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¿Para qué sirve ser culto? ¿Nos hace mejores?
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¿Para qué sirve ser culto? ¿Nos hace mejores?

La cultura se debate entre un creciente desprestigio y convertirse en accesorio clasista. Varios pensadores, entre los que figuran Belén Gopegui o José Luis Pardo, nos orientan

Foto: Hay que distinguirse de los incultos. (iStock)
Hay que distinguirse de los incultos. (iStock)

Vivimos en una sociedad donde la cultura se considera un valor positivo universal. Dicho esto, surgen dificultades cuando preguntamos por qué y para qué sirve exactamente. La escritora y ensayista Belén Gopegui aporta su enfoque: “Si se invierte la pregunta formulándola como ‘qué es una persona inculta’ se detecta enseguida cómo en general la cultura es un arma arrojadiza y un instrumento de desprecio. La cultura como distinción se impone a la cultura como emancipación”, explica.

Leer, asistir a la ópera o visitar museos se ha ido convirtiendo en adorno y accesorio de las clases altas, en vez de herramientas de expansión de la conciencia. Un informe británico revela que el 87% de personas que pisan un museo son de clase media y alta. Otro interesante estudio, firmado por dos profesores de la London School of Economics, demuestra que las profesiones culturales están cada vez más acaparadas por los hijos de las élites.

El prestigio de la incultura

El filósofo José Luis Pardo incide en esa misma idea de distinción, cristalizada a finales de los años setenta por el sociólogo Pierre Bourdieu. “La cultura, por supuesto, es un signo de distinción social allí donde la ilustración está vedada a una parte de la sociedad: los 'cultos' lo exhiben para distinguirse de los incultos, pero también los incultos para distinguirse de los cultos”.

En la última frase, Pardo denuncia el creciente desprestigio del término: “Para sociedades como las nuestras, en las que casi todos los signos de distinción social se reducen a la superioridad económica, la cultura puede ser incluso un demérito o una marca de infamia, cuando, como a menudo sucede entre nosotros, las clases 'dirigentes' no solamente son incultas, sino que además se enorgullecen de su carencia de ilustración”, denuncia.

George Steiner escribió: “Conocemos casos de personal de las cámaras de tortura y los hornos que cultivaba a Goethe y Rilke”

Seguramente en las reuniones de alta alcurnia ponerse a hablar sobre Borges o Walter Benjamin hace que te quedes solo. En otras ocasiones, la cultura puede tener más que ver con la pereza que con el estímulo intelectual. ”El científico Marvin Minsky decía que la estética es un atajo que nos permite clasificar objetos diferentes con pautas reconocibles, de tal modo que la elección, el ‘esto me gusta’ o ‘me parece bello’, no necesite ser pensado. Supone un descanso de la mente reflexiva”, apunta Gopegui. Todos sabemos que vamos a quedar bien si decimos “qué bonito” ante el cuadro de una puesta de sol o ante la fachada del Museo Reina Sofía. “Eso nos ahorra pensar qué consideramos bello y por qué”, señala.

El alma bella de Hitler

El libro de referencia, ya desde 2005, se titula ‘¿Para qué sirve el arte?’, del catedrático de literatura John Carey. Rebosante de escepticismo, aporta el ejemplo más demoledor contra el tópico de que el refinamiento estético nos hace mejores personas. “Hitler tenía un profundo y serio interés por la música, la pintura, la escultura y la arquitectura. (…) La belleza le importaba más que las personas.

En noviembre de 1943 modificó el plan estratégico alemán y dio la orden de no atacar Florencia. ‘Es una ciudad demasiado bella para ser destruida’, insistió. Por el contrario, ‘no siento ningún remordimiento por no dejar piedra sobre piedra en Kiev, Moscú y San Petersburgo’. Los mismos parámetros estéticos regían su valoración de los individuos. El arte y los creadores eran su bastión supremo. ‘Los genios sobresalientes no se dignan a interesarse por los seres humanos corrientes’, pensaba. A propósito del Holocausto, George Steiner escribió que “conocemos casos de personal burocrático de las cámaras de tortura y de los hornos que cultivaban el conocimiento de Goethe y el amor por Rilke”.

De Nerón a los Balcanes

El filósofo Slavoj Zizek también ha llamado la atención sobre este vínculo, en artículos como “El complejo poético-militar” o “Detrás de cada limpieza étnica hay un poeta”. Copiamos un fragmento, referido a la Guerra de los Balcanes en los años noventa: “Es verdad que Milosevic 'manipuló' las pasiones nacionalistas, pero fueron los poetas los que le proporcionaron la materia que se prestaba a la manipulación. Ellos -los poetas sinceros, no los políticos corruptos- estuvieron en el origen de todo cuando, en los años setenta y primeros ochenta, empezaron a sembrar las semillas de un nacionalismo agresivo no sólo en Serbia, sino también en otras repúblicas yugoslavas. En vez del complejo industrial-militar, en la post-Yugoslavia nos encontramos con el complejo poético-militar, personificado en las dos figuras de Radovan Karadzic y Ratko Mladic”, recuerda. Tampoco sorprende tanto, ya que los tiranos-poetas han existido siempre, empezando por Nerón.

Izquierda y derecha

Terry Eagleton, firma de referencia en análisis culturales, recuerda en su biografía “El portero” (2001) que muchas de las personas más cultas que ha conocido eran de derechas. Especialmente uno de sus profesores de Cambridge, llamado Greenway, cuya preparación era espectacular: “Lo sabía todo sobre el queso, las glicinas, la paleta de Rubens, las hierbas de la cuneta, los contrafuertes volados, las primas de alto riesgo, la ornitología venezolana, Leibniz, las variedades de frutas malayas, el canto gregoriano, el coñac, la ley de responsabilidad civil subsidiaria, la fabricación de sillas de montar, la estrategia militar del siglo XVII, la acuarela, las razas caninas del Magreb, los sonidos vocálicos del afrikaans y la vegetación del río Miño”.

¿Su problema? No tenía ni idea de qué hacer con tanto conocimiento. “Si estábamos hablando, por ejemplo, de la teoría de Hume de que la razón siempre es esclava de la pasión, él decía algo así como ‘depende de cada persona’, como si estuviéramos hablando del gusto por el brócoli. Las ideas le daban grima: si alguien le hubiera pasado un texto con el secreto del universo, solo un punto y coma mal colocado hubiera llamado su atención”.

Rojos en las nubes

En la orilla contraria, la izquierda también va sobrada de académicos empanados, como explica el historiador Eric Hobsbawm en sus memorias, “Años interesantes” (2002). Recuerda, por ejemplo, la vez que participó en un seminario donde se aspiraba a unificar ciertas interpretaciones de la obra de Marx. El encuentro tuvo lugar en París, en mayo de 1968, justo cuando estallaron las revueltas obreras y estudiantiles, que fueron ignoradas olímpicamente por los profesores invitados. “Suscité algunos momentos de incomodidad entre los presentes cuando hice hincapié en este hecho. Pregunté si no teníamos nada que decir sobre lo que ocurría en las calles por las que habíamos pasado para llegar a las conferencias. ¿No podíamos al menos manifestar nuestro apoyo general a lo que sucedía?”

La cultura, en el sentido identitario-etnológico, nos ayuda a integrarnos, a ser de los nuestros y dar sentido a nuestras vidas y a las de los demás

Hobsbawm no consigue recordar si finalmente logró que se animasen a redactar un texto de adhesión. “Me parece poco probable”, apuesta. En muchos casos, seas de izquierda o derecha, la erudición funciona como aislante que te separa de los conflictos de la vida cotidiana.

Sentidos alternativos

¿Puede la cultura, entonces, hacernos mejores personas? “A veces sirve de escapatoria, para acelerar los sueños y ayudar a vivir; a veces añade intensidad y diversión a los días, igual que algunas sustancias o la amistad o el humor; a veces, en particular la música, crea lazos de unión entre las personas”, sostiene Gopegui. Todos hemos experimentado la relajación y empatía con quien nos acompaña después de compartir impresiones sobre un libro o asistir juntos a un concierto.

José Luis Pardo aporta otra distinción crucial: “En sentido etnológico, todo el mundo tiene una cultura, a la que pertenece por su adscripción de nacimiento social (sus datos antropológicos de partida), sin que ello comporte esfuerzo ni mérito alguno. En el sentido moderno (de “ilustración”), la cultura es el conjunto de conocimientos que permiten a un individuo trascender esos datos de identidad antropológicos de nacimiento y elevarse a un plano universal de acción, de discurso y de pensamiento. En resumen: llegar a ser propiamente un individuo. Para eso es, pues, para lo que sirve".

"La cultura, en el sentido identitario-etnológico, nos ayuda a integrarnos socialmente, nos sirve para ser de los nuestros y dar sentido a nuestras vidas y a las de los demás. La cultura, en el sentido ilustrado, nos sirve para poner en cuestión el sentido social mayoritario que se le da a la existencia y para poder imaginar otros sentidos alternativos”. Que ese “sentido alternativo” sea crear una red de bibliotecas o gestionar una masacre depende ya del poder y del sentido moral de cada uno.

Vivimos en una sociedad donde la cultura se considera un valor positivo universal. Dicho esto, surgen dificultades cuando preguntamos por qué y para qué sirve exactamente. La escritora y ensayista Belén Gopegui aporta su enfoque: “Si se invierte la pregunta formulándola como ‘qué es una persona inculta’ se detecta enseguida cómo en general la cultura es un arma arrojadiza y un instrumento de desprecio. La cultura como distinción se impone a la cultura como emancipación”, explica.

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