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Antonio Barceló, el gran marino español (y cómo las envidias impidieron que triunfase)
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PRESTIGIOSO CORSARIO

Antonio Barceló, el gran marino español (y cómo las envidias impidieron que triunfase)

Este marino tan popular ideó las lanchas cañoneras a finales sel siglo XVIII, unos pequeños buques que bombardeaban las posiciones enemigas

Foto: Foto: Wikimedia.
Foto: Wikimedia.

"La palabra 'cristianismo' es un malentendido, en el fondo no ha habido más que un cristiano, y ese murió en la cruz".

- Friedrich Nietzsche.

Un cosmos sin márgenes es algo bastante inquietante. Algo que no tiene finitud ni fronteras, algo que nos señala o apunta hacia un objetivo épico e inalcanzable en esta efímera y minúscula existencia plagada de incertidumbre donde ese invento o lugar común llamado realidad nos consuela en medio de una recreación imaginaria poco consistente que se asemeja más a una frágil construcción con palillos, pero que nos sostiene mientras duramos lo que duramos como individuos o como especie. Nuestra comprensión de las cosas queda limitada a la certeza que se nos insinúa ante la grandeza que nos denuncia ante el tribunal sideral como meros comparsas o espectadores sin más propósito que el de estar o existir en una inercia sinfín de la cual al parecer solo somos los huérfanos perfectos.

Nuestra presencia aquí, en este recodo inaccesible del espacio- salvo para algún meteorito cabreado- nos recuerda aquel viejo Koan en el que el maestro le pregunta al alumno qué ocurre (sic): "Cuando un árbol cae en un bosque, ¿hace ruido si no hay nadie para escucharlo?". Elevar nuestra mente sobre los automatismos, lo conceptual, la lógica, lo intelectual, nos hace huir de ese mundo de grillos que probablemente estén tan sorprendidos como nosotros ante esta manifestación tan colosal llamada universo.

Foto: El músico, en 1914. (Wikipedia)

Y digo esto porque una vez, hace mucho tiempo, un niño ensimismado en una playa solitaria, perdía la noción del tiempo allá por el atardecer mientras hacía unos extraños dibujos de geometría confusa que a la par que le debilitaban en el abundamiento de sus dudas, le fortalecían en sus convicciones. Sus sueños eran tan térmicos y evanescentes que hacía incomprensible su insistencia por perseguirlos. Pero tras la recurrencia y la voluntad, hay grandes sorpresas. Un hombre de extracción humilde e inusual se proyectaba hacia el futuro para dar grandeza a España.

La campanilla

Antonio Barceló y Pont de la Terra amaneció en esta gran incógnita terrestre en la isla balear de Palma de Mallorca una Nochevieja del año del Señor de 1716 apuntando maneras en medio de un pataleo monumental. A toda pastilla -la mortalidad infantil en la época era pavorosa-, lo bautizaron en un santiamén por si acaso la criatura se quedaba como quien no quiere la cosa, en el limbo a ver que pasaba. Era la mortalidad tan palpablemente contable que había por costumbre para conjurar la aterradora catalepsia que los allegados ataran un cordel en el dedo índice del difunto, de tal manera que hiciera sonar una campanilla en caso de un despertar súbito para comprobar si el interfecto seguía con vida. A uno de los hermanos de Barceló se le había aplicado está avanzada solución para ponerse en contacto -por si fuera menester-, desde el más allá, con los mortales que seguían sus andanzas en este guirigay terrestre. Desde entonces, se arrastra el tópico aquel de "salvado por la campana".

Las envidias que tuvo que afrontar no le permitirían llegar a la cúpula del alto mando que en puridad debería de haber sido su destino natural

Y el chaval creció y creció. Devoraba el Arros Brut y el Tumbet junto a la sobrasada en cantidades industriales mientras su atribulada madre no sabía qué hacer para escamotearle tan preciado condumio y el trágala al que estaba sometida. El progenitor de Barceló patentó un ADN perfecto para su progenie. Su fama fue acuñada por el padre, Onofre, cuando en julio de 1717 participó en la expedición española destinada a tomar la isla de Cerdeña. Una de las derivadas de aquella exitosa expedición es que la Corona le dotó hacia noviembre de 1719 con la concesión de una patente de corso para apresar y saquear buques musulmanes en representación de Su Majestad a cambio de entregar el quinto real -una parte de lo obtenido-, y un acuerdo para trasegar con el correo entre Mallorca y Barcelona.

Era básicamente como un contrato entre la Corona y un particular en premio por sus servicios, lo cual le permitía ingresar unos dineros extras. A partir de ahí, el padre de Barceló se dedicaría a llevar pasajeros, mercancía, etc... de la península a las islas y viceversa con su jabeque el "Santo Cristo de Santa Margarita". A los 18 años, el churumbel heredaría está “sinecura” por orden real después de haber aprendido las artes de la navegación a la vera de su ya "de vuelta", curtido padre.

Cruzando mares

A los 21 años, sus cualidades como corsario quedarían patentes cuando fue reconocido por la monarquía con el título honorifico de Alférez de Fragata tras poner en fuga a varios navíos enemigos con la aproada cuchilla de su jabeque. El título, la verdad, no daba más que prestigio, pero “pasta” lo que se dice “pasta”, nada de nada. Más la criatura iba avanzando poco a poco. El uniforme de la Armada estaba a su alcance y las horas de “vuelo” certificadas. Su carta de recomendación para su futuro empleo militar, estaba ya ahí, cocinándose.

En los años venideros lograría ascender en el escalafón en una cruzada presidida por la temeridad más radical. Uno de los actos heroicos más desbordantes del momento ocurriría hacia 1.743, cuando portando 2.300 cuarterones (un octavo de kilo por cuarterón) de trigo, 5.000 panes ácimos para mejor conservación y 388 quintales de bizcocho blanco hasta Mallorca -pues los súbditos morían de hambre por las pésimas cosechas de aquel malogrado año-, pudo salvar la situación. Prácticamente sin poder avituallar a la tripulación, pues el agua se había evaporado con el calor extremo que había presidido la travesía estaban obligados, para beber, a exudar de sal el agua salina como mal menor. Finalmente, llegaron exhaustos y el condumio pudo ser distribuido.

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Foto: Wikimedia.

Todo esto le llevaría en un corto plazo de tiempo a que a través de su incuestionable pericia, la Corona le adjudicara multitud de misiones oficiales. Exitosamente, se dedicaría a apresar a los corsarios musulmanes a los que el Bey de Argel había encargado como objetivo prioritario capturar a este marino inapelable. Su pericia, rozaba la brillantez de la mano de tripulaciones muy entrenadas -esto es clave- y del dominio de la lectura del lenguaje del mar.

Misión imposible

A la postre, su abrumadora hoja de servicios le hizo entrar en la Armada y en 1762 ya era todo un Capitán de Fragata al mando de los jabeques reales. En el año 1775, como jefe de este tipo de ágiles y sorpresivos navíos, participaría en la ambiciosa operación de desembarco marítimo que el enorme Carlos III organizó contra Argel. Esta ciudad vivía descaradamente del dinero que los corsarios musulmanes esquilmaban a España.

Existe la creencia por la que Lepanto supuso un punto de inflexión a la expansión otomana y esto no es así. Los corsarios musulmanes en el Mare Nostrum siguieron con la trapacería de toda la vida, esclavizando a las poblaciones costeras, expoliando todo lo que pillaban y saqueando sin ambages las naves que circulaban hacia la actual Italia. En consecuencia, el monarca hastiado de tanta osadía ordenó a uno de sus más cualificados militares, Pedro Rodríguez de Castejón, que tomase aquella región del Magreb con un ejército profesional altamente cualificado. Por ello, 20.000 infantes, un millar de jinetes y cerca de otro millar de artilleros, fueron organizados para dar un susto importante a los del turbante.

La impresión general era que la conquista de la zona iba a ser como un abracadabra o un “veni, vidi, vici” cesariano. Barceló lo veía más crudo y objetivamente no subestimaba al adversario. Aquello que decía el ínclito Sung Tzu sobre que el enemigo no tiene virtudes, no iba con él. Sabía que el enemigo se había hecho fuerte en la ciudadela y que “doblarlos” iba a ser más que arduo. Él, sabiamente, quería trillar la zona con un bombardeo preliminar para ablandar las murallas y la moral adversaria antes del ataque, pero los oficiales se negaron a ello. Al ser los mandos cargos políticos y él un subalterno inferior en rango, no pudo evitar el desastre ulterior. Los nuestros desembarcaron y no pudieron pasar de la playa para establecer una cabeza de puente.

Es uno de los marinos españoles más señalados del siglo XVIII. Tenía la intuición muy fina y entró en la Armada a base de arduos esfuerzos

La operación se convertiría en un desastre sin paliativos. Cerca de 5.000 hombres fueron abandonados a su suerte en una extensa y desolada playa. No obstante, Barceló, haciendo valer sus dotes de mando, que no su valía en el escalafón, se aproximó a las lindes de aquella playa maldita con sus ágiles jabeques maniobrando con sus diez piezas de artillería por amura y desencadenó una tormenta de fuego sobre los hijos de Alá a los que diezmó sin compasión, reembarcando a millares de soldados que pasaron de una candidatura a la esclavitud a volver a la libertad gracias a esta maniobra imborrable. Fue algo heroico y esto, levantó ampollas entre sus superiores a los que había dejado en evidencia. Los mediocres, culpables de aquella hecatombe, paradójicamente fueron ascendidos y gracias a ello, los méritos de Barceló quedarían consignados.

La dinámica de los acontecimientos le llevaría a ser jefe de escuadra y en 1779, le sería dado el mando de las fuerzas navales designadas para el bloqueo de Gibraltar, a la sazón, en poder inglés. Se pretendía que los defensores se rindieran por hambre, algo que estuvo a punto de conseguir si no fuera porque tras capturar a más de medio centenar de barcos con vituallas para el peñón, un buen día asomaron cerca de una treintena de fragatas inglesas por el oeste; aquello eran palabras mayores, seis jabeques contra una treintena de fragatas.

Los oficiales de carrera aprovecharon para embestir a aquel “advenedizo” sin padrinos y por ende, se lanzaron contra él como hienas. Una cosa era ser un corsario afortunado y otro bien diferente pertenecer a la gran familia militar. Para demostrar su incompetencia, se intentó asediar Gibraltar mediante unos brulotes descomunales o baterías flotantes allá por septiembre de 1782. Barceló estaba en franco desacuerdo pues no existía ni táctica ni estrategia en aquel envite. El ataque al final se convertiría en un auténtico desastre.

Fama ilustre

Pero milagrosamente este hombre se convertiría en un ser incombustible para prestigio de España. El rencor de sus compañeros solo hacía que engordarle. Su actuación en Gibraltar le conduciría al ascenso a Teniente General. Un año después, para 1783, ya metido en harina otra vez, recibiría el mando de una flota encargada de castigar el crítico nido de piratas de Argel.

Una fuerza compuesta por cuatro navíos de línea, cuatro fragatas, cuatro balandras artilladas, dos galeotas, una docena de jabeques, dos bergantines de última generación y cuatro potentes brulotes y un arma secreta recién concebida por Barceló, unas lanchas cañoneras, darían la campanada. Estos peculiares ingenios, eran unos botes de remos con una tripulación de treinta hombres e iban armados con un cañón de un calibre descomunal.

Su pequeñez no daba perfil de blanco por lo que era imposible acertarlas desde la ciudadela de Argel. Además, se movían con impunidad por su rapidez de desplazamiento y ser letalmente sorpresivas. Cerca de sesenta de estos infernales ingenios irían a la batalla causando unos estragos de consideración. Afortunadamente, a los mandos estaba Barceló. Barceló ordenaría desatar un infierno sobre la alegre y confiada ciudad que bombardearía hasta la saciedad en un relajado ejercicio de tiro al blanco.

Su pericia rozaba la brillantez de la mano de tripulaciones muy entrenadas -esto es clave- y del dominio de la lectura del lenguaje del mar

Más de 7.500 proyectiles reventarían las aparentemente inexpugnables murallas de la ciudad, el coste sería durísimo para Argel. El plan en cuestión sería un éxito rotundo pues la región pidió la paz a España tras un duro castigo y una paga extraordinaria para financiar los costes del ataque. Centenares de bajas adversarias, multitud de edificios destruidos y una treintena de muertos en el bando hispano a causa de la explosión por calentamiento de uno de los cañones de una lancha bombardera, sería el saldo de aquella célebre batalla en la que el tiro al blanco sería el discurso monotemático.

Malas envidias

Antonio Barceló, un marino de humilde extracción, hijo de un patrón de la marina mercante, es uno de los marinos españoles más señalados del siglo XVIII. Con estudios muy limitados y de teoría del mar muy escaso, pero de intuición muy fina, por propios méritos y en el trasiego de innumerables combates contra la piratería berberisca, entraría en la Armada a base de arduos esfuerzos eludiendo codearse con la élite que lo apuñaló sin cesar durante toda su carrera militar. La incomprensión de esa aristocracia selecta y el Síndrome de Procusto hicieron el resto. Las envidias que tuvo que afrontar no le permitirían llegar a la cúpula del alto mando que en puridad debería de haber sido su destino natural. Se le reprochó su sordera constantemente, como si ello fuera un hándicap, como tildar de incompetente a todo un Blas de Lezo por ser un mutilado cojo, manco y tuerto.

placeholder Barceló desembarca en Africa. (Wikimedia)
Barceló desembarca en Africa. (Wikimedia)

Todavía hoy resuenan los ecos de aquella copla que así decía: "Si el rey de España tuviera / cuatro como Barceló/Gibraltar sería de España/que de los ingleses no". Barceló no fue un hombre del Renacimiento, el “Siglo de Oro”, la “Ilustración” o “Revolución Industrial”, quedará en el imaginario público como un afortunado corsario, que es por lo que es recordado, quizás por el deseo de algunos de no querer que un hombre de origen tan modesto pudiera lograr retos de aquella magnitud.

Lamentablemente, España es el lugar donde los dioses vienen a llorar. El mérito ajeno ha sido desde antiguo algo de difícil asimilación en estas tierras de envidia donde la mediocridad asienta sus reales. El hecho de no hacerlo, no arrastra solo la injusticia que genera el vacío que se hace al exitoso o emprendedor con suerte, sino que a la postre, va en detrimento de toda la nación.

"La palabra 'cristianismo' es un malentendido, en el fondo no ha habido más que un cristiano, y ese murió en la cruz".

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