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Las atrocidades del sanguinario teniente Ayala en Guinea
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Las atrocidades del sanguinario teniente Ayala en Guinea

Hace más de cien años tuvo lugar un episodio de una crudeza singular en la entonces colonia española de Guinea Ecuatorial, hoy una dictadura feroz y sin concesiones

Foto: Un cartel de la época colonial.
Un cartel de la época colonial.

"El miedo es ese pequeño cuarto oscuro donde los negativos son revelados."

-Michael Pritchard

Entre Camerún y Gabón, bajo el imperio de un sol implacable y demoledor, entre un mar riquísimo en recursos de todo tipo y una jungla impenetrable y enigmática, en un país poblado por una pobreza desoladora que nada en petróleo hasta el ahogo y cuyos dividendos duermen plácidamente en la zona noble de los más famosos bancos suizos, hace más de cien años tuvo lugar un episodio de una crudeza singular y que el limo del tiempo ha enterrado en la trastienda de la historia.

Guinea Ecuatorial es hoy una dictadura feroz y sin concesiones, donde los beneficios de sus ingentes recursos acallan los ecos de cualquier reivindicación de libertad, democracia o derechos humanos con el silencio cómplice de aquellas naciones que hacen jugosos negocios con el marcial dictador de turno, entre ellas, la antigua metrópoli. Esta Guinea, llamada también Guinea Española para diferenciarla de la antaño homónima portuguesa, vivió cuando el siglo XX empezaba a balbucear una tragedia -como lo son todas las tragedias africanas-, de una crudeza brutal, pero silenciadas por la enorme distancia con la llamada civilización que sostiene ese estatus con indiferencia calculada, cuando no con una complicidad descarada.

A finales del siglo XIX, distintos poderes imperiales trocearon y se repartieron África como si se tratara de un pastel de cumpleaños

Es difícil saber si los hechos que se relatan a continuación son reales o magnificados por el imaginario popular. Si bien es cierto que multitud de testimonios en lugares distintos y distantes entre sí avalan ya sea por acumulación o por abundamiento, por coincidencia o detalles comunes, por la subjetividad del odio o sencillamente, por ser auténticos, se hace obligada una revisión y un rescate del olvido de aquellos luctuosos acontecimientos, poniendo en su lugar la discutible etapa dorada de la colonización española en África.

A finales del siglo XIX, distintos poderes imperiales trocearon y se repartieron África como si se tratara de un pastel de cumpleaños. La arrogante suficiencia de muchos hombres blancos que en sus lugares de origen no eran más que carne de anonimato sin ningún reconocimiento operó una transformación espectacular orillando la educación formal y valores que se les suponía de cierta calidad, descubriendo auténticos asesinos en serie que llegaron a creerse dioses reencarnados ante la inocencia, patente atraso de los autóctonos o sencillamente, provocando asimétricas y desproporcionadas acciones en defensa propia. Tal vez, seducidos por la increíble superioridad tecnológica y los abusos que emanaban de su aplicación incontestable, se vieron rodeados de una aureola de invulnerabilidad y actuaron sin contemplaciones contra gentes indefensas en territorios alejados del escrutinio de las leyes europeas y por lo tanto, al amparo de la más absoluta impunidad.

La diferencia entre el bien y el mal, la cordura y la locura, la honestidad y coherencia con los propios principios, es algo que solo se conoce en las situaciones límite donde se descubre el verdadero entramado del yo y sus sibilinos automatismos camuflados. El vacío que se halla en el corazón de la humanidad deviene en ocasiones en el sinsentido de la violencia o, excepcionalmente, en la compasión. En África, en general, no se dio lo segundo.

La encarnación del horror

Corría el año 1921 y la etnia Fang –más instalada en la parte continental que en la isla de Santa Isabel– se seguía negando rotundamente a someterse a los caprichos de los colonizadores y a ser esclavizados sin más. Dentro de los Fang existía un núcleo duro que abogaba por la guerrilla contra los españoles y que con rudimentarios recursos –trampas de estacas, redes de captura camufladas y ocasionalmente arcos y flechas– hostigaban a las tropas coloniales españolas. Los colonos estaban inquietos ante este aumento de actividades “subversivas” y la autoridad militar envió expresamente al teniente Ayala para pacificar la zona y dar un “toque” a los díscolos Osumu.

El caso es que este sádico personaje dejaría una impronta indeleble entre los autóctonos que aún a día de hoy es recordada en la tradición oral por ancianos cuentacuentos.

Cerca de cien desgraciados pendían colgados de finas sogas de cañizo enredado, ahorcados y mecidos pendularmente por la amable brisa

Al norte del país, en una población llamada Mikomeseng, había una gigantesca acacia centenaria. Una mañana temprana, conforme la luz del amanecer se iba revelando en toda su grandeza y empezaba a bañar las riberas del Kufang, Ayala convocaría a algunos de los miles de pobladores de aquella diminuta ciudad para asistir a un espectáculo dantesco. Según se iba desvelando, la realidad y el drama se hacían más ostensibles, la aberrante imagen del horror se manifestaba en toda su extensión. Cerca de cien desgraciados pendían colgados de finas sogas de cañizo enredados, ahorcados y mecidos pendularmente por la amable brisa proveniente del rio. El escarmiento sistemático de la Guardia Colonial hacia aquellas gentes descalzas había obligado a crear un vasto cementerio improvisado en el que miles de represaliados por este psicópata de manual dormían el sueño de los justos.

Tal vez inspirado por las tremendas y macabras cifras del abominable Leopoldo II de Bélgica -probablemente el mayor genocida de la historia conocido hasta la fecha-, decidió copiar los métodos que aniquilaron en el Congo Belga allá en los albores del siglo y que enviaron a la eternidad a mas de diez millones de desgraciados esclavizados hasta la saciedad.

Clamando justicia

Mientras, las noticias iban llegando al gobernador de la colonia que o se ponía de perfil o intentaba en vano paliar con tiritas allá donde la sangre manaba desbocada clamando justicia.

Uno de los acontecimientos mas dramáticos que convertiría al teniente Julián Ayala en la viva encarnación del demonio sucedería tras una noche toledana en las cercanías de la fronteriza ciudad de Ebibeyin, cuando media docena de niños en un premonitorio llanto desgarrado -quizás anticipándose a los acontecimientos-, no cesaban de gemir, y desvelando el sueño del monstruo, serian echados a la hoguera sin mas contemplaciones. Las reacciones de violencia inusitada y desproporcionada de este representante del horror para con los nativos rebasaban ya las delgadas lineas rojas de lo tolerable.

Capturaba braceros entre la levantisca etnia Fang y los reexpedía a la Isla de Santa Isabel para trabajar en régimen de absoluta esclavitud

El único valedor que tenían los locales ante tanto despropósito era el obispo de Bata que denunciaría vehementemente a los cuatro vientos las atrocidades de este Kurtz ('El Corazón de las tinieblas', de Joseph Conrad) a la española, sin conseguir detener sus correrías.

A costa de enormes atrocidades, el gobernador de la isla, Núñez de Prado, compinchado con este asesino de masas, capturaba braceros entre la levantisca etnia Fang y los reexpedía a la Isla de Santa Isabel para trabajar en régimen de absoluta esclavitud en las estratégicas plantaciones de cacao. Esto ocurría en una colonia bajo control de España y a la vista de las autoridades encargadas de administrar sensatamente lo que debería de suponerse como prácticas de buen gobierno. Pero la corrupción era total, como se demuestra por los informes de la Cámara Agrícola de Fernando Poo, que regaba copiosamente las amorales voluntades de funcionarios que hacían su agosto en aquellas tierras donde había mas “pájaros” en tierra que en las copas de los árboles.

Huida a Camerún

La retórica colonialista de la época consigna que lo allí acontecido con Ayala y sus adláteres, obedecía a cómo se actuaba en aplicación de un canon de comportamiento muy extendido en aquellas latitudes y aprobado 'sotto voce' como doctrina militar, tal que las circunstancias así lo exigían.

Julián Ayala huyó a Camerún cuando sus heces le llegaban al cuello; era el año del horror de 1939 y mientras sus huellas desaparecían en las profundidades de la jungla y los ecos de su brutalidad afloraban en la prensa europea, otra tragedia se despertaba en el corazón de las tinieblas.

"El miedo es ese pequeño cuarto oscuro donde los negativos son revelados."

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