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El hombre que se hizo pasar por médico sin saber del oficio y salvó a miles de bebés
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UN ESPECTÁCULO TÉTRICO PERO MILAGROSO

El hombre que se hizo pasar por médico sin saber del oficio y salvó a miles de bebés

Martin Arthur Couney realizaba 'shows' en los que exhibía neonatos en incubadoras. Gracias a eso pudo ayudar a miles de niños recién nacidos

Foto: Foto: iStock.
Foto: iStock.

Podría ser el argumento de una novela de Stevenson, pero no lo es. Tampoco es el de una película de ciencia ficción. La historia que viene a continuación es real como la vida misma. Y nunca mejor dicho porque eso, la vida, es lo que Martin Arthur Couney salvó a muchos bebés.

En el Brooklyn de los años 20, los médicos hacían pocos intentos por sacar adelante la vida de los bebés prematuros, pero había un lugar al que los padres desesperados podían acudir: Coney Island, una playa en el sur de Brooklyn conocida por su parque de atracciones y su feria de especímenes y bichos raros. Allí, junto a una noria, y entre el espectáculo de la mujer barbuda y el número estelar de un grupo de enanos, estaba la exposición de Martin Couney. Bebés de incubadora. Todo el mundo ama a un bebé, rezaba el inquietante cartel que recibía a todo el que se acercaba. Como lo leen. En medio de una feria este doctor estaba poniendo en práctica una técnica de vanguardia.

Identidad desconocida

Pero, ¿quién era el Dr. Couney? Poco se sabe de él. El escritor Dawn Raffel acaba de publicar un libro titulado 'El extraño caso del Dr. Couney: Cómo un misterioso deportista europeo salvó a miles de bebés estadounidenses'. En sus páginas, el autor relata la vida de este médico que, con confusa titulación universitaria, sacó adelante a miles de neonatos e introdujo la técnica de la incubadora en el mundo entero.

Aunque el doctor no conseguía salvar a todos los niños, la tasa de supervivencia se cifró en un 85%

Los escasos datos que hoy se conservan sobre Couney revelan que nació en Prusia en el 1869 bajo el nombre de Michael Cohn y que después, al emigrar a Nueva York a los 18 años, cambió su identidad. En ningún registro figura su credencial médica y, aunque solía afirmar que era el pupilo del médico francés Pierre-Constant Budin, no hay pruebas de esta teoría. Lo que sí es cierto, y eso puede comprobarse gracias a los testimonios de los bebés que pasaron por sus manos, es que, durante más de 40 años, fue la única esperanza médica en los nacimientos prematuros que se produjeron en el Nueva York de su época. No en vano, Raffel calcula en su libro que este personaje salvó entre 6.500 y 7.000 vidas.

Además, el autor relata la historia de varios casos reales como el del matrimonio Conlin que, desesperado, acudió a este doctor. Raffel cuenta la historia de Marion Conlin que, tras dar a luz a gemelos antes de los esperado, recibió de su médico la noticia de que una de las niñas ya estaba muerta y que la otra tampoco viviría. Pero… ¡Milagro! La desesperación llevó a los padres a poner en las manos de Couney la vida de su hija Lucille que, por cierto, falleció bastante más tarde de lo que predijeron los médicos. Exactamente, 96 años después. Ella, como muchos otros niños, le debe su vida a un doctor que, con métodos tan poco convencionales como polémicos, salvó a miles de bebés prematuros y deshauciados en el hospital a base de exhibir sus cuerpos diminutos en incubadoras de feria.

Feriante, polémico y… pionero

Couney era, ante todo, una persona observadora. Descubrió las incubadoras a finales del siglo XIX en una feria de Francia y, como explica el autor del citado libro, “rápidamente comprendió el potencial que tenían como espectáculo y se las llevó a Estados Unidos”. Sí, así comenzó Couney su historia: paseando las incubadoras por las ferias locales hasta que, en 1903 y debido al tremendo éxito que estaba teniendo, abrió su “establecimiento” en Coney Island.

La oposición, al principio, fue mayúscula. Fue acusado de farsante, de explotar a los bebés y más barbaridades, pero él siempre reivindicó su tarea médica. Decía que, en realidad, dirigía una pequeña clínica. Tenía empleados a médicos, enfermeras y nodrizas. Y además, no cobraba a los padres de los niños. Costeaba su trabajo con el dinero que pagaban los espectadores.

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Foto: Wikimedia.

Hace años, un reportero del periódico 'Brooklyn Eagle' publicó un artículo titulado: 'El lugar más extraño de la tierra para alimentar y cuidar a bebés'. En él, explicaba que los niños que llegaban a las manos del doctor recibían un cuidado exquisito. Las enfermeras los bañaban, frotaban con alcohol y los los envolvían en pañales. Después los pasaban a un incubadora que mantenía una temperatura de más de 36º.

Showman salvavidas

Pero además de los cuidados, Couney sabía que, para mantener el negocio, tenía que hacer de él un espectáculo. Por eso se convirtió en 'showman' de su propio invento. Todos los días, explica Raffel, llamaba la atención de los visitantes con una consigna bien estudiada: "¡Todo el mundo ama a un bebé, no lo olviden!”.

La mayoría de los jóvenes pacientes se iban a casa en un par de meses. Y aunque el doctor no conseguía salvar a todos los niños, la tasa de supervivencia se cifró en un 85%. A pesar de todo, el método de Couney vivió varios escándalos hasta que, con el tiempo, empezó a asentarse el éxito de su tarea.

Sacó adelante a miles de neonatos e introdujo la técnica de la incubadora en el mundo entero

En 1939, en Chicago, se celebró una convención a la que acudieron muchos de los niños que, años atrás, habían pasado por las incubadoras. Una de las asistentes, cuenta el autor del libro, fue la hija del matrimonio Conlin que, con 19 años, trabajaba ya como enfermera. Tres décadas después de su descubrimiento ambulante, Couney intentó vender, e incluso donar, a varios hospitales sus incubadoras. Todos las rechazaron hasta que, en el 1943, el Hospital Cornell de Nueva York inauguró la primera planta dedicada al cuidado de niños prematuros. Fue entonces cuando el doctor cerró su 'show' médico y exclamó: “Ahora sí que he hecho bien mi trabajo”.

Cuando falleció, en 1950, Couney tenía 80 años, muchas vidas a la espalda y una historia que contar. Decía don Sebastián, el amigo de don Hilarión en 'La verbena de la Paloma' que “hoy las ciencias avanzan una barbaridad”. ¿Avance? ¿Ciencias? ¡Avance fue el que este pseudoctor se sacó de la manga en el Brooklyn de los años 20!

Podría ser el argumento de una novela de Stevenson, pero no lo es. Tampoco es el de una película de ciencia ficción. La historia que viene a continuación es real como la vida misma. Y nunca mejor dicho porque eso, la vida, es lo que Martin Arthur Couney salvó a muchos bebés.

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