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Los degolladores de Carabanchel: el crimen que conmocionó Madrid en 1932
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LOS 'PSYCHO KILLERS' MÁS CAÑÍ

Los degolladores de Carabanchel: el crimen que conmocionó Madrid en 1932

Durante unos cuantos meses, en la convulsa España de la República, los habitantes de la capital intentaron resolver el misterio que envolvía al cadáver de una toledana

Foto: Plano de Madrid tal y como era en 1930.
Plano de Madrid tal y como era en 1930.

Amanecía el 13 de marzo de 1932 en el barrio madrileño de Campamento, por aquel entonces nada más que terrenos de pasto y huertas, cuando dos pastores llamados Eutiquiano y Benito se toparon con un cadáver tapado con una toquilla. El cuerpo que bajo ella se ocultaba era el de una mujer vestida con falda, medias, corpiño y pañuelo, y presentaba una sonrisa sangrienta en su garganta. No cabía ninguna duda: era una lagarterana –es decir, natural de Lagartera (Toledo)– de las que solían acudir a la capital para vender encajes y bordados.

El hallazgo del cadáver de Luciana Rodríguez Narros desencadenaría, cual versión cañí de Laura Palmer en 'Twin Peaks', una investigación que cada día que pasaba volvía más locos a los madrileños. Es una de las historias que, casi un siglo después, recoge Francisco Pérez Abellán, el gran experto del tema, en 'Los crímenes más famosos de la Historia' (Planeta), aunque también se habla del caso en el 'Diccionario enciclopédico de Madrid' de María Isabel Gea y en 'El Madrid de la República' de José Esteban. Buena muestra de que el crimen sigue siendo atractivo exactamente 84 años después de que sus culpables fuesen detenidos, algo que ocurrió el 5 de agosto de 1932, apenas unos días antes de la sanjurjada.

El teniente se vio obligado a pedir públicamente que dejaran de enviarle cartas y comunicaciones anónimas con supuestas informaciones sobre aquel crimen

¿Quién era Luciana, la víctima del “crimen de la encajera” o de “la vereda del soldado”, como se le suele conocer? Una vendedora que se había alojado por su cuenta en una posada de la Cava Baja, a pesar de que su hijo, soldado de artillería, vivía en Madrid. Como descubrió el teniente Miguel Osorio, a quien se encomendó la ardua tarea de llevar a cabo una investigación que pronto desencadenaría el frenesí entre periodistas y madrileños de bien, Luciana debía de tener una clientela distinguida, ya que vendía sus bordados por 500 pesetas de la época. Como escribe Abellán en su libro, “el asesino había seccionado la yugular de Luciana con dos heridas en la parte izquierda del cuello inferidas por un objeto cortante, probablemente de pequeñas dimensiones”.

Miedo público y falsos culpables

El móvil muy probablemente era el robo, ya que el cadáver había sido despojado de todo objeto de valor, y con casi total seguridad los asesinos habían sido dos. Quizá porque se trataba de la fórmula perfecta (la víctima era una vendedora de fuera, el crimen resultaba especialmente virulento, las circunstancias terminaban sin quedar claras...), y también porque Osorio se mostraba incapaz de obtener nueva información, el público empezó a llevar a cabo sus propias pesquisas. Tal fue la locura desatada que el teniente “se vio obligado a pedir públicamente que dejaran de enviarle cartas y comunicaciones anónimas con supuestas informaciones sobre aquel crimen”. Un poco como aquellos cientos de personas que creyeron haber visto a Madeleine McCann después de su desaparición.

Las investigaciones policiales fracasan ahora como han fracasado siempre. Durante unos cuantos meses, las fuerzas del orden no tuvieron ninguna duda de que los culpables eran Leoncio y Bienvenida Alia, los dos primos de Luciana que, al parecer, se contradijeron tanto en sus declaraciones que no quedaba otra que pensar que habían sido ellos. La prensa, por una vez, dio en el clavo al sospechar que quizá se habían precipitado a la hora de inculpar a los familiares, una carga que la familia Alia tuvo que soportar durante décadas.

El caso parecía cerrado cuando el 5 de agosto de 1932 un nuevo asesinato reescribió la historia de la encajera. Ese mismo día, a las nueve de la mañana –el crimen madruga–, la Guardia Civil acudió al número 5 de la calle Arroyo de las Pavas ante la denuncia de una vecina que aseguraba haber oído gritos de auxilio. Poco podían hacer: el cuerpo de Mariano Mejino se encontraba inerte en el suelo después de que un hombre de 27 años llamado Julián Ramírez agujerease su cuello con una navaja con tal virulencia que casi lo había decapitado.

El día anterior vieron sentada en un banco a la encajera y entablaron amistad con ella, pues sabían que las lagarteranas manejan buenas cantidades

La Guardia Civil detuvo en el acto a Julián, que estaba acompañado por otro hombre más joven, de 24 años, llamado Leandro Iniesta. No tardaron en confesar todo su plan: Leandro había acompañado a la víctima a un piso vacío con la excusa de vendérselo, con la verdadera intención de robarle una vez estuviesen a solas. Sin embargo, no contaba con que Julián, que debía ser un tanto psicópata, planeaba deshacerse del hombre por las bravas. “Parece ser que el jueves se planeó definitivamente el crimen, ultimando algunos detalles, y acordaron que, si algún vecino llegara a sospechar algo, trasladarían en un saco el cadáver de la víctima al pozo de una fábrica de cerámica, cuyo emplazamiento conocía el Julián por haber servido de chófer en la aludida fábrica”, puede leerse textualmente en el 'ABC' del sábado 6 de agosto.

A todo trapo

El periódico centenario calificaba de “habilísimo interrogatorio” el proceso por el cual los policías consiguieron que Julián confesase que la pareja había sido también la culpable del asesinato de Luciana. “El día anterior, hallándose en compañía de Leandro en el paseo del Prado, vieron sentada en un banco a la encajera y entablaron amistad con ella, pues sabían que, generalmente, las lagarteranas manejan cantidades de cierta consideración”, explicaba 'ABC'. Encajaba bastante bien con las hipótesis de la policía, que sospechaban del lujoso tren de vida de los dos hombres y rápidamente repararon en que el 'modus operandi' se repetía en ambos casos.

Pieza de Telecinco sobre el crimen, con sorpresa en la descripción.

Julián y Leandro se camelaron a la mujer explicándole que conocían a una dama de posibles llamada Blasa Pérez a la que le podía vender sus productos, así que quedaron al día siguiente en Puerta Cerrada, supuestamente, para cerrar la venta. En realidad, los dos hombres la condujeron a un descampado de la Colonia de la Paz, donde pronto cayó la noche. “Julián era el destinado a asestar el golpe, pero no se atrevió a hacerlo, y al llegar a unos trigos le dijo a Leandro que se hiciera él cargo del paquete”, narra 'ABC'. “Leandro se despojó inmediatamente del abrigo y se lo echó sobre la cabeza a Luciana, a fin de evitar que pidiera auxilio, esperando a que Julián sacara una navaja, con la que le infirió dos heridas penetrantes en el cuello”.

Sin embargo, Luciana seguía viva. “Cuando se disponían a abandonar el lugar del suceso observaron que la encajera no estaba muerta, y entonces el Leandro, apoderándose del arma, volvió a acometer con saña a la víctima”. El golpe fue inútil, ya que la noticia del robo corrió tan rápido que los ladrones se vieron obligados a enterrar el género en la Casa de Campo. El juicio por la muerte del hombre y la mujer (aunque la policía sospechaba que podían ser responsables de algún crimen más) concluyó en noviembre de 1932. Como explica Abellán, “esta pareja de asesinos que pusieron en jaque a la Guardia Civil de Carabanchel recibió su sentencia entre carcajadas y amenazas al Tribunal”.

Esta pareja de asesinos que pusieron en jaque a la Guardia Civil de Carabanchel recibió su sentencia entre carcajadas y amenazas al Tribunal

Nadie ha sido capaz de saber qué pasó exactamente con el Leandro y el Julián –seguramente nada bueno–, aunque la vida da sorpresas. Si uno se fija en la descripción de un reportaje de Telecinco sobre el crimen de la encajera subido a YouTube, el 'uploader' señala que “mi bisabuela, Bienvenida Alía, fue acusada injustamente de este crimen de la España negra”. Incluso los crímenes centenarios extienden sus ramas hasta el presente.

Amanecía el 13 de marzo de 1932 en el barrio madrileño de Campamento, por aquel entonces nada más que terrenos de pasto y huertas, cuando dos pastores llamados Eutiquiano y Benito se toparon con un cadáver tapado con una toquilla. El cuerpo que bajo ella se ocultaba era el de una mujer vestida con falda, medias, corpiño y pañuelo, y presentaba una sonrisa sangrienta en su garganta. No cabía ninguna duda: era una lagarterana –es decir, natural de Lagartera (Toledo)– de las que solían acudir a la capital para vender encajes y bordados.

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