que, la batalla de Kinsale, una batalla trascendental por su influencia en el decurso de las pésimas relaciones entre Inglaterra y España, fue un acontecimiento militar de especial relevancia, no sólo para los rudos irlandeses, sino también para España por el subidón que supuso hacerles una punitiva visita más a los egocéntricos habitantes que han visto en Europa un enemigo secular interviniendo siempre de tal manera que una vez desgastadas las potencias enfrentadas en cualquiera de las lides producidas en el continente, apostaban por una de las partes para acabar de machacar a la otra según conveniencia. Los ejemplos sobran.

Desde Hastings, batalla en la que los normandos continentales instalados en el oeste de la Francia actual dieron “pal pelo” a los locales en una invasión relámpago; Inglaterra parecía inexpugnable, pero no hay que olvidar que el Reino de Castilla a través de sus almirantes Tovar, Pero Niño o Bocanegra, les habían hecho todo tipo de pupitas a la carta. Qué hayan tenido la suerte de ser solo invadidos un centenar de veces – las invasiones vikingas cuentan tanto como las españolas en Escocia, Irlanda y el sur de Inglaterra-, no significa que sean fáciles de someter; pero la mitología para consumo doméstico que los británicos se han montado como una alegre piñata, huele a chamusquina.

Foto: Foto: iStock

Mientras, nuestro colega Juan del Águila, le tomó gustillo al tema y tras invadir –y saquear algunas islas y puertos ingleses-, puso su mirada en Irlanda.

El Cantábrico es un mar terrorífico sobre todo a partir de las mareas de septiembre. Esto lo saben los gallegos, los vascos y todos los habitantes de la costa norte desde la frontera francesa hasta Finisterre. Mar gruesa y arbolada con tremendos rociones y vientos de 8-9 en la escala Beaufort es algo frecuente; y este mar traidor y proceloso ha salvado a Inglaterra de muchas invasiones.

Juan del Águila era conocedor de este dramático guión y en ello basaba su audacia y atrevimiento. Sabía cuando debía de atacar y cuándo no y precisamente cuando no, era cuando atacaba. Nadie se esperaba tanta audacia. Era un marino de altura, no solo en la dimensión de sus conocimientos sino además en su estatura.

El 3 de enero de un terrible invierno de 1602, un ejército inglés muy superior en número se enfrentó al Maestre de campo Juan del Águila en Kinsale a unos 25 kilómetros de Cork, al sur de Irlanda. La reputación de Juan del Águila impresionaba y bastante, a quien quisiera retarlo, por lo que los ingleses inteligentemente a pesar de su manifiesta superioridad, optaron por la prudencia.

Foto: Retrato de Felipe III a caballo, de Velázquez. (Wikipedia Commons)

Felipe II ya se sabe que a pesar del énfasis y denuedo que puso en invadir Inglaterra, no llevaba las cartas adecuadas, además de un Medina Sidonia enfermo al mando de la “Invencible”. Si se hubiera escuchado a los almirantes vascos Oquendo y Rekalde –que estos sí que sabían del mar-, sus ruegos de dar un golpe maestro en Portsmouth para hundir a la entera flota inglesa en la pleamar; quizás otro gallo hubiera cantado antes de perder a un tercio de la flota en las costas de Escocia e Irlanda.

Felipe III sí lo intentó con bríos renovados pero a pesar de su buena voluntad y envío de refuerzos, dejó al Maestre de Campo sitiado con tan solo 1.800 hombres capaces pues, más de 900 estaban heridos en combate tras una feroz resistencia. Ciertamente había recursos para tres o cuatro meses entre la logística propia y lo incautado.

placeholder Sepulcro de Juan del Águila. Foto: José Luis Filpo Cabana / Wikipedia
Sepulcro de Juan del Águila. Foto: José Luis Filpo Cabana / Wikipedia

En una de las salidas desesperadas, don Juan del Águila causó severas bajas al enemigo al que arrebataron más de siete banderas. Cuando la situación se tornaba dantesca, Juan del Águila consiguió un acuerdo el día 2 de enero de 1602 rindiendo las plazas tomadas y repatriando a los agotados defensores; entre ellos había multitud de irlandeses que llegaron a La Coruña y posteriormente sirvieron en los tercios.

La monarquía española invirtió una enorme suma en cantidad de suministros y apoyó a aquella malhadada fuerza expedicionaria contando con que los irlandeses apoyarían a los españoles como así había sido comprometido por las partes. Pese a llevar a cabo con éxito una campaña de esa envergadura y los enormes esfuerzos invertidos, los réditos fueron bastante magros. Muy poco se logró en Kinsale y en las fortalezas periféricas de Castlehaven. Por otra parte, los irlandeses no estaban entrenados para el empleo de armas y equipo de última generación confeccionador por armeros genoveses, toledanos y sevillanos.

Fue una posibilidad plausible que una vez instalados en la trastienda de Inglaterra la consolidación de la posición en el sur de Irlanda por parte de Juan del Águila hubiera supuesto detraer muchos recursos de los que acostumbraban a usar los ingleses en tocarnos nuestras partes pudendas. Pero los refuerzos nunca llegaron...

Juan del Águila tomó una decisión meritoria en circunstancias muy adversas en las que la esperanza por una victoria al alcance con un mínimo de intensidad, hubiera posiblemente cambiado el decurso de la historia.

Salvó a sus hombres que no es poco, repartió entre ellos parte de su fortuna y montó un hospital de campaña para que los heridos fueran atendidos adecuadamente. Valoraba la vida de sus soldados. No como otros…

Séneca le dijo a Nerón:

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