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Las guerras de todos los días por aparcar (y por qué nos sacan de quicio)
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POLÍTICA E IDENTIDAD EN EL APARCAMIENTO

Las guerras de todos los días por aparcar (y por qué nos sacan de quicio)

Una profesora de la Universidad de Hawái explica en su libro qué factores relacionados con el poder, la justicia y la autoridad se ponen en juego cuando discutimos por el aparcamiento

Foto: La pelea por convertirse en la autoridad. (iStock)
La pelea por convertirse en la autoridad. (iStock)

Para la mayoría de conductores, no hay nada peor que los atascos. Desde luego, pasar horas y horas parado en una inacabable cola de automóvil no es plato de buen gusto. Lo que muchos pasan por alto cuando expresan su frustración es que hay otro momento en el que se experimenta un sufrimiento aún mayor, aunque el carácter transitorio del mismo quizá haga que nos olvidemos rápidamente de él. Se trata de la lucha por el aparcamiento, ese bien tan escaso en las grandes ciudades en hora punta y que, como la muerte, debería tratarnos igual a todos. Lo cual quiere decir que no tiene dueño… ¿o, quizá, que el dueño somos nosotros?

Las discusiones, enfrentamientos y tensiones por una plaza de 'parking' son tremendamente habituales. En ocasiones, aunque no sea lo habitual, puede conducir al asesinato. Los españoles pasamos 96 horas de media al año buscando aparcamiento. Sin embargo, raramente nos preguntamos por qué esta faceta de nuestra vida como conductores nos causa tanta indignación. Como suele ocurrir con todo aquello que pensamos que no está estudiado (pero en realidad sí), hay un libro llamado 'Politics of Parking: Rights, Identity and Property' escrito por la profesora de la Universidad de Hawái Sarah Marusek que intenta desvelar este lado oscuro del aparcamiento.

Buscar aparcamiento estimula tres de las peores sensaciones: ansiedad, furia y orgullo

En opinión de la autora, este acto aparentemente inocuo pone a prueba nuestras concepciones de la justicia, de la propiedad privada y de la igualdad social. “Ya que es tan ubicuo y banal, el aparcamiento es un espacio único de ley con cualidades cotidianas”, escribe la autora en el primer capítulo del libro. “Aquí, la ley tiene lugar en la calle y no en los tribunales. Es llevada a cabo por actores que no tienen formación legal y que interactúan con signos y símbolos que no forman parte de una jerga formal”. Es decir, tenemos que organizar nuestras peleas por el 'parking' –especialmente en lo que respecta a quién tiene derecho a la plaza– sin que haya una autoridad presente.

¿Quién manda aquí?

Esto provoca que la lucha por una plaza de aparcamiento fomente algunos de los peores sentimientos que podemos experimentar como ciudadanos. Como explica un artículo de 'The Outline' que intenta entender por qué este acto nos pone tan nerviosos, son tres las emociones que emergen. Por una parte, la ansiedad cuando se vislumbra por fin un hueco (al ser conscientes del alto coste de oportunidad), la furia cuando tenemos que enfrentarnos a otro conductor por él y el orgullo cuando finalmente encajamos nuestro automóvil. Quizá también realización plena si aparcamos el coche bajo la sombra un caluroso día de verano.

placeholder Oops. (iStock)
Oops. (iStock)

Porque la gran pregunta es cómo se obtiene el derecho a determinada plaza de aparcamiento, algo habitualmente ligado al muy subjetivo “yo lo vi antes”. La respuesta suele generar suspicacia, como ocurre con uno de los ejemplos que Marusek pone en el libro: ¿por qué sentimos tanto recelo ante las personas que aparcan en las plazas para discapacitados? Como explica, no basta con que tengamos la documentación requerida, sino que las reglas “informales” exigen de una forma u otra que “se note”. “Se espera que vayas en muletas o en silla de ruedas, aunque la ley ampare un gran número de discapacidades”, recuerda la autora. Si, como hacía Homer Simpson para aparcar donde no debía, el conductor no sale arrastrando una pierna, el resto se sentirá engañando, como si le estuviesen arrebatando lo que es suyo.

Esa es otra de las convenciones no explícitas de los aparcamientos. Que, a pesar de ser espacios públicos, instintivamente pasan a ser considerados como propiedad privada en base a una serie de criterios más o menos artificiales. Basta con echar el vistazo a algunas discusiones en foros de la red sobre este aspecto para recordar cómo nos afanamos en encontrar principios legislativos que nos den la razón aunque el único principio es, básicamente, que se lo queda el primero que inicie la maniobra de aparcamiento. Se trata de una cuestión de urbanidad y de convivencia cotidiana, que en su lado oscuro, se parece más a una lucha por el poder y erigirse en esa autoridad ausente.

La habilidad para encontrar sitio es pura supervivencia en una sociedad donde las plazas de aparcamiento son presas para conductores

La autora reproduce al comienzo del libro un fragmento de un artículo humorístico de Andy Raskin, en el que bromeaba explicando que utilizaba sus dotes como habilidoso rastreador de buenos sitios para impresionar a sus ligues. En su historia, el macho se ocupaba de encontrar aparcamiento, como el cazador-recolector de una tribu prehistórica. Para Marusek no es ninguna tontería, ya que representa de manera irónica cómo “la habilidad fundamental de encontrar y apoderarse de una plaza de aparcamiento forma parte de la supervivencia básica en la sociedad contemporánea del automóvil donde son presa para conductores voraces”.

El valor de la propiedad

Este ruido y furia por adelantarnos a nuestros competidores dice también mucho de nuestras concepciones de la propiedad. Como explica el artículo anteriormente citado, los estadounidenses –pero muy probablemente no solo ellos– tienen una mentalidad en la cual el esfuerzo del trabajo está ligado directamente con la propiedad. Dicho de otra manera, se piensa que el mero hecho de haber pasado largos minutos peleando por una plaza, circulando por estrechas inhóspitas y jugándonos la vida (y la de los peatones) nos hace merecedores de ese sitio que hemos obtenido con el sudor de nuestra frente.

Foto: Uno de los pocos lugares donde el transporte público es más eficiente. (iStock) Opinión

¿Meritocracia circulatoria, por lo tanto? La socióloga recuerda que el automóvil es, al mismo tiempo, uno de los grandes signos de poder y estatus económico, que puede mostrar tanto “gustos, inclinaciones políticas e ingresos” como ser utilizado como un arma. “Te protege y te proporciona esa clase de poder que todos perseguimos en nuestras vidas intensamente moderadas”, señala el artículo de 'The Outline'. La ley regula muchos aspectos de nuestra vida, pero aquellos que no son arbitrados por ella corren el riesgo de convertirse en una arena de lucha donde reaparezcan nuestros instintos más primitivos. Los parkings son “uno de los pocos públicos espacios en el que los ciudadanos se sienten incentivados para vigilar y regañar a aquellos que no siguen las reglas de etiqueta”.

“Tan común como parece ser, aparcar invoca la furia como respuesta a las dimensiones del poder que se manifiestan en el aparcamiento”, explica la socióloga en su libro. “Tales niveles pertenecen a diferentes demostraciones de la autoridad, ya sea informal o formal”. “En muchos sentidos, adueñarse de la plaza de parking de alguien se parece a colarse en la cola de la tienda”, recuerda en otro momento, de forma más terrenal. La próxima vez que discuta con otro conductor por hacerse con ese hueco que usted, y no él, ha visto antes, recuerde que debajo de sus furiosas palabras hay una elocuente manifestación de nuestras ideas sobre la justicia, el mérito y el poder. Ese sitio es mío.

Para la mayoría de conductores, no hay nada peor que los atascos. Desde luego, pasar horas y horas parado en una inacabable cola de automóvil no es plato de buen gusto. Lo que muchos pasan por alto cuando expresan su frustración es que hay otro momento en el que se experimenta un sufrimiento aún mayor, aunque el carácter transitorio del mismo quizá haga que nos olvidemos rápidamente de él. Se trata de la lucha por el aparcamiento, ese bien tan escaso en las grandes ciudades en hora punta y que, como la muerte, debería tratarnos igual a todos. Lo cual quiere decir que no tiene dueño… ¿o, quizá, que el dueño somos nosotros?

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