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El artículo más inquietante del año revela el lado oscuro del capitalismo
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El artículo más inquietante del año revela el lado oscuro del capitalismo

Cobran mucho más que tú, tienen dos casas y sus hijos van a un colegio privado. Sin embargo, no llegan a fin de mes. Esta es la perturbadora historia de Tom y Kate

Foto: Enterrados entre cartones. (iStock)
Enterrados entre cartones. (iStock)

“Sinceramente, imagino que uno de nosotros morirá de estrés y nuestro seguro de vida lo pagará todo”, prevé Kate. “Sí, tenemos un buen seguro, estaríamos mejor muertos”, le responde Tom, su marido. Probablemente, el periodista Andrew Goldman no podía imaginarse que su artículo, uno más entre los publicados en la página de Wealthsimple, empresa canadiense de administración 'online' de inversiones, terminaría convirtiéndose en uno de los fenómenos virales de finales de 2018. Al fin y al cabo, es un medio minoritario sobre algo tan gris como las finanzas personales. Pero la historia de Kate y Tom es tan terrible y reveladora que ejerce una malsana atracción entre aquellos que la descubren.

En parte, porque huele a tragedia americana, como aquellas que escribieron Eugene O' Neill, Jonathan Franzen o Richard Ford. Pero también porque sirve de guía ante los peligros ocultos de los seductores productos que los bancos intentan vendernos. “Riguroso” porque, como explica en 'Slate' Jordan Weissmann, veterano periodista económico, a pesar de su aparente inverosimilitud, todos y cada uno de los avatares de esta pareja son fiscalmente posibles. Otra cuestión es que se trate de una lograda ficción con moraleja sobre los peligros del crédito, o que las decisiones tomadas por la pareja no fuesen precisamente inteligentes.

Tenían que estar locos para ofrecernos préstamos, pero cuando los pedíamos, nos los daban al instante

Aquellos que quieran conocer en detalle la historia pueden hacerlo en la propia página de Wealthsimple: merece la pena. Para los que no tengan mucho tiempo, la resumiremos someramente a continuación. Tom y Kate se conocieron en Boston en los años 90. Tom terminaba su posgrado en Publicidad, ella estudiaba Derecho. Para pagar sus estudios, y como ocurre con miles de estadounidenses (y cada vez más estudiantes en todo el mundo), pidieron sendos créditos. Al mismo tiempo, comenzaron a pagar sus gastos con tarjeta de crédito. Y, tras casarse en 1997 (él tenía 28, ella 26), decidieron embarcarse en su primera hipoteca por apenas 195.000 dólares. El rodillo acababa de ponerse en marcha.

Los sueños se convierten en pesadillas

Aquella casa no estaba mal, y les permitió mantenerse durante casi una década. En 2000, tuvieron su primer hijo. En 2004, el siguiente. En 2007, en aquella “era de despreocupaciones”, como la define el propio Tom, Kate se quedó embarazada de su tercer retoño y decidieron que las tres habitaciones de su hogar no eran suficientes. Debían añadir otra más, a ser posible, en una casa con garaje y patio trasero, como la de sus vecinos. Así que añadieron una segunda hipoteca al montante. Más de una década y una crisis financiera global mediante, Tom reconoce que “compramos una casa que probablemente no podíamos permitirnos”. Ahora, deben 360.000 dólares (315.498 euros).

placeholder Dos viejos conocidos. (iStock)
Dos viejos conocidos. (iStock)

Lo que no tuvieron en cuenta esta que estaban quemando tarjeta de crédito tras tarjeta de crédito. En apariencia, no deberían haber tenido dificultades para recuperarse: Tom cobra al año alrededor de 90.000 dólares (78.862 euros) en una compañía de seguros, y Kate, unos 70.000 (61.337) trabajando desde casa. Una cantidad que les situaría en la clase alta española, salvo si preguntásemos a Begoña Villacís. Sin embargo, el gasto a crédito fue su talón de Aquiles. Hoy, calculan que deben alrededor de 60.000 dólares en dicho concepto, añadiéndoles los intereses que han crecido exponencialmente durante todos estos años. Ni siquiera el préstamo de 40.000 dólares por parte de los padres de Kate sirvió para aliviar la deuda, pues pronto volvieron a estar en las mismas: “Hicimos lo mismo otra vez”. Es decir, pagar todo a crédito y pedir una y otra vez créditos al consumo, mientras los bancos se frotaban las manos.

Como recuerda Kate, “tenían que estar locos para ofrecernos préstamos, pero cuando los pedíamos, nos los daban, es ridículo”. Bienvenida a las raíces de la crisis de 2008. La actitud del matrimonio resulta reveladora de su mentalidad de nuevos ricos, especialmente, si se compara con la de la madre de la abogada, una secretaria a tiempo parcial que ganaba alrededor de 30.000 dólares al año, pero que, según su hija, “se apaña realmente bien con lo que gana”. Una mujer que no suele gastar mucho dinero en su día a día y que a menudo recurre a Goodwill, la cadena de tiendas de segunda mano sin ánimo de lucro. Ahora, Kate también compra en Goodwill, pero porque no le queda otra alternativa.

Ya no nos divertimos, incluso si nos vamos de vacaciones o salimos a cenar, vamos a terminar utilizando una tarjeta de crédito

“Estamos siempre sin blanca”, revela. “Tenemos un jardín para cultivar verduras frescas y no tener que salir para comer de forma decente. Ya no tenemos cosas chulas en casa”. Aun así, ciertos vicios perviven. Por ejemplo, la comida orgánica, el colegio privado de los niños (15.000 dólares al año) o ropa buena que, cómo no, siguen adquiriendo a crédito. Otra medida desesperada condenada al fracaso fue capitalizar el dinero ahorrado para la jubilación, algo que pensaban que solucionaría el problema y apenas fue un parche temporal. Básicamente, consiguieron saldar las deudas de tres tarjetas de crédito, pasar unas felices navidades y, al año siguiente, llevarse un leñazo por parte de la Hacienda estadounidense en forma de impuestos por 20.000 dólares.

“Ya no nos divertimos”, admite Tom. “No hay ninguna clase de alegría real, porque incluso si nos vamos de vacaciones familiares o salimos a cenar, vamos a terminar utilizando una tarjeta de crédito”. Sin embargo, siguen intentando mantener las apariencias, viviendo en una urbanización a las afueras rodeados de vecinos que “tienen siete coches y vuelan a Italia cada tres semanas”. La situación de estrés ha conducido a la depresión a Kate y ha destruido a la familia. El matrimonio reconoce que no se divorcian porque no podrían permitírselo: “No podemos permitirnos vivir separados. Para nosotros, es más barato seguir juntos”, recuerda la mujer. Es en ese momento en el que Kate echa a llorar mientras reconoce que los niños no saben nada de su situación, y admite que había pensado que su vida adulta sería muy diferente.

No están solos

La narración termina con un toque aún más amargo, cuando Tom reconoce que no tienen dinero ni para permitirse “dormir” a sus perros sin recurrir a la tarjeta de crédito, algo que les ocurrió hace poco. “Hay un momento en el que llegué a pensar que iba a matar al perro con sus propias manos y me alegró saber que no fue así, que es la única emoción positiva que he sacado después de leer esto”, escribe en Twitter una usuaria que responde al nombre de Taffy Brodesser-Akner. Lo peor del desasosegante descenso del matrimonio a los ocho círculos del infierno crediticio es que no tiene pinta de que vaya a terminar ni pronto ni bien.

Foto: Foto: Efe/Julio Muñoz. Opinión

Lo más tentador es culpar a Tom y Kate por su candor económico y su arribismo social, que les ha conducido a convertirse en un equivalente de clase media a la decadente familia Amberson en 'El cuarto mandamiento' de Orson Welles. Sin embargo, es también una historia con moraleja sobre los rincones más oscuros del sector bancario, esos que condujeron a la crisis de la pasada década. El mecanismo por el cual la familia recibía nuevos créditos una y otra vez, aun sabiendo que probablemente no podrían pagarlos, es muy parecido al del funcionamiento de las hipotecas basura. Como recuerda Weissmann, “a los bancos no les gusta que saldes las deudas de tu tarjeta todo los meses, prefieren que acumules cada vez más pagando intereses, porque es más rentable”.

Un último recordatorio por parte del economista: la pareja no está sola. Es más, un amplio porcentaje de las familias que viven al mes en los países desarrollados no son de clase baja, sino media o media-alta. Como señaló un estudio realizado por dos profesores de la Universidad de Princeton y otro de la de Nueva York, entre un 25 y un 40% de las familias que carecen de liquidez se encuentran en este escalón social. También en España, donde alrededor del 20% de hogares viven en dichas circunstancias de fragilidad económica. Lo sorprendente es que muchas de estas familias tienen bienes, tanto inmuebles como de otro tipo, lo que les conduce a sobrevivir tirando de créditos que cada vez resulta más difícil devolver. ¿Algo que suelen tener en común? Que cayeron en la trampa después de invertir en una casa fuera de sus posibilidades económicas.

“Sinceramente, imagino que uno de nosotros morirá de estrés y nuestro seguro de vida lo pagará todo”, prevé Kate. “Sí, tenemos un buen seguro, estaríamos mejor muertos”, le responde Tom, su marido. Probablemente, el periodista Andrew Goldman no podía imaginarse que su artículo, uno más entre los publicados en la página de Wealthsimple, empresa canadiense de administración 'online' de inversiones, terminaría convirtiéndose en uno de los fenómenos virales de finales de 2018. Al fin y al cabo, es un medio minoritario sobre algo tan gris como las finanzas personales. Pero la historia de Kate y Tom es tan terrible y reveladora que ejerce una malsana atracción entre aquellos que la descubren.

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