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Los corteses caníbales que introdujeron en su dieta a Juan Díaz de Solís
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Los corteses caníbales que introdujeron en su dieta a Juan Díaz de Solís

Hombre de ceño fruncido, tenía todo el viento a favor para ser un marino de fama y prestigio, pero no le daría tiempo a ello. Los azares del destino le dieron un final trágico

Foto: Descubrimiento de Río de la Plata. (Wikimedia Commons)
Descubrimiento de Río de la Plata. (Wikimedia Commons)

La condición de carnívoros de los seres humanos –con la salvedad de la de aquellos descarriados herejes que le pegan a lo verde–, es probable que surgiera con el descubrimiento del fuego y los valores añadidos que esto supuso para hacer más atractiva la ingesta del condumio.

Asimismo, dice la sabiduría popular que no es muy recomendable para un explorador acercarse a hacer aguada, coger bayas o frutas, zascandilear o pillar algún lechón despistado de los que corretean alegremente por los pagos, o en definitiva, aprovisionarse donde habitan gentes que se liman la dentadura con esmero, exhiben huesos de dudosa procedencia entre sus abalorios y sonríen mostrando su argumentada dentadura con ánimo de intimar con el futuro interfecto al tiempo que intimidarlo con una extraña e inquietante mirada que no sugiere nada bueno. A quienes reúnen estas características, por lo general, las gentes de “bien”, les han adjudicado el nombre de antropófagos.

Las tres carabelas de Díaz de Solís salieron de Sanlúcar de Barrameda en 1515. Puso rumbo hacia Brasil y continuó hacia lo que es hoy Uruguay

En aquella época tan hipnótica y prometedora, tan sugerente a la vez que atroz, en que la humanidad de siempre descubre y sorprende ingratamente a esa humanidad apostada al otro lado del Atlántico para civilizarlos, docenas de marinos, soldados, cartógrafos y gentes con necesidad de un porvenir alejado de las inevitables y tediosas rutinas de vidas poco oxigenadas sueñan con la cautivadora seducción y el esplendor de las puestas de sol allá donde el horizonte indica hacia el oeste.

De entre los muchos navegantes que partieron hacia lo ignoto destaca por derecho propio un andaluz de Lebrija, piloto mayor y cartógrafo, licenciado cum laude en las artes del mar en la Real Casa de la Contratación de Indias, institución que a partir de 1503 se crearía para fomentar, controlar y regular el comercio y la navegación con los territorios españoles de ultramar.

placeholder Obelisco a Díaz de Solís en Uruguay. (Wikimedia Commons)
Obelisco a Díaz de Solís en Uruguay. (Wikimedia Commons)

Juan Díaz de Solís se llamaba este ilustre marino al que los azares del destino dieron un final más que trágico. Hombre de ceño fruncido y cara de rasgos muy marcados por la agresión propia del sol inclemente y la permanente erosión de la sal marina, tenía todo el viento a favor para ser un marino de fama y prestigio; pero no le daría tiempo para ello. En 1513 se revela por Núñez de Balboa la existencia de un mar situado más allá de las tierras descubiertas por Colón, llamado luego Océano Pacífico. Esto esbozaba la posibilidad de llegar a la India a través de algún paso eludiendo el obstáculo natural del entero continente. En busca de esa gloria, partió desde Sevilla.

La ruta alternativa que no fue

Era el año del Señor de 1515 cuando salieron de Sanlúcar de Barrameda tres carabelas con una dotación de sesenta hombres. Tras hacer aguada en Tenerife, Solís puso rumbo hacia la costa de Brasil y continuó hacia el sur en lo que actualmente es el territorio configurado por la República de Uruguay. En los primeros días de febrero de 1516, descubrieron un inmenso estuario de unas aguas dulces y de color canela impregnadas por el barro de aluvión. El entonces piloto mayor fue consciente de que podría estar –aunque a la postre su apreciación se demostró errónea–, ante una salida alternativa al tan ansiado Océano Pacífico, y por ende, a las Indias Orientales; en aquel tiempo, ruta alternativa objeto de intensa búsqueda por toda la pléyade de navegantes de la época. Percatado finalmente de su espejismo, bautizaría aquella ingente masa de agua como el Mar Dulce, que en su devenir acabaría conociéndose como Río de la Plata.

Para más morbo, la barbacoa se hizo a la vista de la tripulación restante que desde la carabela observaba con impotencia la carnicería

Cuando estaban bordeando la ribera uruguaya del estuario, los indios locales –no se sabe con precisión si guaraníes o tributarios de estos–, seguían a la carabela destacada con una atención más que sospechosa por el contento que demostraban, hecho este que no encajaba bien con las fundadas sospechas que albergaban algunos de los tripulantes de la carabela. A pesar de las prevenciones tomadas y de que bajaron una decena aproximada de hombres bien armados y apoyados con perros, desde la nave se seguía con inquietud el desembarco.

placeholder Mapa de Río de la Plata. (Wikimedia Commons)
Mapa de Río de la Plata. (Wikimedia Commons)

En un primer momento, las demostraciones de amistad y la perentoria necesidad de conseguir víveres frescos sumaron confianza entre los españoles, que se adentraron en el poblado indígena. Pero ese lugar común llamado realidad tiene muchas aristas y lecturas. Los nativos eran más bien de los que les “ponía” la barbacoa y cuando se les acabó el disimulo, pasaron a la acción.

Emboscados en las lindes de la foresta, esperaban a los prevenidos españoles una horda de dos centenares de aborígenes con hambre atrasada. Entonces, una auténtica avalancha subordinada a un griterío estremecedor cayó sobre ellos con una lluvia de flechas envenenadas y boleadoras. No sobrevivió más que un mozalbete de nombre Francisco del Puerto, el grumete de la expedición, que tal vez por su condición de barbilampiño y su notable corta edad fue indultado por aquella horda exultante, quedando cautivo hasta que en al año 1527 seria rescatado por la expedición de Juan Caboto.

¿Qué enfadó a los indígenas?

El canibalismo guaraní se distinguía por la forma estudiada en que se desarrollaba el ritual sacrificial y las diferentes etapas conducentes hasta darles el finiquito a los prisioneros de guerra. Las mujeres y los niños no eran ni maltratados ni ingeridos por estos corteses caníbales que, todo hay que reconocerlo, tenían sus modales. El criterio que prevalecía como coartada para el festín era el de impregnarse de las virtudes del guerrero enemigo caído en combate. En el caso de los guerreros que atacaron a Solís y sus hombres fue algo visto y no visto. Para más morbo, la barbacoa se hizo a la vista de la tripulación restante que desde la carabela observaba con impotencia la carnicería y posterior desenlace.

El jesuita irlandés Lucas C. Marton, erudito e investigador profundo de todo lo concerniente a estos hechos, sostiene que los desembarcados pudieron haber cometido algunas tropelías antes de pasar a mejor vida. Este hecho se sustenta en que el conjunto de los guaraníes eran muy hospitalarios y rara vez entraban en conflicto a no ser que fuera por causa mayor. La historia de Solís nos revela lo peculiar y expeditiva que podía ser la gastronomía local en aquellas latitudes y, como dicen los galenos, la dieta ha de ser siempre variada. Un aviso a navegantes.

La condición de carnívoros de los seres humanos –con la salvedad de la de aquellos descarriados herejes que le pegan a lo verde–, es probable que surgiera con el descubrimiento del fuego y los valores añadidos que esto supuso para hacer más atractiva la ingesta del condumio.

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