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Cuando España trajo a Europa el chocolate (y el absurdo fin de nuestro monopolio)
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EL IMPACTO DE LA PLANTA DEL CACAO

Cuando España trajo a Europa el chocolate (y el absurdo fin de nuestro monopolio)

Al ver la verdadera dimensión del descubrimiento, comenzó a fluir un sinfín de productos que cambiarían las costumbres y la gastronomía del Viejo Continente

Foto: Foto: iStock.
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"Antes mirábamos hacia arriba soñando con qué lugar ocuparíamos entre las estrellas. Ahora miramos hacia abajo, angustiándonos con qué lugar ocuparemos entre el polvo".

–'Interstellar'

La vida sería una biografía vacía si no hubiera amanecido en algún momento de ella una extraña planta dispuesta a asombrarnos con sus mágicas propiedades, con sus propuestas exóticas y con su seducción innata. El hilo que todo lo teje, el gran sol que da la vida a los árboles y las montañas, cultivó esmeradamente con espíritu de orfebre un pequeño instrumento en su estajanovista labor de creación que de no haber sido, de no haber existido, habría probablemente mutilado todo ese ejercicio de belleza de tan incomprensible factura. Quizás cuando lo diseñó, estaba soñando.

A la España del siglo XVI como a la del XVII, y en menor medida la del XVIII, se le podría aplicar aquel dicho que señalaba a la fortuna como una amante muy voluble. Según la segunda ley de Newton, "por cada acción, hay una reacción igual y opuesta". Las riquezas que produjo el quizás erróneamente llamado Descubrimiento de América, en poco más de un siglo convocaron a demasiados invitados, algunos bastante indeseables. Eran tan impresionantes las magnitudes de las riquezas importadas, de las especies descubiertas, de los metales deslumbrantes, que se llegó a dilapidar como si de nuevos ricos se tratara. Mucho se tardaría en resolver algo tan necesario como una armada bien implementada para defender aquel Vellocino de oro, aquel cuerno de la abundancia.

Cuando recobramos el juicio tras aquella tremebunda sorpresa y nos pusimos a hacer comercio con mayúsculas, cuando éramos imperio y no existían estas divisiones de patio promovidas por sujetos impregnados de la más estricta ineptitud; cuando vimos la verdadera dimensión de aquella hazaña no exenta de tragedia y contradicciones, comenzó a fluir hacia Europa un sinnúmero de productos que cambiarían rotundamente las costumbres y la gastronomía del Viejo Continente.

Se atribuye a Hernán Cortes y al mercedario Bartolomé de Olmedo la introducción del chocolate en nuestro país hacia 1528

La planta del cacao fue algo que impactó de forma indeleble en las cocinas más exigentes de la aristocracia de este lado del Atlántico, hasta que sus niveles de consumo fueron abaratando el producto haciéndolo asequible al más vulgar de los mortales. Quizás su sofisticación, el halo enigmático que rodeaba a este árbol, y las leyendas que arrastraba, potenciarían su impulso como alimento de propiedades mágicas.

El amargor propio de aquel primer chocolate mejicano que descubrieron los españoles en su colosal combate contra el imperio azteca fue endulzado con azúcar de caña en primera instancia, y más tarde con canela y vainilla. En la América precolombina este cultivo, según historiadores de formación más especializada, llevaba cultivándose cerca de cinco mil años.

Como un correcaminos

Se atribuye a Hernán Cortes y a su compañero, el misionero mercedario Bartolomé de Olmedo, la introducción en nuestro país hacia 1528 cuando el extremeño, ya cansado de tanta batalla y algo más irreverente con su proverbial agrio carácter, intentó hacer una buena acción para reducir karma. Años más tarde, en 1585 se registra la primera carga con certificación de origen y procedente de Veracruz en la Casa de Contratación de Sevilla, comenzando así la silenciosa gran invasión y difusión de uno de los productos de mayor rango en los paladares humanos. España fue la precursora de esta revolución gastronómica que hoy está muy dignamente representada por la probablemente marca más antigua del mundo —Matías López—, proveedora entre otros de la Casa Real, siendo sin duda, la más respetada del gremio, pues lleva casi dos siglos ininterrumpidos de producción con sus delicatesen e innumerables premios internacionales.

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Hernán Cortés

Del panteón mitológico de los dioses mayas y aztecas, al consumo de masas en la Madrid capitalina (la chocolatería San Ginés es de lo más cosmopolita a la par que democrática), su influencia en el elitista segmento de alimentación en que está posicionado, hacen que el chocolate sea el santo y seña de países tales como Suiza (Toblerone, Lindt), Bélgica (Lady Godiva) España (Elgorriaga, Valor, etc.). Pero —y este detalle es importante no olvidarlo—, los primeros productores industriales en Europa son los frailes aragoneses del convento cisterciense de La Piedra a los que otro de sus compañeros de fatigas espirituales, Fray Jerónimo de Aguilar, les pasa la "chuleta" para confeccionar esta provocación de la naturaleza.

En el siglo XVII, el marqués de Villena (1599-1653) le "soplaba" con un desparpajo rayano en la temeridad y el sentido común al embajador de Inglaterra en un arrebato de ego descomunal lo que debería de ser un secreto de estado, que se pulía unos 3.000 ducados al año en chocolate, a lo que el atildado inglés le respondió que con esa "pasta", se podían armar media docena de fragatas…

El monopolio que tuvimos durante siglo y medio se acabó yendo al garete debido a una equivocada reflexión de la infanta Ana de Austria

Las semillas de cacao con que se elabora el chocolate eran en sí mismas una moneda de cambio independientemente del valor sagrado que se le imputaba al producto por sus propiedades curativas y afrodisíacas. En México, probablemente la patria más grande del cacao por el número de hectáreas cultivadas (a la llegada de Cortés), hoy se consume con canela y chile. Pero si hablamos de calidad, Camerún, Ghana y Costa de Marfil se llevan la palma en producción por habitante. El chocolate de factura española se nutre principalmente de estos países cotizando al alza en los mercados internacionales por sus crecimientos interanuales sostenidos.

Líquido pecado venial

Pero como todo es provisional, el monopolio que tuvimos durante siglo y medio se acabó yendo al garete. Una equivocada reflexión, ya fuera por falta de un hervor o por mera mendacidad, hizo que a la infanta española Ana de Austria, con cierta cortedad de miras, se le ocurriera regalarle a su maridito francés, un tal Luis XIII, como un presente matrimonial, unos descomunales trozos de chocolate sin mucha elaboración, y claro, levantó la liebre, y los galos que son un pelín conspicuos, se pusieron manos a la obra para afanarnos los mercados y el susodicho monopolio. Para el siglo XVIII "la Grandeur", que se nutría de los chismes más sofisticados para sus afamados productos gourmet 'made in France', atiborraba literalmente a sus más ilustres invitados en este líquido pecado venial.

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Mientras, los monjes italianos se las apañaban por esa regla de los vasos comunicantes entre las respectivas órdenes y le daban una apariencia sólida, en España siempre se consideró una bebida y permaneció en ese concepto hasta principios del siglo XX. La triste Guerra Civil en la que se vio sumergido el pueblo español, supuso la casi entera desaparición de la producción por razones de bloqueo en la importación y por el aislamiento al que se vio sometida la dictadura hasta que Dwight D. Eisenhower visitó España el 21 de diciembre de 1959 para darle unas palmaditas al director de la orquesta.

El que suscribe, se "aprieta" todas las mañanas un chocolate estilo francés —más licuado— y sale con el ánimo bastante alto para afrontar lo cotidiano, no como un correcaminos, pero casi. Aunque yo hago una pequeña trampa, tal que es añadirle un poco de café natural; un matrimonio no muy convencional pero que motoriza radicalmente a este juntaletras que ya empieza a peinar canas y va con diésel.

"Antes mirábamos hacia arriba soñando con qué lugar ocuparíamos entre las estrellas. Ahora miramos hacia abajo, angustiándonos con qué lugar ocuparemos entre el polvo".

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