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Cuando Buenos Aires era español y los británicos quisieron invadirlo
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PASÁNDOLAs CANUTAS EN UN DUELO INFERNAL

Cuando Buenos Aires era español y los británicos quisieron invadirlo

Mientras en Europa las ideas relacionadas con la Revolución Francesa se difundían, España continuaba anquilosada en sus añejas políticas tradicionales

Foto: Invasiones inglesas a Buenos Aires', pintado por Madrid Martínez en 1807.
Invasiones inglesas a Buenos Aires', pintado por Madrid Martínez en 1807.

"Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra".
Simone de Beauvoir

En las calles, en las plazas, desde los balcones, en las cercanías del puerto; todo el perímetro porteño era una enorme barricada. El mar era la retirada natural y era impensable la rendición; se había derramado mucha sangre para estropearla con una bandera blanca.

El vecindario en armas arrojaba a los británicos ollas de agua y aceite hirviendo, mobiliario, tejas, tiestos y algunos residuos orgánicos innombrables. Mientras, los asaltos de la vanguardia escocesa se recrudecían en el adoquinado y el pavimento era un mosaico decorado con restos humanos. A duras penas, las milicias locales y el ejército español las pasaban canutas en un duelo infernal. El sonido templado de las gaitas se había convertido en una marcha fúnebre y los uniformados caídos se amontonaban de manera caprichosa. Algunos, con los ojos abiertos, miraban al más allá, sin acabar de comprender lo sucedido ni el sentido de este tránsito.

Más de 2.000 asaltantes habían pasado a mejor vida, pero a cambio la ciudadanía de esta urbe creciente se había dejado casi el doble de caídos

La guarnición profesional de Buenos Aires no alcanzaba los 1.500 hombres entre soldados y oficiales, los invasores británicos sumaban casi diez mil, una desproporción abrumadora. El asalto duraba ya una semana y, a pesar de una defensa perfecta, compacta, muy mentalizada, motivada y bien planificada, el coste en vidas humanas se hacía escandaloso. Más de 2.000 asaltantes habían pasado a mejor vida en las sucesivas arremetidas, pero a cambio la ciudadanía de esta urbe creciente, que rondaba en aquel entonces cerca de 50.000 habitantes, se había dejado casi el doble de caídos. Ambas partes estaban exhaustas.

La ambición de los británicos estaba fundamentada en las promesas, abiertas o soterradas, de su proverbial cajón de sastre, que pivotaba en torno a una posición de libre mercado y puerto franco incluido hecha a los caciques y comerciantes locales más destacados: una labor de zapa e infiltración sabiamente orquestada.

El caso es que, mientras en Europa las ideas relacionadas con la Revolución Francesa y las de los alzados de la costa Este norteamericana cabalgaban sobre la ola de las políticas liberales puestas en práctica por el Reino Unido, España continuaba anquilosada en sus añejas políticas tradicionales basadas en la explotación de la tierra ,tanto en el agro como en su vertiente mineral. La carencia de fábricas de elaboración intermedia y manufactureras impedía absorber la mercadería procedente de las colonias o virreinatos y reelaborarla convenientemente, perjudicando su proyección en los cada vez más dinámicos mercados mundiales. Por ende, se creaba un anquilosamiento y una exposición de riesgo para muchos productos sin un destino planificado.

El becerro de oro de los metales preciosos con los que la metrópoli financiaba sus guerras había sido una herramienta válida hasta bien entrado el siglo XVIII. Pero la sangría de los muchos frentes abiertos y una pésima visión estratégica sin actualizar habían adelantado el periodo de caducidad del Imperio Español, ya fuera por la inacción de los validos o por la incompetencia y dejadez de funciones de los reyes al mando, con honrosas salvedades como Carlos III. Mientras tanto, Inglaterra iba con la directa por el sendero de la industrialización y la demanda de productos primarios era febril. España los tenía en las colonias y los británicos lo sabían.

Por eso en Buenos Aires se estaba librando una gran batalla.

El atardecer de una era

Solo faltaba un pequeño empujón y este vino dictado por las políticas que Napoleón había implementado contra el Reino Unido con un extenuante bloqueo económico. En noviembre de 1806, Bonaparte promulgó el Decreto de Berlín, prohibiendo a todos los países conquistados, incluyendo a sus propios aliados, cualquier forma de comercio con Gran Bretaña.

A la luz de los acontecimientos y con la vista puesta en los hechos consumados, los británicos solo tenían una salida y se pusieron manos a la obra.

En Buenos Aires se estaba dirimiendo un nuevo orden en el que España se desangraba en una dulce decadencia

La financiación de movimientos de independencia locales auspiciados por reivindicativos criollos que crecían como setas, el espionaje puro y duro, la imperiosa necesidad de dar salida a los productos manufacturados, el fomento del contrabando y un eficaz control de los mares obraron el milagro, transformando una nación aislada y cubierta por sempiternas brumas en una primera potencia mundial.

Por todo ello, en Buenos Aires se estaba dirimiendo un nuevo orden en el que España se desangraba en una dulce decadencia, ajena a una realidad que la desbordaba. Se hallaba deteriorada, además, por una guerra de Independencia que había dejado sus arcas con una tupida cortina de telarañas. Era un fin de ciclo.

En aquel tiempo los gobernadores británicos de las colonias tenían la facultad de decidir acciones militares de importancia capital sin necesidad de consultar a Londres. Además, las leyes británicas manejaban unos porcentajes de los botines de guerra que se solían entregar a los participantes de alto rango, como era el caso de la aristocracia militar isleña. El modelo económico de Gran Bretaña no ha cambiado sustancialmente en los últimos quinientos años.

A pesar de las connivencias de algunos significados locales -como el angloporteño William White- una gran mayoría de los bonaerenses rehuyó los cantos de sirena de los británicos (reducción de aranceles, barra libre para comerciar sin impuestos, etc.) y se enfrentó a los desembarcados con una furia inusitada. Al igual que en el primer intento de invasión de Buenos Aires, la segunda apuesta de los anglos había sido un completo fracaso gracias a la decidida intervención de las milicias locales y de dos hombres, Liniers y Alzaga, que merecen un capítulo aparte.

Cuando Santiago Liniers ejecutó su brillante contraofensiva para desalojar a las tropas inglesas instaladas en los arrabales de Buenos Aires, los combates arreciaban y la escabechina era monumental. El empeño y la determinación obsesiva del generalato inglés al mando en 1806 y 1807, ante una resistencia desesperada, estaban abocadas al fracaso, mas la lucha por mantener su reputación impoluta no reparaba en el número de bajas de soldados británicos que debían alimentar su ego.

Popham, Beresford y Whitelocke diseñaron planes poco sólidos ante una población firmemente decidida, y así les fue.

Según 'The Times', en la relación de los hechos ocurrido en aquel entonces la vergüenza nacional inglesa estaba en estado crítico

El colofón del primer intento de invasión inglesa del Virreinato de La Plata fue un desastre inenarrable para los británicos a pesar del jugoso botín capturado, pero el segundo fue peor.

Según 'The Times', en la relación de los hechos ocurrido en aquel entonces la vergüenza nacional inglesa estaba en estado crítico. Con la habitual grandilocuencia 'british' y una formalidad solemne para anunciar la debacle a la nación, un 11 de septiembre de 1807 apuntaban, en la cabecera del famoso y centenario diario, un fúnebre artículo llamado "Evacuación de Sudamérica". La conmoción nacional subsiguiente solo había sido comparable a la derrota de Vernon a manos de Blas de Lezo.

Las Invasiones Inglesas fueron las precursoras de la Revolución de Mayo, en la que se iniciaría el proceso hacia la independencia que se extendió por todo el Virreinato del Río de la Plata a partir de 1810. El impacto mundial de la conquista del "Nuevo Mundo" declinaba, y el sol nos empezaba a dar la espalda.

"Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra".
Simone de Beauvoir

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