Alfonso Graña: el español que fue rey de los caníbales en el corazón de la Amazonia
Este aventurero vivió junto a la tribu de los jíbaros y murió en algún lugar remoto de la selva, sin paradero conocido. En España apenas se tuvo eco de su fallecimiento
Aunque el ser humano es imperfecto y lo sigue siendo, no hay aliento ni esperanza de que esto vaya a cambiar. Es la fantástica aventura inherente al cambio y la incertidumbre, la que hace que merezca la pena vivir este instante vital, este parpadeo mágico desde el que un Dios lejano e invisible emana todo lo manifestado y lo que no lo es; aquello en definitiva que nos permite ver lo observado y cuestionarnos lo que somos en relación con tanta grandeza. Mientras nos envuelve lo impactante del universo, en este fugaz momento, somos asimismo semidioses que a veces padecen la soledad y el miedo a no ser o a dejar de ser, que es, con matices, lo mismo.
Era un rey que controlaba a más de 5.000 caníbales llamados Jíbaros que tenían la manía de reducir los cráneos de sus adversarios a la mínima expresión
Vivir es como entrar en esa imperceptible gran habitación impregnada de un extraña energía quizás llamada espíritu, quizás vacío pleno de incógnitas, donde el ser y el no ser debaten la existencia y permanencia de su consciencia, esto es, de la trascendencia, mientras que jugamos esta extraña e inevitable partida de ajedrez contra lo desconocido rodeados de tiempos cambiantes que van del rango de la suave brisa hasta las más apocalípticas tormentas. Ahí, en medio, estamos; entre la belleza y el espanto. Pasamos por este orfanato sideral como las hojas que el viento arrastra en otoño por el pavimento, sin comprender nada. La muerte siempre nos alcanza antes de acceder a las puertas de la sabiduría.
Estas reflexiones eran las que circulaban por la mente de un hombre que solo tenía un traje raído pero planchado y una maleta llena de sueños. Osado y audaz, Alfonso Graña fue uno de los miles de gallegos que emigraron en busca de un mundo más oxigenado que ese que condenaba a los autóctonos del noroeste a una vida de olvido y abandono entre aquellos pagos y collados donde la indiferente mirada del estado no llegaba a penetrar las densas nieblas locales. La historia de Graña es apoteósica, de cine.
Un sujeto que hacía cola en la estación de tren de Orense, a más de 12.000 kilómetros de distancia de su España natal, tras pasar por una odisea de miseria y destierro de sus propias esperanzas, acabaría en la efervescente ciudad de Iquitos (caucho, minería, comercio, etc.) como un trabajador más en medio de aquella turbamulta de masa humana degradada por el alcohol y otros vicios terrenales al uso. Allende, todo comenzaría en el puerto fluvial de Iquitos (Perú), como un miserable cauchero recolector metiendo horas a destajo para sobrevivir en medio de la nada de aquella exuberante Amazonía.
Entre caníbales y animales salvajes
Graña era analfabeto. Solo sabía firmar su nombre y primer apellido pero creía en el potencial que ello encerraba y la pasión por la lucha vital. Hasta edad tardía pero con un potencial enorme, con una inteligencia sobrenatural, se elevó sobre la gravedad que acuciaba y aplastaba su ignorancia. Inició la lectura y escritura en la selva, esto es donde la nada es el todo; era así, un autodidacta de manual.
A su muerte, dirigía una tribu inmensa (por el espacio vital que ocupaban) y allá en el año 1934, era un rey de pelo en pecho llamado Alfonso I que controlaba a más de 5.000 caníbales llamados Jíbaros que tenían la manía de reducir los cráneos de sus adversarios a la mínima expresión (en un 80%) para llevárselos al cinto una vez disecados y comprimidos adecuadamente dentro de unas carcasas de piel seca.
Los jíbaros Aguaruna y Huambisas, ya fuera mezclados o en guerras permanentes desde el sur del Orinoco (con los Motilones), hasta el Alto Amazonas en Ecuador, desde la parte aledaña de la famosa cascada del Salto del Ángel en el fantástico parque nacional de Canaima, allá, donde el vacío verde es tan extenso que de tan inmenso es inabarcable; hasta las faldas de la cordillera andina eran conocidos por su arte de guerrear con contundencia y sin piedad.
En el ayuntamiento de Avión de Orense, hay una lápida con una inscripción que reza así: “Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros"
En cuanto a Graña, rozaba la categoría de mito (pero no en España claro). Nada le afectaba. Si una araña le picaba, antes de que el letal fluido del veneno pudiera actuar, ya se había deshecho de ella. Si era una malvada constrictor y tropezaba con este elemento de la naturaleza, machete en mano, la seccionaba fríamente (los Jíbaros además de arco y flechas llevaban siempre dos machetes en ristre) y “aluego” una barbacoa improvisada daba buena cuenta del incauto ofidio. Si alguien enfermaba, lo curaba sin más con extraños ungüentos que para si hubieran querido tener en régimen de patente muchas compañías farmacéuticas o doctos galenos.
Era un avanzado chamán en toda regla, sus poderes y conocimientos occidentales le daban una ventaja importante. Venido de no se sabe dónde, de una tierra lejana y desconocida para aquellos autóctonos con taparrabos, se convertiría en un icono. Graña seria un predecesor de Kurtz, el alucinado protagonista de Joseph Konrad en “En el corazón de las Tinieblas”. Pero Graña jugaba en segunda división, como otros grandes españoles dignos acreedores del concepto del mito. Pero España no era Hollywood y mientras aquí se hacían películas banales o apologéticas, en la costa oeste de Norte América, se hacían una ristra de epopeyas filmográficas con sujetos de dudosa reputación.
Graña (que falleció en algún remoto lugar de la jungla) fue protagonista de un deceso recogido por una miríada de periódicos a nivel mundial, en España (como es obvio), no tuvo eco alguno. En Orense, una provincia de la España profunda, en el ayuntamiento de Avión, donde muchos acaudalados emigrantes habían hecho su agosto a base de deslomarse, hay una lápida con una inscripción que así reza: “Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros".
La selva que le encumbró
Graña era un personaje que llegó a gobernar un área de más de 250.000 kilómetros cuadrados, algo así como la superficie de Inglaterra
Lo que envuelve este mundo de libertades ficticias o aparentes, no es más que una sombría cárcel. Graña tuvo el valor de salir de eso barrotes al exterior y concebir un nuevo mundo. En aquella densa e impenetrable foresta verde que era y creo que es todavía la Amazonia – si es que ha dejado algo vivo el alucinado que dirige Brasil en la actualidad-, una foresta de un verde tan abrumador en el que asusta el mero hecho de introducirte cien metros en profundidad, pues su silencio interrumpido puntualmente por penetrantes sonidos ininteligibles e incatalogables te abduce implacablemente hasta demostrarte lo frágiles que somos y lo que la sugestión ante lo desconocido nos puede afectar.
Las crónicas de la época, cuentan que los exploradores que se adentraban río arriba, solían mantener enfrentamiento “navales” (entiéndase por fluviales) extraordinariamente duros con las canoas de los jíbaros, mimetizados en las riberas bajo enormes redes confeccionadas con hojas de arecaceas y guayusas. Los jíbaros, conocidos estos por ser unos guerreros que reducían la palabra sanguinarios a un mero juego de letras minúsculas, hacían horas extras cuando algún despistado foráneo se alejaba del grupo para catalogar alguna extraña planta o hacer aguas menores. Como por arte de magia se convertían en caníbales cuando tocaba y reductores de cabezas por vocación artística secular, mataban a los hombres blancos que se adentraban en sus pagos sin pestañear con un placer inusual, pues en su ideario eran una significación casi satánica, (muy equivocados no parece que anduvieran).
Graña era un personaje que llegó a gobernar un área de más de 250.000 kilómetros cuadrados, algo así como la superficie de Inglaterra pero sin ingleses, afortunadamente. Es uno de los personajes más fascinantes que ha dado la emigración gallega en siglos aún a pesar de ser un absoluto desconocido. Un sujeto que con una maleta de cartón engrasada con sebo y cosida con costuras de sedal vegetal escapó del cepo de una vida misérrima en una aldea remota de la Galicia profunda del siglo XIX, llegando a dominar amablemente con sus hábiles recursos e ingenio a raudales a miles de indios amazónicos siendo respetado y venerado por su entrega y ayuda a la hora de simplificar a aquellas rudimentarias gentes con inventos vanguardistas que les facilitaban la vida con mejoras indiscutibles.
Según el historiador Maximino Fernández Sendín, un ovetense hijo de gallegos y probablemente el mejor biógrafo de Graña, destaca que en 1910 tras trabajar en distintos oficios, incluido el de cauchero, acaba desapareciendo de forma misteriosa en lo más profundo de esa enorme incógnita de cerca de seis millones de kilómetros cuadrados, que para todos los seres civilizados debería de ser la Amazonia, un templo de la naturaleza a respetar per secula seculorum. Bien es cierto que en un país como España (si exceptuamos a la clase política claro), crecen genios como setas; lamentablemente en su pueblo natal, Graña es un desconocido. Pero, una dulce venganza poética está comenzando a encumbrar a la figura de mito impelida por una pléyade de chavales y otros eruditos entrados en años, entusiastas provenientes del mundo de la historia e investigadores que desde hace unos pocos años se afanan en recabar información sobre este enorme gallego.
Luchando por sobrevivir
Les enseñó también a desecar la carne con sal y otras minucias que lo elevaron a la categoría de una divinidad ante aquellas sencillas gentes
En la próspera ciudad amazónica de Iquitos, residió Alfonso Graña durante cerca de una década trabando una gran amistad con Cesáreo Mosquera un ferviente republicano que había combatido en Filipinas. En una pequeña población cercana a este enorme puerto fluvial amazónico, había fundado la famosa librería Amigos del País, un centro de reunión para aquellos nostálgicos de la colonia española que acudían allí para ponerse al día sobre las novedades de la patria.
Cuentan las crónicas de la época que en Iquitos la imparable caída de los precios del caucho en los mercados internacionales se convierte en un fenómeno extremadamente virulento ya hacia 1920. Es entonces cuando Alfonso Graña navega río arriba por el gran Amazonas en busca de vida y supervivencia. Hay una versión bastante razonable sobre la desaparición de Graña en este momento y que apunta sobre su posible contacto con los Jíbaros, algo en lo que coinciden muchos especialistas, que vienen a concluir en que hubo un durísimo enfrentamiento con los indígenas en el cual el hombre que le acompañaba muere por los efectos del curáre y Graña se salva de ser fagocitado por aquella turba con taparrabos, de correr la misma suerte ya que literalmente la hija del jefe de la tribu se encaprichó de él, según testimonia el historiador más fiable sobre este enigmático tema, Fernández Sendín.
Alfonso I (nuestro Graña) ya rey a la muerte del jefe de la tribu, (al parecer tras recibir un apretón poco amistoso de una anaconda que pasaba por allí) se ganó el respeto y admiración de los indígenas. Audaz y valeroso, Graña enseñó a los indígenas a confeccionarse impermeables vegetales para vestir o como techumbre para sus precarias chozas, asimismo, mejoró sus condiciones de vida creando rudimentarios molinos de agua y balsas para que los niños se bañaran en ellas sin miedo a las serpientes de agua ni a los caimanes. Les enseñó también a desecar la carne con sal (producto inusualmente abundante en aquellos pagos ) y otras minucias que lo elevaron a la categoría de una divinidad ante aquellas sencillas gentes.
Graña era un tipo alto y delgado, atractivo y elegante, en un medio donde era inusual un traje. Su apostura le venía de familia y en su remota aldea natal era conocido por el apodo del clan al que pertenecía, Los Chulos. Se atusaba el pelo con un pegamín casero, y se tocaba con unas gafas que le daban un aire de intelectual que avasallaba. Es posible, que esa apostura e imagen de Casanova fuera la que le diera el pasaporte a la vida, salvándose de ser devorado y reducido al tamaño de una bola de billar a manos de los feroces jíbaros. Los encantos de la hija del jefe de la tribu hicieron el resto, y su audacia e inteligencia le sirvieron para engrandecer su ya portentosa estatura (180 centímetros de aquel entonces), comparada con la de los minúsculos aborígenes.
Un buen día Graña, en su increíble devenir, desapareció en los difusos contornos de la selva peruana sin que nadie tuviera noticias de él, pero con el tiempo, volvió en loor de multitudes. El periodista Víctor de la Serna, fue el primero que usó el sobrenombre de Alfonso I Rey de la Amazonia, y fue quizás, quien más contribuyó a ensalzar la figura de Graña en aquella España de pronóstico incierto y gris.
El Rey de la Amazonia
Al cabo de unos años, se supo por unos indios jíbaros huambisas, que allá por la gigantesca grieta que el Amazonas abre hacia el Pongo de Manseriche en la cordillera pre andina, un hombre blanco tenia poderes absolutos sobre una grey de varios millares de jíbaros. Graña era el que cortaba el bacalao, el rey de la Amazonia. Entonces un día de aquellos, yendo hacia Iquitos, una xangada (partida) de indios jíbaros con muchas mercancías y Graña al frente, avanzaba impasible hacia la civilización. Sus amigos le reconocieron y, sobre todo, un amigo verdadero: el librero Mosquera que lo añoraba por su potente personalidad y capacidad de convocatoria. El recibimiento fue apoteósico.
Graña aparecía de vez en cuando por la ciudad con una cohorte de feroces jíbaros una o dos veces al año para hacer negocio
Los indígenas extasiados ante la tramposa oferta de la civilización, lo adoraban y seguían a todas partes. Ora les curaba las úlceras, les cortaba el pelo, los invitaba a helados y los llevaba al cine mudo de aquel momento. Los huambisas entonces, abandonaban su naturaleza pura y no intoxicada y vestían alegremente de frac con sombrero de copa mientras salían a pasear por Iquitos en aquel descapotable cedido por Cesáreo Mosquera.
Graña solía acudir a la ciudad a hacer negocios. Aparecía de vez en cuando con una cohorte muy llamativa de feroces jíbaros una o dos veces al año con las canoas cargadas de pescado en salazón, carne curada y ahumada, macacos cuyas entrañar encefálicas eran un exquisito manjar crudo o cocinado, enormes tortugas, y otros exóticos condumios. Las Tzantzas o cabezas reducidas imponían a todo quisque, pues denotaba un poder mágico y extraño sobre el resto de los mortales. No se sabía dónde vivía con exactitud pero sí que se movía sobre todo en el área de los rápidos de Pongo de Manseriche, a una decena de jornadas en canoa, río arriba. Graña, además, había enseñado a los terroríficos aborígenes a aumentar la producción de la sal, esencial para curar pescado y carne, y se comprometió profundamente a reducir los conflictos entre los aguarunas y huambisas , (que a la sazón andaban a la greña) utilizando sus cultivadas artimañas y dotes de persuasión y capacidad de mando.
Con el transcurrir de los años, su fama fue creciendo. Mosquera, el editor con base en Iquitos tenía una patológica pasión de cronista; cada vez que llegaba Graña a la ciudad le instaba a contar todas sus aventuras y novedades mientras tecleaba compulsivamente su vieja máquina alemana de escribir Stoewer Elite. Aquellas páginas redactadas con fluidez y sesgos locales del lenguaje materno gallego, con todas sus carencias sintácticas y cuajadas de faltas de ortografía, son hoy un testimonio clave para entender la vida de aquel gigante.
El pacto de Graña con los Rockefeller
La autoridad de Alfonso Graña sobre aquel vasto territorio silencioso y enigmático, se consolidó de forma indiscutible con el tiempo. En 1926, la Standard Oil, petrolera propiedad de los Rockefeller, quiso explotar los pozos petrolíferos del alto Amazonas, tuvo que pactar con Graña, y gracias a él se pudieron hacer los sondeos necesarios. Evidentemente, sólo Graña podía evitar que aquellas hordas de aborígenes atacaran a los expedicionarios gringos, más allá de que sólo él podía proveerlos de condumio y, lo que es clave, sólo él conocía dónde brotaba con precisión el petróleo de aquellas tierras.
El aviador Brage, famoso aeronauta español, que ya había efectuado un vuelo sin escalas de Sevilla a Salvador de Bahía en 1929, se pone en contacto con el librero y su amigo Graña que encantados, se integran en aquel proyecto de amerizar en el Amazonas. Mosquera escribe docenas de cartas a Brage con datos imprescindibles para los preparativos de la expedición. Brage hace de antropólogo de campo y compila compulsivamente información fundamental sobre todos los aconteceres de la vida en la selva. La técnica para reducir cabezas y los efectos de la ayahuasca, son fundamentales en aquel mensaje que el escribano envía al aviador.
El 16 de junio del año 1932, las Cortes españolas elaboran una ley para darle el espaldarazo definitivo al impulso que inicia la construcción de la nave Ártabro, buque diseñado ad hoc que lleva un laboratorio e hidro aviones de alas plegables con los que realizar las exploraciones. Toda una apuesta. Tanto Víctor de la Serna como el filósofo Ortega y Gasset se suman a la expedición mientras que un hecho casual convierte en héroe definitivamente a Braña. En 1933, un avión caza de las Fuerzas Aéreas peruanas en la guerra con Colombia, va y se estrella en plena selva. El piloto fallece y el mecánico queda muy tocado. Los jíbaros acuden al lugar del accidente y socorren a los dos aeronautas, salvando la vida del herido atendiéndolo en medio de aquel inmenso humedal durante toda la noche.
Tras embalsamar el cadáver en sal con sustancias viscosas de fluido de pukana, y con la ayuda de los indígenas, recogen los restos del hidroavión y los embarcan junto al ataúd en una enorme balsa. En otra, montan un segundo avión de la misma escuadrilla que había sufrido serios desperfectos tras amerizar de emergencia en el rio. Afortunadamente no hay víctimas. Atravesando los complicados rápidos del Pongo, llegan a Iquitos a devolver el cadáver a los familiares y autoridades militares; allí, son recibidos como héroes en loor de multitudes.
Aquel piloto salvado por aquellos panteístas y animistas natos, adoradores de la tierra, se llamaba Alfredo Rodríguez Ballón, y hoy el aeropuerto de la ciudad peruana de Arequipa lleva su nombre. La poderosa familia paterna de aquel aviador, agradecida por la acción del español, cedería la administración de iure de aquellos vastos territorios al increíble Graña. Él no pudo disfrutar mucho de su gloria pues padecía cáncer de estómago terminal. Murió en plena selva, y jamás se localizaría su cadáver. Un tiempo después, la Guerra Civil se llevó por delante, entre muchos sueños, el de la Expedición al Amazonas. De todo aquello, solo queda el testimonio de la librería Tamara en su tiempo dirigida por Mosquera, íntimo de Braña. Solo el inescrutable designio del altísimo, sabe dónde está el alma de aquel hombre grande donde los haya. Braña, un gallego universal, pero anónimo en su tierra. España es así, como los jíbaros, devora a sus hijos.
Aunque el ser humano es imperfecto y lo sigue siendo, no hay aliento ni esperanza de que esto vaya a cambiar. Es la fantástica aventura inherente al cambio y la incertidumbre, la que hace que merezca la pena vivir este instante vital, este parpadeo mágico desde el que un Dios lejano e invisible emana todo lo manifestado y lo que no lo es; aquello en definitiva que nos permite ver lo observado y cuestionarnos lo que somos en relación con tanta grandeza. Mientras nos envuelve lo impactante del universo, en este fugaz momento, somos asimismo semidioses que a veces padecen la soledad y el miedo a no ser o a dejar de ser, que es, con matices, lo mismo.