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Guía breve del improperio: así es cómo y cuándo debes insultar, según la ciencia
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Guía breve del improperio: así es cómo y cuándo debes insultar, según la ciencia

No vale faltar por faltar, ni mucho menos cagarse en la madre de ese compañero que no ha hecho nada. Incluso para ser irrespetuoso hace falta un poco de gracia, otro poco de arte, y algo de ciencia

Foto: No te enfades con ella, esta peineta está científicamente probada. (iStock)
No te enfades con ella, esta peineta está científicamente probada. (iStock)

Durante mucho tiempo, los insultos han sido estigmatizados como el arma utilizada para defender su punto de vista por aquellos que no saben argumentar. Se trataba de algo propio de la incultura, la muestra más clara de que uno no ha sido educado correctamente. Sin embargo, la lingüística y las ciencias cognitivas están empezando a derrumbar los viejos mitos o, mejor dicho, a darles la vuelta: al fin y al cabo, parece ser que ni insultar es malo, ni de paletos ni de personas violentas. Sino todo lo contrario.

La teoría más reciente a tal respecto es la expuesta por psicólogos de la Universidad de Keele –los grandes expertos globales en insultos, al menos en el ámbito académico– que señalaba que insultar no sólo sirve para derrumbar la autoestima del ofendido, sino sobre todo, para sentirnos más fuertes. Se trata, explican, de un mecanismo psicológico y emocional que nos ayuda a resistir aquellas situaciones que nos resultan amenazantes. Como explicaban en 'Filling the Emotion Gap in Linguistic Theory' Timothy Jay y Kristin Janschewitz, es el mecanismo que nos permite aliviar nuestra frustración cuando nos sentimos agredidos. En otras palabras, llamar “gilipollas” a alguien tiene un efecto psicológico semejante a pegarle un golpe, y resulta mucho más pacífico.

Insultar permite a los trabajadores expresar sus sentimientos, desarrollar relaciones y unir al grupo

Ello no quiere decir, claro está, que debamos insultar a todas horas, por todas las razones, sin miedo a represalias. Sin embargo, hay determinados contextos en los que romper el tabú al insulto o a la palabra malsonante puede ayudarnos a resultar más convincentes, carismáticos o, simplemente, a relajarnos. Esto es lo que deberías saber antes de abrir la bocaza y cagarla (oops, perdón).

Maldice en el trabajo, ¡coño!

Uno pensaría que el lugar en el que, sin ninguna duda, no deberíamos decir ni un solo taco, es en nuestro empleo. Sin embargo, un grupo de investigadores encabezados por Yehuda Baruch, de la Southampton Business School, descubrieron en 2007 que insultar permite a los trabajadores expresar sus sentimientos, desarrollar relaciones y unir al grupo. ¿De qué manera? Se trata de un arma para aliviar frustraciones e, incluso, subir la moral. Eso sí, únicamente con los improperios casuales: “Jurar en el lugar de trabajo puede ser un elevador de moral e inspirar un sentimiento de trabajo en equipo”, señala la investigación.

Recordemos que en muchas compañías, como recuerda 'Forbes', decir palabras malsonante está prohibido. Es lo que ocurre con Goldman Sachs, JP Morgan Chase o la propia Forbes, cuyas cuentas de correo filtran todos los e-mails con algún insulto en ellos. No obstante, otra investigación publicada en 'Community Reports' sugería que, como cabría esperar, los compañeros perciben como personas altamente incompetentes a aquellas que utilizan insultos en los contextos formales. No, no le digas al inversor que te acaban de presentar que está hecho todo un hijo de puta.

Así sí: soltar un “¡mierda!”, “¡coño!” o “¡joder!” de vez en cuando, lejos de los oídos de los superiores, y sólo cuando pueda ayudar a relajarse a los compañeros (“ala, ha dicho un taco”).

Así no: escribir algo como “mañana es la fecha límite para entregar el puto encargo” en un correo electrónico. Llamar “idiota” al jefe. Llamar “estúpido” al cliente. Llamar “bastardo” a tu compañero.

Joder, me lo estoy pasando de puta madre

Parece de lógica: sólo una persona enfadada o triste podría perder el control de sí mismo lo suficiente como para lanzarse a insultar. Sin embargo, tal y como puso de manifiesto una investigación realizada en la Universidad de Keele (¿no dijimos que eran los expertos en el tema?), decir palabras malsonantes es una de las formas de expresión emocional más potentes que existen.

Eso quiere decir que, cuando estamos muy entusiasmados, es más probable que salgan sapos y culebras de nuestra boca que, claro, no tienen por qué tener una finalidad denigratoria hacia los que nos rodean. Los investigadores lo descubrieron después de examinar las reacciones de un grupo de personas que acababan de jugar durante 10 minutos a un videojuego violento, frente a otros que habían disfrutado –es un decir– con un juego de golf. Así pues, el insulto es una liberación catártica, algo que sólo nos permitimos en momentos de euforia, el signo de que estamos excitados y nos hemos desinhibido.

Como señalaba una investigación de 2011 realizada en la Universidad de Bristol, no importa tanto el contenido de la palabra como el mero hecho de permitirnos pronunciarla. Ello provocaba que los participantes en el estudio sudasen más cuando decían un taco que cuando utilizaban un eufemismo, lo cual provocaba que los investigadores señalasen que se trata de un estresante.

Así sí: cuando te sientas eufórico o necesites un subidón de adrenalina, exclama “¡joder!” Incluso en la cama. Te ayudará.

Así no: si sientes que el tiempo se te echa encima, que no puedes más con el estrés y que estás a punto de estallar, ahórrate esa interjección malsonante que tienes en la punta de la lengua. Lo más probable es que sólo sirva para ponerte aún más nervioso.

No hay dolor, ¡hostias!

Una última aplicación de los insultos está relacionada con nuestra sensación de dolor. Sí, como lo oyen: como puso de manifiesto una investigación publicada en el 'Journal of Pain' (el mejor nombre de una revista científica de la historia), decir tacos produce un efecto hipoalgésico –es decir, de alivio del dolor– entre los que lo hacen. De ahí que, por ejemplo, nos guste tanto perjurar cuando nos quemamos, nos cortamos o, incluso, que se anime a las parturientas a hacerlo cuando están dando a luz a sus hijos. Eso sí, no todo lo que reluce es oro: como el mismo estudio afirmaba, hacerlo a menudo provoca que su efecto se reduzca, de igual manera que cuando acostumbramos nuestro cuerpo a determinada medicina o antibiótico. Así que usemos los juramentos como si fuesen un bien escaso, no vaya a ser que en lugar de aliviar nuestro dolor, simplemente terminemos siendo unos maleducados.

Así sí: cuando se nos cae un armario en el dedo gordo del pie, cuando somos objeto de una tortura sobrehumana empleado por un terrible grupo terrorista para sacarnos información clasificada, cuando escuchamos la canción que más odiamos en un garito o cuando nos levantamos la mañana siguiente después de bebernos diez copas.

Así no: cuando se nos ha roto una uña, cuando un pacífico transeúnte nos pisa sin querer en el metro, cuando nos hemos pasado la mañana gritando “¡joder!”, “¡me cago en la hostia!” y “¡recórcholis!” porque tenemos agujetas.

Durante mucho tiempo, los insultos han sido estigmatizados como el arma utilizada para defender su punto de vista por aquellos que no saben argumentar. Se trataba de algo propio de la incultura, la muestra más clara de que uno no ha sido educado correctamente. Sin embargo, la lingüística y las ciencias cognitivas están empezando a derrumbar los viejos mitos o, mejor dicho, a darles la vuelta: al fin y al cabo, parece ser que ni insultar es malo, ni de paletos ni de personas violentas. Sino todo lo contrario.

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