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El delirante plan para evitar que el sexo acabase con el ejército americano
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OTRA GUERRA CONTRA LAS MUJERES

El delirante plan para evitar que el sexo acabase con el ejército americano

Ante el creciente riesgo de contagio, las autoridades inventaron una discutible medida para mantener a las tropas a salvo de la gonorrea y la sífilis

Foto: Entre rejas. (Cordon Press)
Entre rejas. (Cordon Press)

Año 1917. Submarinos, buques y barcos de guerra atacaban y se hundían sin previo aviso en el Atlántico. La Primera Guerra Mundial azotaba con fuerza y su efecto sacudía toda la sociedad. Quizá por eso, en esa fecha, se produjo un hecho que afectaría durante los años siguientes a todas las mujeres. Lejos del combate acuático, los funcionarios vinculados al gobierno estadounidense trazaron en aquella época un programa pensado para proteger a los reclutas que llegaban del ejército tras haber contraído enfermedades de transmisión sexual. Lo llamativo de la medida fue que toda la sociedad asumió que eran las prostitutas y otras mujeres promiscuas quienes contagiaban este tipo de afecciones. Las autoridades estadounidenses, ante el creciente riesgo de contagio, llegaron a la conclusión de que la única manera de mantener a las tropas estadounidenses a salvo de los flagelos de la gonorrea y la sífilis era limitar y controlar cualquier tipo de contacto con féminas.

La delirante medida para conseguirlo la cuenta el escritor Scott Wasserman Stern en su libro 'The Trials of Nina McCall', al explicar que la policía y los médicos de la época se vieron con el poder de realizar rudos exámenes físicos a todas las mujeres sospechosas de tener alguna enfermedad. Esta ofensiva se intensificó tras la aprobación de la Ley Chamberlain-Kahn, que establecía que toda mujer que se pasease sola cerca de una base militar podía ser detenida, encarcelada y obligada a pasar una revisión ginecológica.

Le comunicaron que padecía gonorrea, pero ella, confundida, espetó que nunca había mantenido relaciones sexuales con un hombre

Una de las mujeres que vivió este tipo de controles fue Nina McCall, la protagonista del libro. El escritor relata que una mañana de octubre de 1918, esta chica de 18 años, se topó, al salir de una oficina de correos en Michigan, con el ayudante del 'sheriff' del pueblo que le ordenó presentarse de forma inmediata ante el funcionario de salud local para un examen médico. Los resultados indicaron que estaba infectada de gonorrea. La joven, confundida, protestó y explicó que nunca había mantenido relaciones sexuales con un hombre. En ese momento, tal y como narra el escritor en su libro, el doctor se volvió hacia ella y gritó: “Jovencita, ¿me está llamando mentiroso?”.

Comenzaba así una época de controles indiscriminados a las mujeres realizados bajo el paraguas de la campaña de higiene social del gobierno estadounidense. Desde esa fecha, y hasta la década de 1960, miles de ellas fueron obligadas a someterse a controles ginecológicos, cuarentena y posterior detención.

Stern narra que, en los primeros años de la medida, no eran necesarias muchas pruebas para acusarlas. La policía local y el personal sanitario denunciaban a todas las que, a su juicio, eran demasiado coquetas, se divertían con los soldados o trabajaban como camareras.

Mujeres peligrosas

Otro de los casos recogidos en el libro es el de una mujer de un pueblo de Louisiana que, tras ser vista por varios policías cenando sola cerca de una base militar, fue examinada a la fuerza. Más grave era todavía el trato que recibían las mujeres negras. Stern reproduce en las páginas de su libro el comentario de un funcionario que decía que los negros eran “una raza empapada de sífilis”.

Durante esta época, todas las mujeres consideradas ‘peligrosas’ fueron puestas en cuarentena en cárceles, hospitales y burdeles rodeados con alambre de púas. Ante esta situación, las rebeliones por parte del sector femenino eran, como cabía esperar, frecuentes. En el 1918 se registraron numerosos altercados. En Los Ángeles, por ejemplo, cortaron las vallas que las retenían con cuchillos robados y en Seattle ataron a los guardias en sábanas. Las que se encontraban en cuarentena, dice Stern, “protagonizaban un disturbio a la semana”:

Foto: La ceremonia de entrega de la Cruz de Hierro, en 1941. (Bundesarchiv)

La medida triunfó en Estados Unidos. Pero la realidad es que no se inventó allí. Las autoridades americanas la importaron de Europa. En el París del siglo XIX, y bajo el llamado Plan Francés, ya se obligaba a las prostitutas a descubrir y mostrar sus genitales a los médicos. El remedio que se aplicaba a todas las que tenían alguna enfermedad era siempre el mismo: cárcel e inyecciones de mercurio. Con el tiempo se demostró que este tratamiento era ineficaz para las infecciones venéreas. Lo único que provocaba era algunos efectos secundarios como daños renales y erupciones cutáneas.

Y no fue hasta la década de 1940 cuando los médicos comprendieron que la penicilina podía eliminar la sífilis y la gonorrea. Cuando McCall, la primera protagonista del libro, entró en la cárcel, le inyectaron varias dosis de mercurio y otros compuestos elaborados a base de arsénico, dice Stern. Tiempo después se demostró que ella había dicho la verdad y no tenía ninguna enfermedad sexual. Al salir de la cárcel, varios grupos de mujeres animaron a la joven a demandar al gobierno por daños y perjuicios. Nina lo hizo y perdió el caso. Trazó, eso sí, en medio de una revolución marcada por los cambios y novedades en el terreno sexual, un debate legal que se mantuvo hasta bien entrada la década de los 60.

Año 1917. Submarinos, buques y barcos de guerra atacaban y se hundían sin previo aviso en el Atlántico. La Primera Guerra Mundial azotaba con fuerza y su efecto sacudía toda la sociedad. Quizá por eso, en esa fecha, se produjo un hecho que afectaría durante los años siguientes a todas las mujeres. Lejos del combate acuático, los funcionarios vinculados al gobierno estadounidense trazaron en aquella época un programa pensado para proteger a los reclutas que llegaban del ejército tras haber contraído enfermedades de transmisión sexual. Lo llamativo de la medida fue que toda la sociedad asumió que eran las prostitutas y otras mujeres promiscuas quienes contagiaban este tipo de afecciones. Las autoridades estadounidenses, ante el creciente riesgo de contagio, llegaron a la conclusión de que la única manera de mantener a las tropas estadounidenses a salvo de los flagelos de la gonorrea y la sífilis era limitar y controlar cualquier tipo de contacto con féminas.

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