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Así son los delincuentes rurales: "Somos los putos amos del pueblo"
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DELINCUENCIA EN EL CAMPO

Así son los delincuentes rurales: "Somos los putos amos del pueblo"

En el entorno rural los 'sospechosos habituales' tienen sus peculiarides, son conocidos de la Guardia Civil y se dedican al menudeo, los robos en naves industriales y las peleas

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Isidoro ha dejado los papeles por ahí, tirados de cualquier manera sobre el salpicadero de la furgoneta. Es una condena en firme, tras juicio rápido, por conducir borracho. “Lo que me jode un poco es que ya tengo antecedentes, ¿sabes?”, dice antes de entrar en la casa donde guarda las plantas de marihuana. “Empecé porque me venía bien para los nervios y luego fui pasando a los colegas que me pedían. En realidad no es tanto un negocio como un favor que les hago con lo que me sobra”, dice sonriendo en un chalé con las paredes llenas de hongos por la humedad. El Isi, a sus 43 años, maneja sus trapicheos por la zona de Guadarrama y ya apenas sale porque va teniendo “una edad”. “Yo soy jardinero, pero jardinero de verdad, de arreglar jardines, lo de las drogas es un extra, ¿sabes?”, asegura.

Su perfil se asemeja al de tantos hombres del entorno rural que menudean con estupefacientes, se apuntan con la pandilla a algún robo seguro en un inmueble vacío o se meten en algún lío de compraventa de maquinaria robada. “En general, el delincuente del pueblo es conocido por la Guardia Civil y según la clase de delito que se cometa ya sabes más o menos quiénes son los candidatos”, explica Juan, un veterano agente del instituto armado, que es quien tiene responsabilidad sobre seguridad ciudadana en los núcleos de menos de 40.000 habitantes. “¡Siempre que pasa algo soy yo el culpable!”, se ríe el guardia recordando la reacción que tienen estos “sospechosos habituales” cada vez que se acerca a interrogarlos. “Aunque ha cambiado en los últimos años, la relación con los delincuentes en los pueblos es muy distinta que en las ciudades. Lo normal es que los conozcas desde que eran chicos y te hayas tomado algo con ellos o los veas en los mismos bares a los que vas”, explica.

Un agente local de Puerto Serrano, Cádiz, perdió un ojo a manos de los hermanos Cachimba

Uno de los cambios fundamentales que se ha dado en los últimos años es el del robo a gran escala de productos agrícolas. “Por ejemplo, se ponen de acuerdo varios de fuera y te dejan un olivar sin aceitunas en una sola noche”, relata este experimentado guardia civil. Para combatir esa nueva delincuencia “extensiva” se creó el ROCA, acrónimo de Robos en el Campo, pero según explica el agente “somos los mismos que antes, pero ahora también metidos en esos grupos. En realidad no hay más efectivos”. "Depende del tipo de delito más o menos ya sabemos si es gente local o son de fuera", explica el guardia, que cree que la tipología del delincuente del medio rural "es bastante repetitiva en las zonas del interior y en los pueblos más o menos pequeños".

Otro de los cambios que aprecia el agente es que “ahora ya casi no estamos dentro de los pueblos, sino en las carreteras o en las cercanías, pero no en la misma localidad porque allí tienen sus policías locales”. Precisamente, eso fue uno de los grandes problemas que originaron que un agente local de Puerto Serrano, Cádiz, perdiera un ojo a manos de los hermanos Cachimba, “los putos amos del pueblo”. La situación le desbordaba y la Guardia Civil, aunque tiene un cuartel en el municipio, no estaba para patrullar, sino haciendo controles en las carreteras aledañas.

Todos en los mismos bares

Los hermanos Cachimba son una hipérbole de los “piezas” de cada pueblo. Los agentes y los abogados locales los conocen. También, por supuesto, los vecinos. Van a las mismas discotecas o pubs que los demás y son la comidilla local. “Yo hubo un momento que me tuve que marchar porque tenía una fama agobiante, todos cuchicheaban al verme pasar”, explica Pedro. Desde los 13 años se había metido en todos los líos posibles: gamberrismo, peleas y robos en casas vacías. También menudeo de drogas. Después, fue el “encargado” de un prostíbulo de esos que iluminan las carreteras secundarias españolas. Pero más tarde, pasada la veintena, sentó la cabeza y entró a trabajar en una cementera. “Llevaba ya años como un currito normal y todavía me miraba la gente mal. Me cansé”. Pedro se mudó a la ciudad.

Carlos, de 37 años, no piensa cambiar. Ni, por supuesto, trabajar. Sentar la cabeza no parece que entre dentro de sus planes. Su perfil no es peligroso. “Soy un tío muy divertido, la gente se descojona conmigo”, dice sosteniendo a las diez de la mañana una lata de cerveza. “Yo no soy nadie sin mi ‘yonkilata’”, explica y subraya sus palabras con una risa floja y un trago. Carlos vive en la sierra de Madrid y se mueve entre Torrelodones y San Lorenzo “buscándome la vida”. Principalmente roba mobiliario de los bares que mete en la misma furgoneta en la que vive. Ha tenido muchos encontronazos con la policía local de Torrelodones, donde está el jardín (ajeno) que usa para dormir. “Son unos cabrones, no me dejan en paz”, se lamenta, aunque tiene miedo de acabar en prisión porque un día “le pegué un guantazo a mi negra y eso los jueces no lo perdonan”.

Los casos más habituales a los que se enfrentan los abogados son "los robos en las naves industriales por parte de bandas"

“La violencia en el entorno rural no es frecuente, pero cuando sucede es bastante peligrosa porque mucha gente tiene armas en su casa”, precisa el médico abulense Carlos Martínez, durante muchos años responsable de los peores casos de urgencias de la provincia. Un extremo en el que coincide Miguel, abogado en el turno de oficio en la provincia de Ávila: "Aunque las reyertas que acaban a tiros no son frecuentes". Para este letrado, que ejerce en una población de poco más de mil habitantes, los casos más habituales a los que se enfrenta son "los robos en las naves industriales por parte de bandas". También, y de eso sabe mucho Carlitos, de Torrelodones, "el robo de cobre y otros materiales". Por supuesto, el menudeo de drogas blandas y "las típicas tres plantas de marihuana que nosotros tratamos de vender como si fueran para consumo propio". También tiene que mediar con frecuencia en riñas con amenazas.

El Isi monta de nuevo en la furgoneta. En la parte trasera lleva un perro con el que convive. “Tengo unos trabajos por ahí, todo sin hacer daño a nadie”, dice antes de agitar la mano y desaparecer por una de esas carreteras secundarias por las que también transita la pequeña delincuencia rural.

Isidoro ha dejado los papeles por ahí, tirados de cualquier manera sobre el salpicadero de la furgoneta. Es una condena en firme, tras juicio rápido, por conducir borracho. “Lo que me jode un poco es que ya tengo antecedentes, ¿sabes?”, dice antes de entrar en la casa donde guarda las plantas de marihuana. “Empecé porque me venía bien para los nervios y luego fui pasando a los colegas que me pedían. En realidad no es tanto un negocio como un favor que les hago con lo que me sobra”, dice sonriendo en un chalé con las paredes llenas de hongos por la humedad. El Isi, a sus 43 años, maneja sus trapicheos por la zona de Guadarrama y ya apenas sale porque va teniendo “una edad”. “Yo soy jardinero, pero jardinero de verdad, de arreglar jardines, lo de las drogas es un extra, ¿sabes?”, asegura.

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