La hazaña que permitió a los tercios españoles tomar París
Ninguno de los reyes de aquellos complicados momentos en el devenir de Francia lograría poner punto final a las guerras religiosas que asolaban el país galo
Un inquisidor es alguien que busca respuestas a sus preguntas, sin querer responder de ellas.
-J. Richman
Hubo un momento clave en la historia -siglo XVI– allá por el año 1557, en que se perdió una ocasión histórica para certificar la indiscutible hegemonía militar en Europa del Imperio español. Años después, se demostró en la paz de Cateau-Cambrésis que 'la grandeur' de Francia era una natilla de cartón piedra, eso sí, muy estética. Francia estaba postrada ante la arrolladora superioridad hispana al entregar cerca de dos centenares de enclaves y territorios galos en su mayoría sin mayor resistencia.
Tras la tremenda derrota infringida a los franceses en la batalla de San Quintín en 1557, Carlos V, a la sazón retirado en modo monacal a Cuacos de Yuste, preguntaba de manera natural si la capital gala había caído ya. Pero su hijo, Felipe II, un hombre aferrado a la prudencia y con varios errores de calado en la política internacional -caso de los condes Egmont y Horn cuya ejecución pudo evitarnos la prolongada Guerra de los Ochenta Años y un ahorro sustancial para nuestras arcas y vacíos estómagos-; descartó la invasión de París por estimar no aconsejable dejar a sus espaldas San Quintín aún bajo asedio. De esta manera, se perdió una ocasión histórica de que la indiscutible hegemonía militar en Europa tuviera el sello español.
Aquello, sin duda, fue una enorme concesión a un país “tocado”, que tras varias décadas de conflicto infructuoso contra aquella emergente protoespaña, actuaría como una bombona de oxígeno en cruciales cuestiones internas, tales como las guerras religiosas que tenían postrada la nación gala. El conflicto entre los protestantes franceses y los católicos alcanzaría su máxima virulencia hacia julio de 1566 al ser prohibido taxativamente el culto protestante en Francia, a lo cual, los hugonotes respondieron intentando secuestrar o matar al Rey francés en Meaux. Desde ese momento, el séptimo infierno de Dante albergó una orgía de sangre sin precedentes escenificada en la famosa matanza del día de San Bartolomé de 1572. Ninguno de los reyes que se alinearon cronológicamente en aquellos complicados momentos en el devenir de Francia: ni Francisco II, ni Carlos IX, ni Enrique III lograrían poner punto final a las guerras religiosas que asolaban el país; al revés, es más, la muerte de este último rey a manos de un fanático católico abriría un abismo de imprevisibles consecuencias.
Cuando subió al poder Enrique de Borbón, rey de Navarra, le había tocado la lotería unas cuantas veces. A falta de candidatos varones entre los católicos, era el legítimo aspirante a la Corona gala. Pero este avispado coronado, cambiaba de religión con una facilidad pasmosa, adaptándose camaleónicamente a las demandas políticas del momento. Vamos, que su condición de protestante no era una buena credencial por lo que despertó una gran resistencia entre los católicos del reino, que con el apoyo de España y el Papa, se la tenían jurada.
La derrota de la Liga Católica
Felipe II, inyectando enormes cantidades de dinero a espuertas en la Liga Católica, mantuvo abierto el conflicto en el país vecino. Le horripilaba el mero hecho de que la capital gala cayera en manos protestantes y por ello, pisó el acelerador a fondo.
Como en todo, existe un principio de incertidumbre y por ello, un acontecimiento crucial precipitaría la intervención de los tercios en territorio galo. El 14 de marzo de 1590, tras la carnicería librada en la batalla de Ivry, la derrota del ejército de la Liga Católica a manos de Enrique III de Navarra, seria rotunda. Los protestantes (hugonotes) dejarían aislada a París.
La muerte del rey Enrique III a manos de un fanático católico abriría un abismo de imprevisibles consecuencias en Francia
Felipe II ordenó inmediatamente acudir en socorro de la capital amenazada a su sobrino Alejandro Farnesio, en aquel momento gobernador de los Países Bajos, que mostró su rechazo de manera más que vehemente ya que puesto que en esos momento la gravosa e incomprensible Guerra en Flandes (o de los Ochenta años) estaba siendo favorable a los españoles, por lo que dedujo con buen criterio que no era de recibo abandonar un frente con todas las ventajas y costes logrados hasta ese momento. Aun así, a la postre, Farnesio no tuvo más remedio que aceptar las órdenes de su tío y con cerca de 15.000 soldados españoles, valones, alemanes e italianos, cayó como un puño de hierro desde el norte de Francia en dirección hacia la capital gala.
Farnesio, ordenó a los tercios de Antonio de Zúñiga y del italiano Camilo Capizucchi, que se encastraran entre las tropas católicas que huían en desbandada hacia el refugio natural de la amurallada capital para esperar el envite de Enrique de Navarra. Con una defensa en profundidad muy bien organizada entorpecieran el avance del líder protestante que iba a uña de caballo hacia Paris. Entretanto, procedentes del este, varias compañías del Tercio viejo de Lombardía, veterana tropa de las guerras italianas iniciadas por el Gran Capitán, añadieron un plus de tranquilidad a las tropas en fuga estabilizando la situación.
Farnesio poseía un don de gentes solo comparable a su talento natural para la dirección de la guerra. El entrenamiento no se relajaba, la disciplina encajaba con una autoridad flexible y de buena lectura ante las necesidades de los soldados y el ambiente de camaradería era inigualable en los tercios. Además, las pagas eran puntuales y generosas, Farnesio tenía un valor personal incuestionable, era hábil y de discernimiento rápido y su genio militar era famoso y proverbial.
La superioridad numérica de Enrique, era notable en oposición al entrenamiento de las gentes de Farnesio. Este, evitó un enfrentamiento campal y se atrincheró sólidamente. Los hugonotes aguardaron una semana frente al campamento católico poderosamente fortificado y cuando empezaron a escasear los víveres, dejaron de dar la lata lo que permitió a Farnesio replegarse hacia París. Entonces, el 5 de septiembre, Alejandro Farnesio tomaría Lagny por asalto.
Enrique de Navarra intentó el asalto de París en vano. Los tercios españoles aprestados de las intenciones del volátil navarro conseguirían levantar el cerco de París un 30 de septiembre precedidos por un elongado convoy de salvamento cargado de vituallas, pues el hambre, arrasaba la ciudad hasta extremos indescriptibles. Aclamados por los ciudadanos de la capital gala, entraron entre en loor de multitudes los españoles. Estabilizada la situación, Farnesio retornó a Flandes con parte de la tropas para disuadir a los holandeses de malas intenciones conquistando la pequeña ciudad de Corbeil, asegurando y reforzando así la defensa de París con una guarnición notable de 3.000 hombres de los tercios con una preparación incuestionable.
Enrique de Navarra retoma la batalla
Las discrepancias católicas, que en vez de optar por una gran coalición se enzarzaron en que el rey Felipe II no acabara haciéndose con el país galo, permitieron al decidido rey Enrique de Navarra retomar las operaciones militares recuperando así Corbeil de nuevo. En plena canícula veraniega, el 24 de julio, Farnesio recibiría una misiva confidencial con la durísima y fatídica orden del Rey que lo enviaba de nuevo a Francia a repartir estopa, justo en el momento en que preparaba una potente ofensiva contra los rebeldes holandeses.
Felipe II, probablemente a falta de un hervor, ordenó a Farnesio regresar a Francia de nuevo en el verano de 1591. Las cosas en Flandes iban de mal en peor. Se habían dado motines por impagos a la tropa española, amotinamientos, y por añadidura, una indisciplina generalizada; mientras que en ausencia de Farnesio, un coordinado contraataque holandés progresaba implacable hacia el sur. Muchas de las plazas que en su momento habían costado sangre a raudales, fueron rindiéndose en la zona próxima a Zelanda, al norte de los Países Bajos. Las erráticas decisiones del rey Felipe II estaban conduciendo al desastre el esfuerzo y talento de generales de un prestigio indiscutible.
Los católicos, en vez de optar por una gran coalición, se enzarzaron para que el rey Felipe II no acabara haciéndose con el país galo
Farnesio, el llamado 'Rayo de la Guerra', había concentrado tropas en las fronteras del noroeste de Francia. Pero quiso el azar que una hidropesía galopante (un líquido seroso que se acumula en las zonas cavernosas, en este caso de índole pleural) deprimieran y agravaran la situación de este excepcional hombre de armas. En su situación, sus médicos le aconsejaron que para su mejora, descansara en el balneario de Spa para recuperar fuerzas. Mientras tanto, Enrique de Navarra no estaba de brazos cruzados y acababa de conquistar la ciudad estratégica de Noyon, acercándose a París peligrosamente. La Liga Católica estaba en franca retirada ante la falta de liderazgo y el impasse e indecisión de un general al borde de la muerte. Se perdían ciudades a un ritmo inaceptable.
Aún en una situación tan penosa, Farnesio sacó fuerzas de flaqueza y decidió ir a socorrer la ciudad francesa de Rouen, donde el cabroncete de Enrique IV intentó presentar batalla. En medio de la melé, en una trabada escaramuza entre, la caballería gala y la de Farnesio, al mando del famoso albanés Jorge Basta, causaría la muerte de innumerables nobles hugonotes en un intento infructuoso de proteger a Enrique, que se desangraba a causa de un corte infligido por un infante de los tercios que le había rebanado una pierna.
El bando hugonote estaba en franca retirada y Alejandro Farnesio trató de aprovechar la ventaja dinámica o cinética de aquella afortunada avalancha sobre los fugitivos. Se conquistaron varias ciudades pero, la desgracia quiso frenar aquella inapelable victoria. Un disparo perdido de arcabuz le dejo colgando el antebrazo mientras supervisaba las obras de asedio. Herido, desangelado, tocado en su fuero interno por tanta desgracia acumulada en su poderoso ser, sabía que estaba visto para sentencia.
La muerte de Farnesio como cortina de humo
La salud de Farnesio tomaba derroteros inevitables. Para colmo de males, Felipe II le instaba a volver al campo de batalla a un hombre que lo había dado todo por España y que solo era un despojo. La muerte le alcanzó un 3 de diciembre de 1592 en Arras. Pero los males no vienen solos. Felipe II había dado instrucciones precisas para que Farnesio fuera depuesto a la mayor brevedad de su cargo como gobernador de Flandes, argumentando que el dinero destinado para las campañas de Francia se había dilapidado en Flandes. La infamia se había cernido en entre los dimes y diretes de las tramoyas cortesanas contra Farnesio y habían convencido al Rey de que su sobrino desviaba fondos sin aclarar su destino; una faena similar a la que sufrió en sus carnes el Gran Capitán algunos decenios atrás. La muerte de Farnesio ocultó una de las mayores vergüenzas contra un hombre de una pieza, condenado por una pléyade de conspiradores y advenedizos.
Enrique de Navarra, se hizo católico de la noche a la mañana así como quien no quiere la cosa y se acuñó la famosa frase: "París bien vale una misa"
La ausencia del indiscutible talento de Farnesio inclinó la guerra en Francia hacia el bando protestante, pero, por esos inescrutables bucles del destino, Enrique de Navarra, se hizo católico de la noche a la mañana así como quien no quiere la cosa. Su famosa frase "París bien vale una misa", quedará ante la historia como una de las felonías más aviesas jamás pronunciadas. Al no poder concluir el conflicto en su vertiente militar, no dudó en ponerse un camaleónico disfraz de santón accediendo a cambiar de religión y entrando triunfalmente en Paris el 22 de marzo de 1594.
La suerte, el capricho del destino, los extraños vericuetos de la historia, la labilidad innata de un espécimen sin escrúpulos, le llevarían a detentar el poder en una Francia convulsa a la que este sujeto que bien podíamos llamar monarca en puridad, accedió por la puerta de atrás.
Un general español como pocos, holló Paris antes de que este mendaz elemento con botas de cuero vuelto e interior algodonado, tras una serie de carambolas, accediera a algo que no se había merecido. Lo crucial de esta historia, es que la hazaña en cuestión, la toma de Paris por los españoles, quedo relegada a un segundo plano ante las “hazañas” de este bribón camaleónico.
Estuvimos allí.
Un inquisidor es alguien que busca respuestas a sus preguntas, sin querer responder de ellas.
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