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El día a día de una prostituta de 'batalla' y otra de lujo
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El día a día de una prostituta de 'batalla' y otra de lujo

Viko y Margarida son prostitutas satisfechas con su trabajo, aunque cada una de ellas lidia con "los estigmas sociales" de su profesión de un modo muy distinto

Foto: (Enrique Villarino)
(Enrique Villarino)

Viko es puta. Lleva un vestido negro de tela suave sin mangas y el pelo teñido de varios colores. En los pies, unas botas negras de plataforma, tipo película futurista. Tiene buen aspecto, habla con mucha corrección (y mucho): es una mujer educada. Estamos aquí, junto a un balcón que da a un patio a la trasera de la Gran Vía en el que fuma pitillos de esos de liar, porque Viko es puta y está contenta con su profesión, pero hay “estigmas” asociados al oficio que le dificultan la vida. Por ejemplo, a la hora de alquilar un piso. O en el banco, el médico o en el colegio de sus dos hijos, de tres y 10 años.

“Uno de los pocos entornos en los que no saben a qué me dedico es el centro escolar de mis hijos. Me da miedo la reacción, que me miren mal o sentir que crece un rumor a mi alrededor”, explica esta mujer, generalmente de gesto travieso, poniéndose bastante seria: “Me da miedo que me quiten a mis niños. Son sanos y están felices. No tiene nada que ver lo que yo sea con mi tarea como madre”, asegura, y ahora sí que habla muy en serio. Su hijo mayor, más o menos, sabe que es prostituta a su manera infantil: “Doy cariño y hago juegos con adultos”.

Margarida no se considera puta, pero contactó hace un año con un señor mayor que la lleva “de viajes a las Bahamas, lujos y cenas”

Pero en otros entornos no tiene ningún problema. Viko trabajaba de cajera, pero la echaron. “Soy una privilegiada, blanca, con estudios y española, pero tengo que pagar mis facturas igualmente”, dice. Le propusieron dar masajes. Al principio, rechazó la idea por aquello de que imaginaba un mundo de “viejos verdes” que no le resultaba nada atractivo. Pero acabó aceptando. Resultó, según cuenta, que los clientes eran más bien jóvenes y que, según salió de su primer día de trabajo, escribió en el grupo de WhatsApp de sus amigas de la infancia: “¡Esto es el mejor puto trabajo del mundo!”.

Margarida, sin embargo, no se considera puta. Es mucho más joven y lleva una doble vida: su familia no sabe nada. Contactó hace un año con un señor mayor que la lleva “de viajes a las Bahamas, lujos y cenas”. Tiene 24 años y el resto del tiempo vive en casa de sus padres y estudia en la universidad. Se apuntó hace unos meses a una web de citas entre “chicas no profesionales” y hombres maduros por recomendación de una amiga, Carolina.

Crisis de precios

Quedó con él en Marbella y desde entonces inició una relación basada en el dinero: él invita y regala, y ella le da cariño. En lo que sí coincide con Viko es en la normalidad con la que afronta esa situación: “Mi vida es mejor que antes. No hay dramas, no hay problemas”, relata esta joven que considera que ha crecido su "experiencia del mundo”.

Precisamente eso, experiencia, es lo que no le falta a Viko. Ha trabajado en todas las ramas del sector del sexo de pago. Desde actriz porno a educadora sexual. Ahora, las cosas están difíciles, como en cualquier otro sector: “Con la crisis, muchas chicas han entrado en este negocio, pero no han respetado los precios y nos han perjudicado a todas. Antes había más o menos un acuerdo de que la mamada valía tanto y esto otro tanto”. Ella cobra 150 euros la hora.

Una compañera lo va a dejar porque la ha pillado su hija de 17 años. Le vio condones en el bolso y le preguntó directamente

“Lo más difícil es la familia y la pareja”, revela Viko. “Yo siempre se lo digo a todas las personas nuevas. Por un lado, es un filtro para saber qué tipo de gente son; y por otro, si esa relación va a ir a más, es fundamental que no esté basada en mentiras”, prosigue. “Mi compañero lleva mal que sea trabajadora del sexo”, confiesa Viko, que ha hecho un pacto con su pareja para ir “dejándolo poco a poco”. En general, explica, las mujeres que se dedican a la prostitución aguantan mucho a sus compañeros siguiendo una lógica: “Para uno que aguanta lo que hago, mejor conservarlo”.

La familia es otra barrera importante, “la más importante”. “Una compañera lo va a dejar porque la ha pillado su hija de 17 años. Le vio condones en el bolso y le preguntó directamente”. La adolescente no recibió la noticia de buen grado. En la sala de la asociación Hetaira, a la que pertenece Viko y donde estamos hablando, hay carteles de la película ‘Princesas’, el guion original y un Goya metido en una vitrina.

Población de riesgo

El médico es otro punto conflictivo. Ahí tienen todas que decir la verdad. Al menos si les preocupa su salud, que es lo más frecuente. “Con ellos no puedes fingir y te van a mirar mal seguro, para ellos somos población de riesgo”. Tampoco es sencillo hacer otras cosas de la vida cotidiana, como alquilar un piso. Viko se muda, pero para ello necesita que firme una amiga. Y ponga su nómina para poder hacerlo.

Margarida vive una vida “completamente normal”. No “hay ninguna diferencia con otra chica de mi edad en nada, excepto que no le puedo contar a mucha gente que tengo una relación con un hombre mayor”, cuenta. “Me encanta mi vida, me encantan los lujos y no pienso que esté haciendo nada malo”.

Si dices que eres puta y lo pasas mal, hay comprensión; pero si dices soy puta y me divierto muchísimo, te miran fatal

“Si dices que eres puta y que qué pena te da todo, entonces hay comprensión; pero si dices soy puta y me divierto muchísimo, ya no das pena y te miran fatal”, habla Viko sobre lo que ella entiende que son los prejuicios habituales. “¿A que a una cajera de supermercado no le preguntas si la violaron de pequeña, no?, pues ¿por qué hay que buscar esas explicaciones con nosotras?”, insiste antes de recordar lo mal que le sentó la sentencia de una señora que supuestamente estaba siendo comprensiva: “María Magdalena también era puta y le perdonaron sus pecados”. Viko no cree en los pecados.

Perfil de los clientes

Tampoco está de acuerdo en culpabilizar a los clientes. Al “usuario” lo ha dividido en dos bloques fundamentales: “Están los que tienen algún tipo de fetiche particular o hábito sexual mal visto a quienes les da miedo o vergüenza pedírselo a sus parejas, y luego están los que buscan mostrar sus debilidades y su lado vulnerable, que en otros entornos no se atreven a mostrar”. Lo que no quiere decir que no conozca los peligros de su profesión. “Hay tíos con los que pienso: ‘Yo con este no me voy a un hotel ni de coña”. En cualquier caso, todas tienen su red de precauciones: “Le dices a una compañera a qué hora entras, el número de la habitación del hotel, la matrícula del coche del tío si es posible, y a qué hora está previsto que salgas”. Si algo sale mal, la compañera avisará a la policía. "De todos modos, yo suelo tener buenos clientes, este mundo se mueve mucho por foros de internet y ellos ya saben a lo que vienen".

Viko da charlas y tiene un proyecto de blog “activista”. Allí desgranará sus convicciones: “Las putas somos ciudadanas de segunda, infantilizadas. No nos dejan decidir ni pensar por nosotras mismas”. En estos asuntos es cuando coge carrerilla y recita: “Esto es voluntario. Yo lo he elegido con mis circunstancias. Tengo más libertad y más conciliación, puedo bajar a mis hijos al parque. Yo escojo cuándo, cómo, con quién y por qué. No soy puta las 24 horas del día”.

Viko es puta. Lleva un vestido negro de tela suave sin mangas y el pelo teñido de varios colores. En los pies, unas botas negras de plataforma, tipo película futurista. Tiene buen aspecto, habla con mucha corrección (y mucho): es una mujer educada. Estamos aquí, junto a un balcón que da a un patio a la trasera de la Gran Vía en el que fuma pitillos de esos de liar, porque Viko es puta y está contenta con su profesión, pero hay “estigmas” asociados al oficio que le dificultan la vida. Por ejemplo, a la hora de alquilar un piso. O en el banco, el médico o en el colegio de sus dos hijos, de tres y 10 años.

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