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Jose María Lassalle: "EEUU y China quieren romper la UE, su único contrapoder"
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ENTREVISTA

Jose María Lassalle: "EEUU y China quieren romper la UE, su único contrapoder"

El nuevo libro del que fuera secretario de Estado con el PP alerta acerca de los cambios que han producido las tecnológicas, que son "el umbral de una tensión totalitaria"

Foto: José María Lasalle.
José María Lasalle.

José María Lassalle (Santander, 1966), doctor en Derecho, exsecretario de Estado con el PP, asesor de Rajoy y colaborador de Sáenz de Santamaría, acaba de publicar ‘Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’ (Arpa Editores), un texto en el que alerta de las enormes transformaciones que los gigantes digitales están provocando en nuestra civilización. En él, también aborda algunas posibles soluciones que deberían aplicarse a este escenario radical y distópico, así como las consecuencias políticas que está provocando.

PREGUNTA. La revolución tecnológica lo está cambiando todo. Y aunque la percepción generalizada es que se trata de un gran avance, también contiene peligros muy serios. A uno de ellos le dedica notable espacio en el libro. Nos aseguran que los algoritmos nos conocerán mejor que nosotros mismos, hasta el punto de evitar los errores derivados de la falibilidad humana. Por ejemplo, con el matrimonio. Si en lugar de tomar la decisión siguiendo nuestra voluntad, consultamos antes al algoritmo, este dictaminará si la elección es correcta o no con mucha mayor fiabilidad que nosotros. Y esta idea se traslada al resto de aspectos de nuestra vida, incluidos los políticos. ¿Dónde nos conduce esta creencia?

RESPUESTA. Estamos instrumentando una revolución ontológica, algo que afecta a la propia existencia y definición de lo humano, sobre todo en el ámbito de la decisión. Si los algoritmos nos ayudan a ser más nosotros, buscando no errar, rompemos un elemento básico de la antropología y de la decisión moral del hombre, como es su libertad, y con ella el derecho a equivocarnos. La constatación de nuestra fragilidad, que es también nuestra capacidad para reinterpretarnos y reinventarnos, ha construido lo humano. Pensar que hay un determinismo detrás, como lo hicieron el monismo o el marxismo, acaba prefigurando una existencia idealizada que hace que nos ajustemos a estos patrones. Estamos ante los umbrales de una tensión totalitaria como no habíamos vivido nunca en la Historia. Este es el reto al que nos está abocando, de una manera inconsciente, la revolución digital. Y no opera de forma directa, como ocurre en los regímenes totalitarios a través de su institucionalidad y de sus mecanismos represivos. Vivimos bajo una vigilancia permanente bajo la excusa de que se nos ayuda a ser más eficientemente nosotros.

P. Sin embargo, todavía está por demostrarse que los algoritmos puedan acercarse a ese nivel de precisión y acierto. ¿Estamos ante una nueva utopía? ¿Nos conocerán mejor que nosotros mismos?

R. Sí, se está construyendo una nueva utopía. El pensamiento utópico ha encontrado un último reducto del progreso radical con el desarrollo tecnológico y la posibilidad de que este altere todas las reglas de juego económicas, sociales y de cualquier otro tipo. Aumenta la velocidad de los dato y la capacidad de gestión de los contenidos, así como la evolución de los smartphones, que se acercan cada vez más a una impresión estética, y vamos imaginando un futuro mejor a través de los ideales que desde un punto de vista comercial se trabajan desde las grandes corporaciones. Con todo eso vamos idealizando el futuro.

La tecnología construye un pensamiento utópico que, como todo liberal sabe, es el sustento de una sociedad cerrada

Pero la realidad es que estamos entrando en un mundo conductivista que hace que encontremos solución a todas las incertidumbres. Habrá vehículos autónomos y habrá ciudades inteligentes que harán posible que nos sentemos en un vehículo en el cual, al no tener que conducir, seremos potenciales consumidores de contenidos que resultarán monetizables mientras transitamos por la ciudad. Con todo esto se va generando una reflexión muy próxima a la caverna platónica en la que confundimos la realidad con la idealización de la realidad, esas sombras virtuales que sustituyen a la realidad que está a nuestras espaldas. Se está construyendo con la tecnología un pensamiento utópico que, como todo liberal sabe, es el sustento de una sociedad cerrada y que siega nuestra capacidad de poder ser libres y de tener el derecho a equivocarnos.

P. Llama la atención en el texto que, siendo su autor un experto en liberalismo, haya muchas referencias a pensadores de izquierda.

R. Reivindico la tradición emancipadora de la Escuela de Frankfurt. Mientras hacía mi tesis doctoral viví la experiencia de leer a Benjamin y me adentré en la Escuela de la mano de un heterodoxo como él. De modo que vuelvo a mis orígenes, a mi pecado de heterodoxia, con el que me bauticé en el mundo académico.

P. En el libro insiste en la necesidad de tomar medidas contra los monopolios. Es llamativo porque la revolución tecnológica ha trastocado ya, y de una manera radical, la economía y el trabajo, y lo ha hecho a través de empresas monopolísticas, respaldadas por grandes fondos, sin que nadie haya impedido su desarrollo y su crecimiento. Pero esto, desde una posición liberal, nunca debería haber ocurrido. Y sin embargo, ha sucedido en regímenes declaradamente liberales, como la UE o EEUU.

R. Al igual que los procesos de concentración de capital en el siglo XIX y la cartelización masiva del petróleo, los ferrocarriles o la banca dieron pie a una legislación antitrust que estableció unas normas de juego que establecían una competición más o menos equitativa, ahora deberíamos hacer lo mismo. Los procesos de concentración que han experimentado las tecnológicas, con niveles de cartelización que son astronómicos, requieren de modelos de competencia, porque si no resultan abusivos. El poder tenía que haber intervenido, pero los modelos de negocio de estas corporaciones se hacían muy empáticos a sus ojos, y había una corriente progresista y contracultural, acompañada por un neoliberalismo agresivo, que dulcificaba la imagen de las tecnológicas y las tensiones que producían en el mercado. Se permitió de todo bajo la idea de la neutralidad de la red. Y como era algo que no parecía desestabilizador del modelo fordiano analógico, el poder no se preocupó, de modo que durante los años de construcción y desarrollo del modelo actual se vivió sin control legal, sin marco regulatorio y sin que la competencia y las leyes de la oferta y la demanda operasen. El conocimiento, la interpretación y la gestión de datos han conseguido que estas empresas tengan una posición prevalente y que sus niveles de capitalización superen cifras realmente desconcertantes, que no tienen parangón en la historia del capitalismo.

Nos hemos acercado al big data sin darnos cuenta que su sombra era el big brother

Pero, en segundo lugar, el desarrollo de la revolución digital con la creación de grandes empresas tecnológicas no ha sido producto del liberalismo, sino del neoliberalismo. Los neoliberales no son liberales, porque a ellos no les preocupa la concentración monopolística si se trata de monopolios naturales. Si lo que ha sucedido en un garaje cambia el mundo, quien lo ha inventado tiene el derecho de propiedad. Para Locke, Adam Smith o Ferguson no es así, sino que puede resultar una expresión palpable de la tiranía, porque ellos sabían que cuando dos o más empresarios se reúnen es para conspirar contra el mercado. Los monopolios tecnológicos han conseguido neutralizar el poder político, han eludido la ley antitrust en EEUU y la legislación anticolusoria en Europa, un elemento básico de la UE, pero niego que lo que sucedió haya sido producto del pensamiento liberal. Estamos ante el capitalismo cognitivo, la evolución última del capitalismo calvinista, en el que la propiedad la aporta el algoritmo, y que funciona sobre la base de una privacidad asociada a la huella de los consumidores y usuarios de los contenidos. Reivindico que para poder seguir hablando de una formulación correcta y ajustada al pensamiento liberal construyamos una teoría de la propiedad de los datos y de control de los algoritmos, porque no son pacíficos. Como bien vio el liberalismo, la propiedad tiene una relación entre trabajo y personalidad y eso es algo que también debe reivindicarse sobre los datos. Los consumidores de contenidos estamos dejando nuestra huella digital y debemos tener derechos para poder negociar con aquellos que los utilizan para añadir valor a los contenidos.

P. Otro sector que ha cambiado radicalmente es el de la esfera pública. La política en general, y los procesos electorales en particular, están atravesados por nuevos caminos comunicativos que se han construido gracias a las tecnológicas. Google, Facebook, Whatsapp son canales de difusión de información tremendamente potentes en los que han crecido nuevas opciones políticas, en general de extrema derecha. Tampoco nadie estuvo atento a esto.

R. Ha faltado regulación. Los juristas tenían una visión analógica que proyectaban en el ámbito digital, y que, por tanto, no se ajustaba a la realidad. Mientras tanto, se iban generando fenotipos a través del sumatorio de las huellas digitales que dejamos en la red, lo que nos ha acercado a un panóptico sin saberlo. Nos hemos acercado al big data sin darnos cuenta que la sombra del big data era el big brother. Y no lo hemos entendido porque pensábamos en la revolución digital en términos amables: podíamos llevar la información en un teléfono y utilizarla en tiempo real. Pero como ya vio Benjamin, el progreso tecnológico es de doble dirección, por un lado nos libera y por otro rompe las fronteras: ya no hay diferencia entre espacio doméstico y ágora cuando hablamos de la red. Esto sí lo sabían quienes conocían las entrañas de la complejidad tecnológica, los ingenieros informáticos y los empresarios que les contrataban.

Las herramientas políticas que proporciona la tecnología son más potentes que las del terror soviético o las del fascismo

Cuando Obama comienza con el 'microtargeting' a generar modelos fenotípicos de análisis electoral, nadie pensaba que detrás de eso se abría la espita para que Trump o cualquier otro manejasen volúmenes de información que permiten dirigir mensajes específicos a una persona aun cuando no tenga nombres apellidos, porque el gestor de la información sí sabe cuáles son sus nombres y apellidos. Esa herramienta política es más potente que cualquiera que las que tuvieron el terror soviético o el fascismo.

P. Ahora que cita a Benjamin, quizá sea oportuno recordar aquello de que la revolución consiste en echar el freno de emergencia.

R. No creo que sea necesario echar el freno de mano, porque supondría convertirnos en reactivos y regresivos. El progreso hay que acompañarlo de ética, pero no se puede frenar la innovación. La revolución digital no debe ser detenida, como no creo que deban detenerse el desarrollo financiero, el tráfico marítimo o la economía abierta. Deben existir controles democráticos y un marco regulatorio en el que la ética y el humanismo tengan un peso. No se trata de parar, que sería un error, sino de reflexionar sobre lo que está sucediendo. Podemos acompañar la revolución digital sin cambiarla, pensar la inteligencia artificial e introducir una ética de las máquinas. De lo que se trata es de cambiar esa libertad asistida a la que nos conduce por una libertad aumentada. Si no lo conseguimos, si no le damos sentido, o si el sentido es simplemente utilitario, de maximización del beneficio, caeremos en el abismo tecnológico y lo que surja será parecido a 'Blade Runner'. O a 'Matrix'.

P. Hay un malentendido habitual. Citaba las concentraciones del siglo XIX estadounidense y la legislación antitrust a la que dio lugar. Esas normas fueron provocadas por gente que no estaba en contra del ferrocarril ni del petróleo, sino contra los monopolios de esos sectores, ya que les estaban imponiendo precios y condiciones que les empobrecían radicalmente. Su lucha no era contra la máquina, sino contra el poder depredador. A menudo ocurre con el caso de las tecnológicas, y a quien señala la concentración de poder y de recursos que están provocando se le tacha de conservador, de querer detener el progreso. Y es más bien al revés: son esos poderes concentrados los que nos devuelven al pasado. Esto se aprecia bastante bien en los modelos de negocio y en las condiciones de trabajoy de mercado que promueven, que son propias del siglo XIX.

R. Cuando digo que hay que evitar ser conservadores no es por miedo. Cuando Popper analiza la tensión entra la sociedad cerrada y la abierta, y ve una en Esparta y otra en Atenas, identifica a esta como una sociedad que no teme el progreso, mientras que Esparta se cierra a cualquier porosidad de cambio y a cualquiera de las prácticas de igualdad atenienses. No hay motivo para romper el progreso. La experiencia que va desde 1830 hasta 1930, que son los años que se tardó en que apareciese un Roosevelt que fijó una estructura igualitaria a un capitalismo que carecía de regulación, nos dice que tenemos que evitar las desigualdades y las injusticias que puede generar cualquier modelo que carece de mecanismos de gestión democrática y de regulación. La búsqueda de un ejercicio equitativo para todos los jugadores de la revolución tecnológica tiene que afrontarse para que no nos cree desigualdades durante años. Lo que aprendimos en la última evolución económica, la industrial, no lo podemos tirar por la borda. Eso a lo mejor es ser conservador, en el sentido de conservar la experiencia que nos ha permitido llegar hasta aquí en el ámbito europeo, donde a pesar de todo, la paz social no se ha roto.

La erosión de las clases medias ha reintroducido una relativa proletarización en el sentido marxista del término

P. El caso que cita de F.D. Roosevelt es ejemplar, en el sentido de que consiguió doblegar a los poderes económicos, financieros e industriales de su país, y al hacerlo fortaleció y cohesionó a EEUU y puso los pilares del Estado de bienestar. Quizá sea necesario algo similar en nuestro tiempo. Pero no veo ni los líderes, ni el pensamiento político ni las fuerzas sociales para que se produzca hoy.

R. Roosevelt afronta el New Deal como una vuelta a los orígenes de la revolución norteamericana, y en ese sentido es conservadora, porque retoma una fuente de legitimación original que le permite llevar a cabo una reasignación de las posiciones, construyendo un nuevo contrato de equidad. Hay muchas posibilidades de que eso tenga que volver a suceder, dada la erosión que están sufriendo las clases medias en todos los países desarrollados, que han reintroducido una relativa proletarización en el sentido marxista del término, al tiempo que se producido una gran concentración de riqueza en manos de unos pocos. Además, los datos del Banco Mundial señalan que con los niveles de desempleo más bajos en la historia económica de los últimos años, el peso del trabajo en el PIB es menor, puesto que el incremento de la competitividad se ha producido desde la base de la automatización. Hay riesgo de que la desestabilización nos conduzca a un escenario parecido al de Roosevelt, y va a ser precisa una reinterpretación contractualista. Locke, pero también Nozick o Rawls, nos señalan que esa capacidad para pactar es un elemento básico de formulación de lo político, de forma que se salvaguarden estructuras de equidad, que serán necesarias en el escenario polarizado que está teniendo lugar. Y en cuanto a las amenazas exteriores, ya no existe la URSS, pero sí China, una potencia que aspira a ser hegemónica sobre la base del desconocimiento de lo que representan la libertad, el derecho y el pluralismo. China ha sustituido la libertad por el bienestar en una clave meramente utilitaria.

P. Hasta ahora han salido en la conversación asuntos que apenas se suelen tratar y que son esenciales en nuestra época, como la recomposición de la economía y del poder que han producido las tecnológicas, la desigualdad que se ha generado y la falta de cohesión interna que provocan. Acaba de mencionar el otro, el giro geopolítico, con la lucha entre dos grandes potencias, EEUU y China, y que tiene a Europa como víctima.

R. Europa es el enemigo a batir, tanto para China como para EEUU. Ambas superpotencias pretenden convertir el continente en un campo de batalla. Por un lado está la alianza de China con una Rusia convertida en un imperio gamberro al servicio chino, que busca la desestabilización de la UE en términos de seguridad, y por otro tenemos a EEUU forzando el Brexit para debilitar la fachada atlántica de Europa. El objetivo es evitar que exista un tercer actor global que pueda influir en las reglas de juego de la guerra digital. Y en ese terreno, Europa es importante. Se está luchando por ser el primero que llegue al click disruptivo, y para eso resulta fundamental la información y el manejo de los datos. En Europa somos 500 millones de personas instaladas en la clase media, con altos niveles de renta, conocimiento e información, por lo que cualitativamente nuestra generación de datos tiene mayor valor que el que los chinos o los estadounidenses puedan generar en sus mercados de datos.

La centralidad europea se está construyendo con un sumatorio de liberales, democristianos, socialdemócratas y verdes

En realidad, esta es una batalla para tratar de romper el único contrapoder que hay en estos momentos, la UE, y que además tiene conexiones con América Latina y con África. Europa tiene que ser consciente de que lo digital, asociado el desarrollo de una teoría de la propiedad de los datos, con la calidad de nuestros datos, el elevado nivel de automatización en el ámbito industrial que tiene la economía alemana, así como el conocimiento algorítmico, ya que los mejores matemáticos están en Alemania y en Francia, nos hacen ser víctima de un ataque deliberado de las dos grandes superpotencias. No es causal que Bannon haya venido a Europa como no lo es que crezca el nacionalpopulismo en los territorios que pertenecieron al Pacto de Varsovia, los que más deben a la penetración americana. Frente a ellos, Alemania y Francia tienen que desarrollar un vector continental, y lo tenemos que ver en términos de resiliencia, como una oportunidad. El problema que tenemos es que pocos líderes europeos han visto esto, y no hay más que fijarse en que estos asuntos no han estado presentes en las recientes elecciones europeas, pero son ahora mismo los más importantes de la agenda europea. Barnier y Macron lo tienen en la cabeza, y ahora hace falta que el resto de europeos también lo tengamos en la cabeza.

P. En esa tensión hay un asunto esencial. Los países poco cohesionados suelen ser mucho más frágiles, porque es más sencillo que sus debilidades internas sean aprovechadas por sus enemigos. En ese sentido, la UE, que ni siquiera está unida políticamente, tiene una doble debilidad, la falta de cohesión entre sus países y la falta de cohesión que provoca la desigualdad. Que las extremas derechas crezcan es fácil en este escenario.

R. Hay en estos momentos dos vectores pugnando en la construcción del imaginario político de Occidente, empezando por Europa. Está el vector de la modernización, el de la centralidad europea, que está construyéndose en estos momentos, que está compuesto por un sumatorio de liberales, democristianos, socialdemócratas y verdes y que apuesta por la sostenibilidad, por la competencia con un marco regulatorio y con equilibrio social, y por los valores éticos vinculados a la tradición cultural europea. Es una confluencia entre sostenibilidad, igualdad, libertad, prosperidad y valores que está construyendo una centralidad que debe vivirse en los próximos meses europeos. Al mismo tiempo, hay un vector de radicalidad, formado por quienes no quieren compartir ese mestizaje y no desean crear una sociedad abierta dentro de la sociedad abierta europea, sino que pretenden construir ghettos en esa sociedad abierta. Esa derecha se va a radicalizar cada vez más porque tiene pánico a ese desorden en el que sumerge saber que el mundo ya no puede construirse desde la vieja dialéctica. Esto lo va a compartir la izquierda, ya que la suya era la revolución de un proletariado analógico, mientras que ahora se trata de una revolución de clases medias, que son las principales perjudicadas por la revolución digital. Esto está cambiando las normas de juego políticas tal y como las hemos entendido hasta ahora, y la agudización de la radicalidad en la derecha y en la izquierda es la consecuencia de su miedo a esta transformación. Lo que hacen es irse al rincón, porque lo que pasa en el centro del tablero ya no les interesa, y tratan de preservarse en un purismo que evita cualquier tipo de confluencia y de análisis. Los nuevos equilibrios europeos, la revolución frente al plástico, la defensa de una economía de bienestar que nos permita a las clases medias progresar en nuestro estatus económico, los valores de la integridad en la política y de la ética en el manejo de datos, la defensa de una nueva propiedad asociada a los datos, es un vector que rompe completamente con las normas en las que hemos estado instalados. Esta marea de la centralidad va a crecer, pero también la de la radicalidad será mayor, y esa va a ser la tensión política que viviremos.

José María Lassalle (Santander, 1966), doctor en Derecho, exsecretario de Estado con el PP, asesor de Rajoy y colaborador de Sáenz de Santamaría, acaba de publicar ‘Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’ (Arpa Editores), un texto en el que alerta de las enormes transformaciones que los gigantes digitales están provocando en nuestra civilización. En él, también aborda algunas posibles soluciones que deberían aplicarse a este escenario radical y distópico, así como las consecuencias políticas que está provocando.

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