El matrimonio entre 'La reina sangrienta' y 'El prudente': Felipe II y María Tudor
Ella era la nieta de los Reyes Católicos y reina de Inglaterra sangrienta'. Él lo era de España. Su unión fue breve pero estuvo repleta de acontecimientos inesperados
"Alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible."
-Píndaro, Píticas III, ep. 3
Quizás la levedad del ser se revele en un exponente tan básico como efímero tal que es esa versión del amor asociada a la pasión. Luego, viene lo otro, la verdad cotidiana, la abrumadora realidad cambiante y desorientadora, los contratiempos e imprevistos, las tragedias, desamores, decepciones, etc. No hay una brújula o GPS en esta universal palabra en la que el egoísmo no debe entrar en la ecuación para no adulterar su sentido último y elevado. Pero entre la ficción de lo imaginado, el impulso animal que todo lo desfigura a pesar de ser una garantía de perpetuación, y la adaptación muchas veces de valores cambiantes y más elásticos que la plastilina, el amor, a pesar de todo, se adapta, mimetiza y resiste aunque quizás en retirada por los zarpazos del feroz individualismo cada día mas asentado en lo cotidiano.
Quiso el azar que en uno de estos extraños lances que tiene la caprichosa vida y la política de estado en sus formas clásicas, Fernando de Aragón, el brillante estratega político e insidioso Rey Católico, en una decisión ponderada y calibrada, con la aprobación de su mujer, decidieran hacia 1489 matrimoniar a la infanta española Catalina –hija amada y ojito derecho de rey Don Fernando– con el príncipe heredero de Inglaterra, Arturo, dentro de una ambiciosa estrategia que pretendía aislar a Francia y sus aspiraciones desde los cuatro puntos cardinales. Los novios que eran en aquel entonces unas criaturitas casi de taca-taca, chichonera y sonajero, eran aún muy niños para la práctica de las cosas de la querencia tanto en su vertiente vertical como horizontal.
Un breve matrimonio
Catalina, nacida en diciembre de 1485, casaría por poderes más tarde cuando la primavera estaba en su máximo esplendor allá por el 19 de mayo de 1499. Desde La Coruña zarparía el 25 de julio del año siguiente probablemente en edad núbil con sus recortados catorce años sin saber que era moneda de cambio de un plan ingenioso que pretendía abrazar mortalmente a Francia desde los territorios de Alemania, Flandes, Inglaterra, Italia e Irlanda por mencionar algunos solamente. El matrimonio con ritual, oropel y baño de multitudes se efectuaría en la Abadía de Westminster en 1502 con el plácet de todas las partes implicadas pero… dos meses más tarde cuando los ardores de la pasión estaban en su apogeo, ¡zas! El chaval, Arturo, cruzaba la Gran Puerta probablemente tras coger una pulmonía importante y sorpresiva por inesperada.
Dos meses después del matrimonio, Arturo fallece presa de una pulmonía. Tras ello, llega Enrique, un matón con corona
Los Reyes Católicos, que habían desembolsado una dote de aquí te espero, trataron de aclarar la eventual devolución de la misma o en su defecto negociar una compensación. Un nuevo matrimonio amenazaba literalmente en lontananza a la infeliz criatura pues el ogro feroz con el que se iba a encamar era de armas tomar. Era un tal Enrique, un matón con corona que, como más tarde sucedería, le dio un meneo o vuelta de calcetín a la historia que la dejaría temblando para los restos.
Convertirlo en el heredero de la Corona inglesa sería la solución que finalmente se acordó un 25 de junio de 1503. Años después de que se disipara el duelo de la jovencísima viuda, el 11 de junio de 1509 contraería matrimonio con el flamante rey de Inglaterra, Enrique VIII, un pieza. Del fruto de aquella unión nacería una hija, la princesa María, un 18 de febrero de 1516 en medio de una nevada memorable y, tal vez, premonitoria. Preocupado el egregio coronado por aquel escenario sin ausencia de heredero varón, y sometido a los encantos de una hermosa y deslumbrante cortesana llama Ana Bolena, que lo tenía doblado de tanto ajetreo, a Enrique VIII le dio por anular el matrimonio invocando el hecho de que su reina Catalina se había casado previamente sin la preceptiva dispensa pontificia con su hermano y primer marido. Algo, al parecer, en lo que este elemento de la naturaleza curiosamente no había reparado con anterioridad.
Diagnóstico: depresión severa
El papa Clemente Vlll montó en cólera, el sobrino de Catalina se contagió del cabreo del romano y a la pobre Catalina le entró una depresión severa. Pero Enrique VIII no era de los que se la cogía con papel de fumar. En 1533, el arzobispo de Canterbury recibió una tentadora oferta en metálico y pensó ¿oro o cuello? ¿Plata o plomo? Cranmer, que de tonto no tenía un pelo y quería conservar su oronda y famosa barriga devoradora de cochinillos, diligentemente se pronunciaría ipso facto con un expeditivo documento de divorcio, que obviamente precipitaría la ruptura con Roma y la formación de una Iglesia inglesa con la triste particularidad que daría lugar a amparar todo tipo de guerras en los siguientes siglos coartadas en el enfrentamiento religioso de los bandos según estos esgrimieran una razón u otra. Total, que se formó una especie de acabose de dimensiones cuyas consecuencias se harían notar durante muchos años encubriendo otros intereses más terrenales.
La melancólica Catalina quedaría relegada y subordinada poco a poco hasta su muerte en 1556
Tras la trifulca en la que los primeros protestantes de aquel siglo y de fuera del continente (no hay que olvidar las persecuciones a los arrianos, albigenses y otras varias disidencias), los ingleses verían muy simplificada la idea cristiana y desprovista de los típicos circunloquios y zarandajas que a menudo colapsaban el tracto mental del paciente-creyente. Tras esta monumental agarrada, Catalina quedaría relegada a una situación periférica y subordinada hasta que la melancólica española y ex reina de Inglaterra se iría piano piano por la puerta de atrás en el año del señor de 1556. Su hija María, por aquellas ironías del destino, acabaría recibiendo una educación católica y quedaría en el segundo puesto en la línea sucesoria al trono de Inglaterra, tras su hermanastro Eduardo VI, que reinó escasos seis años desde 1547 hasta 1553.
Esa trágica circunstancia permitiría sentarse en el trono inglés allá por julio de 1555 a la nieta de los Reyes Católicos. Las políticas contrarreformistas de la ya convertida en nueva reina María Tudor, hija de la dinastía de su padre Enrique VIII, significó un terremoto político y religioso otra vez devastador. Importantes leyes implementadas por los dos reyes varones que la precedieron quedaron abrogadas y se volvió a acatar la autoridad papal.
María Tudor quería apartar del trono a cualquier precio a su hermanastra Isabel, y por ende, para reforzar su oposición en aquel endiablado tablero decidió casarse con el retoño y heredero de Carlos V, Felipe II. Este proyecto respondía meridianamente a la estrategia global del Emperador, que desde 1544 estaba creando la urdimbre precisa para mantener la cohesión en su vasto imperio cuando le llegara la hora última.
Pero es la vida la que nos vive y no nosotros los que vivimos la vida muy a nuestro pesar, aunque solo sea eso lo que percibamos en esta realidad adaptada a nuestra medida. Felipe II (que todavía no lo era) venía con un pan debajo el brazo o con una panadería si se quiere. Su padre Carlos V, antes de que llegara a Londres, le había otorgado la credencial de rey de Nápoles para darle más presencia. En julio de 1554, tal que un día 25 del mismo mes, se celebraría el bodorrio por todo lo alto. Felipe, todavía ejerciendo de heredero en funciones, se abstendría escrupulosamente de intervenir en los asuntos domésticos de Inglaterra en mor de no invadir competencias; pero a su mujer se le estaba yendo un poco la “pinza” con sus atribuciones.
El restaurado tinglado católico estaba metido en un cruento ajuste de cuentas con los protestantes y la reina María se encontraba "muy subida"
Fray Alonso de Castro, confesor y consejero del rey Felipe, predicaría con elevado sentido teológico un sensato sermón ante la corte un día de febrero de 1555, en el que no dejaba títere con cabeza. Los obispos católicos habían puesto el turbo y se habían cepillado a más de 300 protestantes renuentes, en un paroxismo febril de hogueras por doquier. Según el mesurado tonsurado, en las Sagradas Escrituras no se decía que hubiese que quemar a los díscolos por el bien de su conciencia, sino, al revés, que debían vivir para convertirse. Felipe estaba claramente posicionado en las ideas del predicador.
'Bloody Mary'
El caso es que María, reina de Inglaterra, sofocaba con mano dura todos los intentos de oposición. La rebelión comandada por Tomas Wyatt pretendía sacar del trono a la reina para transferírselo a su hermanastra Isabel. Enterada la reina del oscuro tejemaneje mandó ejecutar a todo quisque al tiempo que encerraba a Isabel en la Torre de Londres. Tomás Cranmer (el que tan gozosamente había recibido la bolsita con las monedas de oro por parte del orondo Enrique VIII), el vigente arzobispo de Canterbury, pasaría por la piedra (en este caso por el hacha). La dureza con la que estaba procediendo le generaría una reputación de mala de manual. Se la apodó María la Sanguinaria (Bloody Mary) nombre con el que ha dejado su legado a la historia.
María Tudor apoyó a su marido cuando detonada la guerra entre España y Francia, en 1557, Inglaterra perdería el puerto de Calais, que los ingleses ocupaban desde hacía más de dos siglos. María comenzó un declive físico que la convirtió en escaso tiempo en una mujer de poco ver, perdida y en proceso de enajenación mental aunada a una depresión severa. Tal vez, el remate viniera por un posible cáncer de útero o un quiste ovárico. Gravemente enferma, el 17 de noviembre de 1558 sería sucedida por su heredera natural, su hermanastra Isabel. Este, a las primeras de cambio, volvió a las andadas y restauró el 'Libro de Oración' que desde 1552 había sido la piedra angular y fundamento del anglicanismo.
Felipe II no se vería afectado por aquella política religiosa. Convencido de que Flandes no se podía sostener sin la alianza o la neutralidad de Inglaterra, hizo por mirar a otro lado. No era la Inglaterra protestante lo que le preocupaba, sino el evitar que tarde o temprano María Estuardo, la nieta de Enrique VIII, católica, pero fuertemente emparentada con la familia real de Francia, ocupara el cetro inglés. A Felipe II le importaba más que reinara en Inglaterra una protestante que fuera enemiga de Francia, que no una María Estuardo católica y aliada de Francia.
El declive físico de María unió la depresión severa, la enajenación mental y un probable quiste ovárico
Durante años, Felipe II tendería la mano en una política pragmática al régimen isabelino contraviniendo la “natural” doctrina de “casus belli” contra los anglicanos por el mero hecho de serlo, esto es, por desviarse del canon romano. En los años sesenta, la diplomacia francesa tenía una clara impresión de que la política de Felipe II era claramente pro inglesa. Pero el advenimiento de Isabel I al trono cambiaría la sutileza de los modales por la de los hechos consumados. Los intereses comerciales de Inglaterra darían un giro copernicano en un país de clara vocación aislacionista, por no decir ombliguista. De a poco, una política hostil se fue implantando hacia España. Ya, hacia 1568, con la clara anuencia de la reina, barcos ingleses piratas se habían adueñado de las pagas expedidas a los tercios en Flandes, mientras que varios corsarios ingleses imbricados con vasos comunicantes más que obvios con la reina, atacaban descaradamente a los galeones de la Carrera de Indias.
A la postre, a Felipe II hacia 1585 no le quedaría otra que enfrentarse a la realidad que rehuía. El dominio de América por parte del coloso hegemón se vería perturbado por un molesto mosquito que solo tenía como salida el mar. La constante erosión de las rutas atlánticas y una Inglaterra volcada en ayudar a los rebeldes flamencos en su deseo de independencia, serian el detonante de tres siglos de guerras continuas en los que las paces que firmaban los británicos siempre iba acompañadas de un borrador y del ejercicio de arriar una bandera –la oficial– por otra –la de la piratería–, en un ciclo sinfín.
El idilio fue breve.
"Alma mía, no aspires a la vida inmortal,
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