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La ciencia contra el jarabe de palo: Dar azotes a tu hijo puede arruinarle la vida
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el mayor estudio sobre castigo e infancia

La ciencia contra el jarabe de palo: Dar azotes a tu hijo puede arruinarle la vida

Una reciente investigación revela los peligrosos efectos psicológicos de reprimir las conductas negativas de nuestros hijos aplicando la máxima de 'un bofetón a tiempo'

Foto: Un azote siempre va precedido de una cadena de insultos y amenazas. (iStock)
Un azote siempre va precedido de una cadena de insultos y amenazas. (iStock)

Es una escena que se repite con frecuencia, a la salida de colegio, en la cola de un supermercado o en la sala de espera del dentista: un niño hace una trastada y su madre se vuelve y le suelta un pescozón que le arranca el llanto de golpe. El jarabe de palo, decían nuestras abuelas, es la mejor forma de enderezar a la prole. Porque “YO mando. YO soy tu padre”, como diría Darth Vader, quien es un vivo ejemplo de que las relaciones entre padre e hijo tienden a torcerse y más cuando desde la más tierna infancia nos enseñan que para que nos respeten debe ejercerse la violencia.

Un reciente estudio publicado este mes en ‘Journal of Family Psychology’ revela algunas claves sobre los efectos psicológicos que tiene en nuestros hijos el castigar por medio de la agresión física, aunque como bien apuntan los especialistas, un azote siempre va precedido de una cadena de insultos y amenazas. El macroestudio sobre el castigo físico, realizado por la Universidad de Austin, en Texas, y la Universidad de Michigan, recoge cinco décadas de investigación sobre la conducta y el castigo de 160.000 niños para concluir que los efectos del azote en la infancia tal vez frenen un comportamiento negativo de forma momentánea, pero provocan numerosos problemas en los menores: se vuelven más agresivos y antisociales, y puede producir problemas mentales y dificultades cognitivas.

Los azotes incrementan la probabilidad de que el niño sufra una gran variedad de trastornos y es lo opuesto a lo que los padres quieren conseguir

“Nuestro análisis se centra en lo que muchos americanos reconocerían como un mero cachete y no comportamientos potencialmente abusivos”, dice Elisabeth Gershoff, profesora asociada de desarrollo humano y ciencia familiar en la Universidad de Texas. Y añade que “descubrimos que los azotes estaban asociados con un resultado negativo no intencionado y no con una conformidad a medio o largo plazo, que es lo que los padres creen cuando disciplinan a sus hijos”.

Tanto Gershoff como Andrew Grogan-Kaylor, coautor del estudio y profesor asociado en la Univeridad de Michigan, observaron que los pescozones estaban vinculados a 13 de los 17 resultados que examinaron y que en todos casos eran negativos. “Los azotes incrementan la probabilidad de que el niño sufra una gran variedad de trastornos y es lo opuesto a lo que los padres quieren conseguir con ello”, concluye Grogan-Kaylor, para quien los datos extraídos confirman que la diferencia entre un bofetón y el abuso físico es solamente de grado y tiene efectos parecidos en los menores.

Un trauma para toda la vida

Ambos científicos no se limitaron a estudiar a niños, sino también a adultos que habían sido castigados corporalmente en la infancia, pudiendo comprobar que muchos de ellos experimentaban comportamientos anti sociales y problemas mentales, además de aplicar similar disciplina a sus propios hijos. Una idea con la que coincide el psicólogo infantil Ramón Soler, quien asegura que la violencia vivida en la infancia se repite en la edad adulta de una forma circular: “Muchos estudios han demostrado que los niños que han sufrido malos tratos repiten estas conductas con hermanos, compañeros y, más tarde, con parejas. Y como adultos tienen más probabilidades de caer en adicciones, ansiedad, depresión y baja autoestima”.

Sin embargo, ¿puede considerarse un cachete más o menos esporádico una forma demaltrato? Para Soler no hay ninguna duda: “Un bofetón es también maltrato. Según mi experiencia, no hay un azote a tiempo; aunque parezca que a corto plazo evita una conducta, sus consecuencias a largo plazo son contraproducentes porque estamos legitimando el abuso de poder, enseñándole al niño que debe someterse primero y luego someter a otros más débiles”.

El 80% de los padres de todo el mundo confiesa dar azotes a sus hijos para contrarrestar un mal comportamiento, según UNICEF

La dificultad radica, según el psicólogo, en que un adulto comprenda que muchos de sus problemas provienen de la infancia: “Muchas personas que acuden a mi consulta justifican que sus padres les pegaban lo justo, porque se lo merecían; sin embargo, a poco que tiras del hilo del pasado, en la mayoría de los casos llegamos a maltratos que sufrieron de niños”. La forma de conseguir superar este tipo de traumas es asumir que sucedieron y cómo nos han afectado, afirma.

Según datos de UNICEF, en 2014 el 80% de los padres de todo el mundo confesaba dar azotes a sus hijos para contrarrestar un mal comportamiento. Una cifra que los autores del estudio esperan que disminuya en la medida en que se conciencie a los padres sobre los daños de este tipo de disciplina corporal.

Por su parte, el doctor Ramón Soler aconseja a los adultos que tengan muy presente su propia infancia a la hora de educar a sus hijos. “Debemos liberarnos de la agresividad de la que quedamos impregnados en el pasado para no repetir los mismos errores. Nuestros hijos son el eslabón más débil y si piden que les cojamos en brazos o que durmamos con ellos es porque lo necesitan. Si confiamos y les apoyamos acabarán por cortar el hilo ellos mismos, porque estarán cubiertos a nivel emocional”.

Es una escena que se repite con frecuencia, a la salida de colegio, en la cola de un supermercado o en la sala de espera del dentista: un niño hace una trastada y su madre se vuelve y le suelta un pescozón que le arranca el llanto de golpe. El jarabe de palo, decían nuestras abuelas, es la mejor forma de enderezar a la prole. Porque “YO mando. YO soy tu padre”, como diría Darth Vader, quien es un vivo ejemplo de que las relaciones entre padre e hijo tienden a torcerse y más cuando desde la más tierna infancia nos enseñan que para que nos respeten debe ejercerse la violencia.

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