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La historia española de amor más trágica del siglo XIV: un drama singular
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INÉS DE CASTRO Y DON PEDRO I DE PORTUGAL

La historia española de amor más trágica del siglo XIV: un drama singular

Este amor prohibido en medio de guerras civiles llega a nuestros días rodeado de un halo de incomprensión ante las enormes barreras a las que hubo de enfrentarse

Foto: 'Asesinato de doña Inés de Castro', de Columbano Bordalo Pineheiro. (1901-1904)
'Asesinato de doña Inés de Castro', de Columbano Bordalo Pineheiro. (1901-1904)

"Una vez dije: 'ven, Dios, ven a mis labios,
ven a mis ojos y a mi sed'.
Y Dios solo era verdad en el silencio".
Antonio Gamoneda

Corría el siglo XIV en el Oeste del septentrión Ibérico, y el tiempo de las cosas que ocurren tras la apariencia de la intrascendencia iba a crear uno de los grandes dramas humanos que, no por su pequeñez y menudencia, no por su ser minúsculo en el orden de la importancia en las que los coloca el azar, crearía una tragedia singular e inolvidable en una pareja que no podría ser tal por la virulencia contraria de los vientos del destino, por los frenos absurdos de las políticas de “familia”, y por los entresijos de otros tantos intereses incontables por su banalidad, pero posibles en su actuación natural como los hechos vinieron en demostrar.

Aún por definir, Inés de Castro, una mujer de belleza espectacular y avasalladora, cantada por los juglares y poetas del para entonces extinto Reino de León, podría ser gallega de origen, aunque criada en las superficies maragatas.

Un visitante portugués, alto, apuesto, de porte muy noble y rotundo de apariencia, se presentó en la Corte castellana sin previo aviso. Todo estaba preparado

Destinada a la común y previsible trayectoria de una rutina sin aristas para el mayor de las mujeres de la época, esto es, a una sucesión de maridos con amantes varias con la consecuente infidelidad como moneda natural, tedio en las estancias de castillos donde nunca ocurría nada de particular más allá de la toma por asalto febril de un cónyuge que apelaba al deseo sin más preámbulos tras perseguir algún venado por sus pagos señoriales, se encontraría con un hecho que cambiaría el rumbo de su vida de manera drástica, inapelable, y quizás trágica a la vez que grandiosa por la mística minimalista que configura el puntillismo del todo cuando se ven las cosas con distancia o perspectiva. La historia, una ciencia relato de carácter lineal y llena de verdades relativas, es a veces sinuosa y sorpresiva.

Este amor ibérico, “pata negra”, un amor prohibido en medio de guerras civiles sin cuento a ambos lados de la demarcación limítrofe, aderezado de intrigas y luchas de poder, llega a nuestros días rodeado de un halo de tragedia e incomprensión ante las enormes barreras a las que se enfrentó.

Un trío bien avenido

Hacia el año 1340, su vida, la de Inés de Castro, daría un giro imprevisible.

Un visitante portugués, alto, apuesto, de porte muy noble y rotundo de apariencia, se presentó en la Corte castellana sin previo aviso, aunque todo estaba preparado discretamente. Se llamaba Pedro, y era el hijo de Alfonso IV de Portugal. Nada sería extraño si no fuera por la forma en que sucedió todo después, y por cómo pasarían los acontecimientos posteriores y la fuerza del dramatismo que impregnarían los hechos que se narran a la luz de la historia.

Don Pedro iba siguiendo la trazada de otra estela. Era esta la de la infanta Doña Constanza, hija del infante -regente de Castilla a la sazón–, Don Manuel. En el corazón del portugués se juntaron en el mismo instante en flagrante contradicción un amor arrebatador y un contrato matrimonial como pieza separada, ambos sin encaje común. Constanza se había dado cuenta de que su amado había perdido la cabeza pero no los papeles, y como es sabido, si hay caballeros sobre la tierra, estos son los portugueses.

Fiel a su palabra, se casó con su prometida. Pero una extraña entente cordial hizo que aquel menage a trois prosperara sin cortapisas y todos tan contentos. Constanza tenía clara la puesta en escena y sabía que iba a ser la reina de Portugal y además, amaba profundamente a su marido. Entendía, más allá de los frenos y estereotipos, que aquello tan natural, era inevitable, y como todos sabemos, la educación es un marco formal razonablemente limitativo y que la reflexión esta mas en consonancia con el progreso y la adaptación.

Era un trío amoroso muy bien avenido, pero Constanza, en el año del Señor de 1345, se fue allá donde el silencio tiene su propia y exclusiva audiencia y una casi nula tribuna de oradores.

El infierno bajo nuestros pies

Pero la cosa no acaba ahí, empieza más bien. Al ser bastarda Inés de Castro el padre de Don Pedro, cuando fue puesto al corriente de que compartía tres criaturas con su amada del otro lado de la marcación ibérica, montó en cólera y se la juró.

Rápidamente, a través de sus allegados, supo el hijo de la conjura que se estaba montando para asesinar a su amor amado. En la idea de que estaría a resguardo en Tierra Sagrada, y protegida por las monjas de Santa Clara, la encerraría para protegerla en el monasterio de Coímbra. Pero Alfonso IV de Portugal era un elemento de armas tomar. Este se personó en las estancias de la intuitiva mujer que sabía que el tránsito se aproximaba, y allá mismo, salvajemente sería asesinada por tres secuaces del monarca, que según relato de las venerables monjas dedicadas al carraspe de dulces elaborados con Porto, era algo más que una mera carnicería sádica. Una venganza incalificable desde cualquier punto de vista, había dejado aquel cuerpo diseñado por el creador para la contemplación de lo que es capaz cuando está en sus cabales, convertido en un espejo de irracionalidad manifiesta.

El cuerpo sería transferido desde el convento de Coimbra al monasterio de Alcobaça, donde reposan los restos de los monarcas portugueses

Tras once años de cruenta guerra civil, el tal Alfonso finalmente la palmó, y Don Pedro sería coronado como Pedro I de Portugal. Y ocurrió que el infierno, que en aquel entonces estaba deslocalizado de su lugar natural que es la superficie de la tierra, lugar donde residen los llamados humanos, se abrió de par en par.

El suplicio y la culpa por no haber podido defender a la madre de sus hijos de aquellos miserables le había corroído las entrañas y la venganza habíase instalado como potente e inexorable carcoma.

Los asesinos habían puesto tierra de por medio tiempo ha. Pero localizados en Castilla por Pedro I El Cruel, y tras un fructífero canje de prisioneros, se trajinaron unos lechales regados con abundante vino de Cacabelos. Pedro Coelho y Álvaro Gonçales las pasaron muy putas con el repertorio que les aplico el rey portugués. Se comió sus corazones con un elaborado adobo de chimichurri no sin antes darles un toquecillo a "la piedra", en presencia de los numerosos cortesanos invitados al macabro acto reivindicativo, e hizo un surrealista besamanos con los restos mortales de su amor. Al tercero de los asesinos, Diego Lopes Pacheco, mercenario en las filas de los Trastámara, no le puedo echar el guante.

Diez años después, a los treinta y siete, Pedro I de Portugal fallecería, disponiendo que se le enterrara enfrente de la mujer amada en una soberbia tumba de mármol. Ese mismo año, en abril, el cuerpo de su amada sería transferido con solemnidad inusual desde el convento de Coimbra al monasterio de Alcobaça, lugar donde reposan los restos de los monarcas portugueses. Un mausoleo de piedra blanca representa la cabeza de Inés coronada como si hubiese sido reina.

Es muy probable que la conmovedora fuerza que les unió en vida se dejara sentir más allá de la muerte. En el viaje a la eternidad, eran estrellas gemelas.

"Una vez dije: 'ven, Dios, ven a mis labios,
ven a mis ojos y a mi sed'.
Y Dios solo era verdad en el silencio".
Antonio Gamoneda

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