Richard Hawkins, el pirata al que mintió Beltrán de Castro
Hacia junio de 1594 llegaría como quien no quiere la cosa a la Bahía de San Mateo, en la costa de Ecuador, adentrándose en ella con no se sabe qué extrañas intenciones
La verdad es que se ha mitificado a la piratería inglesa a través de la literatura de género y de películas pésimamente documentadas, pero pretenciosamente diseñadas para el consumo de masas desinformadas que en sus más profundos anhelos deseaban identificarse con el malo reciclado a bueno, con un bueno de dudosa moralidad o con los desharrapados perdedores que combatían al “malvado” Goliat.
En busca de un entretenimiento banal, pero que a la postre con el gota a gota de una mentira repetida una y mil veces hasta la saciedad se convierte en dogma irrebatible, la otra cara de la verdad se revela mucho más trágica que la alegre y desenfadada que nos muestra una historia sesgada y retorcida hasta la saciedad. La piratería nunca llegó a estar en situación de colapso ciertamente, porque los reyes de Inglaterra nunca respetaron ningún tratado de paz y en los periodos “valle” agitaron el corso para mantener la recaudación por otros medios; pero las pérdidas sufridas por la más libre acepción (léase piratería) de esta sufrida tarea de expropiar a los viandantes del océano, o la más seria –la del corso–, legitimada por la propia Corona de Su Graciosa Majestad; fueron objetiva y estadísticamente, dantescas.
Los Hawking alternaban la piratería con el corso con una habilidad digna de encomio hasta que se les acabó el chollo
Hoy viene a nuestras páginas una historieta –porque darle el sesgo de historia es una imprudencia temeraria–, en la que un alegre pirata se da de bruces con la realidad. La España de aquella época (siglos XVI y XVII) era un coloso cuyas propiedades terrenales tenían muchos pretendientes, la mayoría, dedicados al dolce far niente o vida muelle.
Una saga de depredadores
De entre esa caterva de maulas metidos a activos y entregados gestores de la propiedad ajena, hay uno que destaca particularmente por sus patológicas habilidades. Richard Hawkins, hijo de John Hawkins y sobrino de William Hawkins, lo llevaba en la sangre. Los tres eran depredadores naturales, ladrones doctorados en la más alta maestría que vieron los tiempos; esto es, la de trasladar cosas de un lugar a otro sin conocimiento de los afectados o contra la voluntad de los mismos. Eran una saga que valía ora para un roto ora para un descosido, alternaban la piratería con el corso con una habilidad digna de encomio hasta que se les acabó el chollo. Los dos primeros lo pasaron bastante mal en su relación con los españoles, pagando un alto grado por su inveterada osadía y el tercero, faltaría groseramente a la palabra dada a los portugueses infringiendo todos los acuerdos que había entre ambos países.
Rodado en las lides marinas de la época –con 18 años ya había hecho más de 30.000 millas náuticas la criatura–, sería el primer marino ingles que visitó las Galápagos. En cualquier caso, ya se le había adelantado un clérigo español una primavera del año 1535, –el obispo español Tomás de Berlanga– mientras realizaba una expedición hacia el Perú.
A su compinche de correrías, Francis Drake, le hizo un rodaje inolvidable en el Caribe español, inolvidable porque no atinó con ninguno de sus objetivos y tuvo que darse a la fuga un par de veces. Participaría en los prolegómenos de la batalla contra la mal llamada Armada Invencible al mando del Swallow, una pequeña fragata de 32 cañones, cubriéndose de gloria, pues en la intervención no llegaría a disparar su artillería habida cuenta de la enorme humedad que había asimilado la pólvora embarcada. En otro nuevo fracaso, allá por 1590, acompañando a su padre con la arriesgada y romántica idea de capturar la Flota de Indias, el crápula colisionaría en alta mar con otra nave compañera haciéndole una vía de agua de tamaño natural. Al final, los delirios de grandeza cuando no son reconocidos como tales por el abonado a esa forma de etéreo pensamiento, se pagan caro. La entera flota inglesa en regimen de corso, volvería con las bodegas vacías a Plymouth.
Cabe la posibilidad de que Richard Hawkins quisiera actuar como el geógrafo que pretendía ser, pues así lo sostenía en un escrito muy erudito
Pero el delirirum tremens le llegaría a este paladín del saqueo a domicilio cuando en su prolija atención a lo que no era suyo se le ocurrió visitar el Océano Pacífico con el objeto de ampliar sus conocimientos sobre la geografía de la propiedad.
Las operaciones inglesas en aguas del Pacifico en los años contenidos dentro del siglo XVI son todas ellas. sin adjetivos paliativos, operaciones de corso. La Corona Española entendía que cualquier navegante no español que hollaba este océano debería de ser tratado como un pirata y, en consecuencia, aplicarle todo el peso de la ley, que consistía básicamente en ejecuciones sumarias sin más preámbulos ni formalidades.
Una oportunidad para echarle el guante
Cabe la posibilidad de que Richard Hawkins quisiera actuar como el geógrafo que pretendía ser, pues así lo sostenía en un escrito muy erudito y profuso en detalles realizado en sus años de retiro al final de sus días entre los humanos. Pero la realidad pura y dura, era que las naves inglesas iban indefectiblemente asociadas al saqueo, y la memoria colectiva de sus víctimas, la alimentada en los hechos, era irrefutable.
Cuando la Dainty, un barco construido originalmente por su padre y usado en sus expediciones de saqueo solapado y cobijado entre sus pares de oficio, se dedicó a la “exploración” de la costa oeste sudamericana, no albergaba dudas sobre sus intenciones.
Hacia junio de 1594 llegaría como quien no quiere la cosa a la Bahía de San Mateo, en la costa de Ecuador, adentrándose en ella de manera inequívoca con no se sabe qué extrañas intenciones. Si hubiera querido hacer aguada u obtener alimentos, con unos mínimos de previsión, le habría bastado. Pero las guarniciones ya estaban sobre aviso y se le trató sin contemplaciones. Una flota española bajo el mando de Beltrán de Castro, advertida de la presencia del corsario, lo perseguiría incansablemente durante una jornada interminable con costa a la vista. Hawkins. en gran desventaja, se defendería dignamente, pero las ganas acumuladas por sus adversarios y la oportunidad de echarle el guante eran más que prometedoras.
Gravemente herido y con la tripulación en cuadro, anulada la nave por la lluvia de fuego a la que fue sometido el buque corsario, con abundante serrín sobre cubierta para evitar indeseables patinazos por la sangre derramada, seriamente tocado y con varias vías de agua, se rendiría bajo la promesa de un tratamiento correcto y honorable.
Pero pese a la promesa del comandante español Beltrán de Castro, sería arrestado por la Inquisición y trasladado a Lima. Hacia el año 1597 y postrado en un húmedo calabozo, al borde de la locura por la falta de luz y la inquina de los carceleros que pretendían quemarlo vivo por hereje, Hawkins sería enviado a España cargado de cadenas. Cerca de siete años duraría su lamentable condición de preso en las cárceles de Sevilla y Madrid.
"Volviéndole a buscar de largo trecho / aquí veréis al uno abierto el pecho / al otro la cabeza dividida", escribió Lope de Vega
En 1602 tras una experiencia para olvidar, volvería a Inglaterra, donde sería nombrado caballero en 1603. Nunca más se dedicaría a levantar mapas ni a explorar nada de nada. Al parecer se quedó sin fuelle tras su experiencia carcelaria y se dedicó con fruición y deleite a la poesía. Mejor.
Esta escaramuza sería inmortalizada por Lope de Vega en 'La Dragontea' con estos explícitos versos cerrados:
Este deja tullido, aquel contrecho;
allí no mata al otro a la venida,
y mátale después de recudida.
Volviéndole a buscar de largo trecho;
aquí veréis al uno abierto el pecho,
al otro la cabeza dividida;
allá tendido un cuerpo, ya sin brazos,
acá deshecho el otro en mil pedazos.
No sé si los herederos de Hawkins leerían a Lope, pero de ser así, se lo habrían pensado.
A la memoria de Javier Valdez y los 146 periodistas asesinados o desaparecidos desde el año 2000 en Méjico.
La verdad es que se ha mitificado a la piratería inglesa a través de la literatura de género y de películas pésimamente documentadas, pero pretenciosamente diseñadas para el consumo de masas desinformadas que en sus más profundos anhelos deseaban identificarse con el malo reciclado a bueno, con un bueno de dudosa moralidad o con los desharrapados perdedores que combatían al “malvado” Goliat.
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