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Manuel Cruz: "El tiempo ha muerto"
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"Hay que dialogar con el pasado"

Manuel Cruz: "El tiempo ha muerto"

En esta saturación de tareas y de metas en la que vivimos, el tiempo (o su ausencia) cobra un significado especial. El filósofo ahonda en las contradicciones de nuestra época

Foto: Manuel Cruz, filósofo y autor de 'Ser sin tiempo'.
Manuel Cruz, filósofo y autor de 'Ser sin tiempo'.

La experiencia del tiempo en nuestra época es muy distinta de las precedentes. La sensación de que faltan horas, de que cada vez hay más cosas que hacer y que conseguir, más tareas y más objetivos, y de que no podemos abarcar ni la mitad de lo que nos gustaría está muy presente en la sociedad. Todo parece marchar mucho más rápido: las noticias de un día se han olvidado poco después, la fama es más efímera que nunca, lo que hoy se consigue mañana se puede perder fácilmente. A la vez, hay tiempos detenidos, como el del parado, el de las personas con depresión o de los refugiados en los campamentos.

Manuel Cruz, catedrático de filosofía contemporánea y portavoz de Educación del PSOE, reflexiona sobre la falta de linealidad contemporánea en 'Ser sin tiempo' (Herder Ed.), donde describe las enormes consecuencias a que nos aboca un mundo en el que hay demasiados fines y demasiados propósitos que cumplir. De todo ello hemos conversado con Cruz, columnista de 'El Confidencial', tratando de utilizar las armas del filósofo: la palabra y la razón.

PREGUNTA. Dices que los filósofos sois requeridos para dar vuestra impresión en los medios o que generáis opinión a partir de vuestros artículos en prensa y no mediante las obras académicas. Pero hoy son los economistas quienes tienen mayor peso en la opinión pública. Un ejemplo: el tema de la desigualdad fue ampliamente tratado, también por filósofos, pero sólo se puso en la agenda pública cuando el libro de Piketty se publicó en EEUU. Las otras personas que tienen presencia en medios son comentaristas cada vez más ligados a los intereses de partidos. ¿Habéis perdido los filósofos la capacidad de influir a la mayor parte de la opinión pública?

RESPUESTA. No se me ocurriría pensar que los filósofos constituimos hoy un elemento clave para la construcción de la opinión pública. Lo que sí afirmo es que nuestra presencia en esa nueva ágora que son los medios de comunicación no tiene tanto que ver con nuestras prácticas académicas como con nuestra mirada sobre aquello que está a la vista de todos. Si se trata de trazar una comparativa, parece claro que es cosa del pasado la existencia de filósofos tipo Ortega, Sartre o incluso Foucault influyendo de manera determinante sobre las opiniones de la sociedad. Pero enfatizar la pérdida de protagonismo o la menor visibilidad de los filósofos puede hacer que descuidemos lo que quizá más importa, y es que algo hay en lo que es capaz de ofrecer la filosofía que resulta percibido como necesario por parte de muchos ciudadanos.

Una teoría es buena precisamente porque es práctica. Una teoría inaplicable no es una teoría, porque no aporta conocimiento de lo real

P. La filosofía pone todo en cuestión, y por tanto aporta muchas preguntas, abre dudas, implica replantearse muchas cosas. Pero estamos en un tiempo que quiere soluciones, porque el escenario vital ya es suficientemente frágil como para que alguien venga a añadir más Incertidumbre. ¿Qué papel tiene la filosofía en este nuevo contexto?

R. Tiene un papel, y entiendo que relevante, precisamente porque la fragilidad de nuestro escenario vital introduce la severa sospecha de que las soluciones que se nos presentan como indiscutibles no permiten dar respuesta a nuestros problemas, y ello lleva a muchas personas a replantearse su presunto estatuto de soluciones. No se trata de que la incertidumbre sea un lugar para quedarse a vivir, pero sí una estación por la que necesariamente hay que pasar. Quien opta por no cuestionarse en ningún momento las certezas recibidas, quien se resiste a dudar, está condenado a no disponer de herramientas con las que enfrentarse con la realidad cuando ésta cambia. Por poner un ejemplo: ¿sirve realmente para entender algo el confortable pero vacío tópico de que no hay nada nuevo bajo el sol?

P. ¿Nada es tan práctico como una buena teoría?

R. Es que una teoría es buena precisamente porque es práctica. Una teoría inaplicable (o no susceptible de ser refutada) no es una teoría, en la medida en que no aporta conocimiento de lo real: no pasa de ser una vacía especulación (pura metafísica, en la jerga neopositivista). La vieja contraposición entre teoría y práctica no se sostiene, hace aguas por todas partes, y ha sufrido críticas demoledoras desde muchos puntos de vista. Lo que me planteas en forma de pregunta también ha sido enunciado afirmando que la verdadera práctica no es otra cosa, en el fondo, que la consumación de la teoría. La afirmación no creo que sea sospechosa de teoricismo, teniendo en cuenta que la hacía un marxista del siglo XX tan eminente como György Lukács en su librito sobre Lenin.

P. Señalas en el libro la necesidad de diálogo, y citas distintas escuelas filosóficas que han sido importantes en los últimos años. Pero es llamativo también cómo las escuelas se encierran en sí mismas y hablan poco con las otras. A veces las desdeñan o las critican, pero rara vez dialogan. Sus lenguajes, además, tienden a ser excluyentes, porque utilizan términos que sólo pueden entenderse bien si conoces los términos de esa escuela. En este sentido, ¿no crees que la filosofía se está bunkerizando? Porque tenemos un pensamiento único, el dominante, y luego una serie de pensamientos únicos menores, los de cada escuela.

R. Es cierto que la tendencia a la especialización, que antaño parecía un vicio exclusivo de los científicos, se ha ido generalizando. Los filósofos, aunque todavía a veces reivindican que lo suyo es el todo, el conjunto, la mirada en gran angular sobre el mundo, frente a las múltiples barbaries de los especialistas (por decirlo a la orteguiana manera), también en la práctica parecen haberse contaminado de eso mismo.Y así, es frecuente que en los departamentos universitarios, el profesor que trabaja, pongamos por caso, en filosofía antigua declare, sin el menor pudor, que a él la lógica no le interesa nada, y que el lógico, por su parte, manifieste que a él toda la filosofía prekantiana y buena parte de la postkantiana le parece pura cháchara. O que el esteta se desentienda de la ética, el ético de la estética, y así sucesivamente.

La sucesión ininterrumpida de instantes hace inviable toda idea de sentido global, tanto de nuestras vidas como de la historia

Pero todo eso yo tiendo a considerarlo como patologías del academicismo más que como una deriva inevitable que haya ido siguiendo la filosofía actual. Porque creo que en ésta lo que ha ocurrido -a mi juicio afortunadamente- ha sido más bien el auge de lo que pudiéramos llamar un nuevo eclecticismo, que entiende que no tiene sentido perseverar en el aislamiento y confrontación de los diversos paradigmas filosóficos existentes (el analítico por un lado, el hermenéutico por otro, los postmarxismos por el suyo, y así cuantos se quieran añadir a la lista) sino que se trata de intentar empezar a pensar la posibilidad de articulación de todos ellos en lo que tal vez algún día merezca denominarse un nuevo paradigma filosófico, del que a fecha de hoy solo disponemos de balbuceos. Esta es la senda por la que han intentado transitar algunas de las figuras más destacadas de la filosofía del siglo XX como Habermas o Rorty.

P. ¿Vivimos en una pura sucesión ininterrumpida de instantes? ¿Se pierden, pues, la identidad o la historia en estos? ¿Estamos en un momento histórico en que nada parece sedimentar?

R. La historia se pierde, en efecto, y la identidad, por su parte, se precariza hasta niveles de mínimos. No deja de tener su lógica: la temporalidad era esa placenta imaginaria en la que se desplegaban ambas. Pero la sucesión ininterrumpida de instantes, de los que se espera la máxima intensidad (una vida intensa se deja pensar bajo la consigna 'Que no decaiga'), hace inviable toda idea de proyecto, de trayectoria y, en última instancia, de sentido global, tanto de nuestras vidas como de la historia en cuanto tal. Quizá una prueba palpable de esta pérdida de valor de ambas instancias lo constituya el desinterés hacia el pasado. Un desinterés que deriva precisamente de considerar que no permite iluminar el presente, de interpretar que es algo que no mantiene ninguna vinculación a lo que ahora hay (sea esto lo que sea).

P. ¿No hay tiempo que perder porque estamos pendientes de no perdernos lo que viene? ¿Es esto? ¿Seguimos corriendo hacia el siguiente lugar sin detenernos nunca?

R. En realidad no es que no haya tiempo que perder: es que no hay tiempo, sin más. La oferta del mundo es absolutamente desmesurada, sin duda. Pero tal vez lo nuevo no sea la desmesura, que en algún grado lleva tiempo existiendo (quizá pudiéramos afirmar que es un rasgo del mundo moderno), sino nuestra expectativa, totalmente ilusoria, de que ese desajuste debe ser corregido, nuestro anhelo de colmar y calmar una avidez sin objeto (propio).

Para dialogar con el pasado lo primero que hay que hacer es respetarlo, esto es, reconocer su alteridad respecto al presente

P. Hay algo en los textos de Hartmut Rosa que pone de manifiesto cómo la aceleración está cambiando nuestro tiempo. Por ejemplo, cuando se exige que se realicen más tareas y más rápido, como ocurre en los trabajos, o cuando se pretende que los beneficios sean mayores en menos tiempo, se genera un escenario que transforma notablemente aquel desde el que se partía. La lista de obligaciones sociales (más exigencia laboral, mayor necesidad de hacer redes profesionales, tener que cuidar de tu cuerpo para que la apariencia sea la adecuada, formarse continuamente, las necesidades propias del cuidado de la familia, etc.) son muchas más y el tiempo es el mismo. Esto cambia las cosas. Tú eres crítico con Hartmut Rosa, pero ¿no crees que en esto puede tener razón?

R. La descripción de Rosa es en muchos aspectos completamente pertinente. Mi discrepancia tiene que ver más bien con el hecho de que su diagnóstico viene formulado de tal manera que su prescripción puede resultar insuficiente o inadecuada. Así, no parece tomar en consideración algo que ya fue vislumbrado el siglo pasado por algunos autores (a Benjamin -siempre, siempre- es obligado mencionarlo) respecto a la mercantilización universal, y que les permitía plantear una reivindicación de la mirada contemplativa, capaz de limpiar el mundo, sus objetos y nuestras prácticas de la pérdida de valor que sufren por causa de la instrumentalización de absolutamente todo.

P. Señalas la necesidad de dialogar con el pasado. Es curioso, porque en este presentismo, se ha convertido en un elemento nostálgico, un poco a lo John Ford, eso de añorar un pasado que nunca existió realmente, o en un elemento desdeñable, subsumido en la idea de que todo lo que no es presente ha quedado obsoleto, y por lo tanto debemos dirigirnos hacia el futuro empujados por la ciencia y la tecnología. ¿Cómo dialogar con el pasado?

R. Para dialogar con el pasado lo primero que hay que hacer es respetarlo, esto es, reconocer su alteridad respecto al presente. Eso, lo de no respetarlo, ocurre, por desgracia, con demasiada frecuencia. Las ganas de establecer hilos conductores que recorran períodos (cuanto más largos, mejor) del pasado conducen con mucha frecuencia a violentar el sentido propio de dichos momentos. Cuando, por poner un ejemplo, por lo demás muy frecuente, se sostiene en historia de la literatura o de la filosofía que determinado autor es el precursor de otro, al que atribuimos la condición de clásico, se está haciendo a la vista de todos una trampa (nombre técnico: anacronismo) tan obvia como sería la de atribuir a Colón la afirmación, al partir del puerto de Palos, de que se proponía descubrir América.

Solo de un pasado así considerado -como radicalmente otro que el presente- cabe esperar conocimiento. La nostalgia no es conocimiento, como tampoco lo es la euforia conmemorativista: ambas constituyen coartadas para legitimar una determinada manera de instalarse en el presente (resignada o triunfal: a los efectos tanto da) o, si se prefiere, dos variantes de un re-conocimiento que no está dispuesto a dejarse interpelar por lo que efectivamente ocurrió.

La experiencia del tiempo en nuestra época es muy distinta de las precedentes. La sensación de que faltan horas, de que cada vez hay más cosas que hacer y que conseguir, más tareas y más objetivos, y de que no podemos abarcar ni la mitad de lo que nos gustaría está muy presente en la sociedad. Todo parece marchar mucho más rápido: las noticias de un día se han olvidado poco después, la fama es más efímera que nunca, lo que hoy se consigue mañana se puede perder fácilmente. A la vez, hay tiempos detenidos, como el del parado, el de las personas con depresión o de los refugiados en los campamentos.

Filosofía John Ford Thomas Piketty
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