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El valle del fin del mundo y el gran misterio que encontramos en él
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VIAJE A LA ISLA DE EDGEOYA

El valle del fin del mundo y el gran misterio que encontramos en él

La isla de Edgeøya, en el archipiélago de Svalbard, es uno de los lugares más remotos del mundo, con uno de los ecosistemas más extraños del Alto Ártico. Pero nadie se esperaba algo así

Foto: Un barco rompehielos se acerca a la isla de Edgeøya. (Paul Souders/Corbis)
Un barco rompehielos se acerca a la isla de Edgeøya. (Paul Souders/Corbis)

Los romanos pensaban que el mundo acababa en Galicia, pero hoy Finisterre apenas se puede considerar un lugar remoto. Si queremos buscar el verdadero fin del mundo, el lugar donde Cristo perdió la alpargata, deberíamos viajar al archipiélago Svalbard, un conjunto de islas pertenecientes a Noruega, pero que están en realidad más lejos de Oslo que del Polo Norte –el doble, para ser exactos–. El 60% de su territorio está cubierto por glaciares y durante cuatro meses (de mediados de octubre a mediados de febrero) sus poco más de 2.000 habitantes, en su mayoría vecinos de la capital, Longyearbyen, viven en la más absoluta oscuridad.

De un tiempo a esta parte, el archipiélago se ha hecho conocido por albergar el Banco Mundial de Semillas, un enorme almacén que pretende mantener a buen recaudo, y para siempre, las más preciadas variedades de semillas que conoce la humanidad. La prensa suele referirse al invento como “la caja fuerte del fin del mundo”, pero en realidad, la construcción se encuentra en una de las pocas zonas del archipiélago donde hay algo de vida humana.

Más alejada de cualquier atisbo de civilización se encuentra la isla de Edgeøya, que bien podría considerarse el fin del fin del mundo. Nadie ha vivido jamás allí, en parte porque 2.000 de los 5.000 km² de superficie están cubiertos por glaciares, pero también porque el suelo se encuentra en constante movimiento: el permafrost provoca corrimientos de tierra, desplazamientos de rocas y la aparición de enormes grietas. Montar allí un sencillo campamento sería una misión sucida.

Pero estar tan aislado tiene sus ventajas. Quizás por haberse mantenido alejada del hombre, la isla es una importantísima reserva natural, repleta de osos polares, renos y una vegetación muy particular.

Una visita salvaje

Rene van der Wal, profesor de ecología de la Universidad de Aberdeen, ha sido uno de los pocos científicos que han visitado la isla para estudiarla. Como cuenta en 'The Conversation', aunque desde 1997 viaja todos los veranos a Svalbard para estudiar la flora y la fauna del lugar, no visitó Edgeøya hasta el año pasado. Y se quedó perplejo con lo que vio.

El científico fue uno de los miembros de una expedición holandesa que reunió a investigadores, turistas, periodistas y artistas para rememorar el viaje que realizó un grupo de compatriotas en los años 60 y 70, el primero que estudió a fondo el ecosistema del lugar.

El territorio está lleno de osos polares que no dudan en atacar a un ser humano si consideran que está molestando

Llegar allí y, sobre todo, pasar en la isla unos días, no es moco de pavo. Los holandeses contaban, eso sí, con un rompehielos de 4.500 toneladas, con espacio para más de 100 pasajeros. El Ortelius, que así se llama la embarcación, logro anclar en una zona poco profunda cercana a la costa de Rozenbergdalen, un valle en el noroeste de la isla, próximo a un fiordo, y repleto de renos, zorros árticos y gansos de pie rosado, que los científicos holandeses ya habían visitado el año pasado. La misión consistía, en resumidas cuentas, en observar qué cambios se habían producido en el ecosistema pasada una temporada.

Para visitar la isla todas las mañanas había que esperar a que los trozos de hielo se desprendieran en posiciones adecuadas. Y eso que era agosto. Sólo entonces los miembros del equipo podían navegar hasta la orilla en pequeños botes tipo Zodiac, tratando de no chocar demasiado con los bloques de hielo o asustar a las morsas.

Una vez en tierra moverse tampoco era sencillo. El territorio está lleno de osos polares que no dudan en atacar a un ser humano si consideran que está molestando. Nadie visita esa isla sin fusil, pero tampoco parece muy adecuado que una expedición científica se dedique a disparar a los osos, así que si aparecía uno había que largarse de la zona lo antes posible.

Hasta aquí lo que es de esperar en un lugar como este. Pero la gran sorpresa no vino de la espectacular fauna del lugar sino de la flora. “Estábamos mentalmente preparados para muchas sorpresas, pero no en lo que respecta a la vegetación”, ha reconocido Van der Wal. “Trabajábamos con un mapa de vegetación que el anterior equipo había producido laboriosamente, moviéndose parcela por parcela y anotando la presencia y abundancia de las diferentes especies de plantas. Los resultados nos fueron dejando cada vez más y más confusos. La vegetación era radicalmente distinta”.

Lo primero que pensaron los científicos es que estaban cometiendo algún fallo. “Sabíamos que no podíamos estar muy alejados”, explica el ambientalista. “Veinte metros quizás, pero no más. ¿Había cometido el anterior equipo fallos graves? Claramente no, pues sus registros eran muy minuciosos. No podíamos creer lo que estábamos viendo”.

La naturaleza se abre camino

Después de tres días de investigación, Van der Wal y sus colegas llegaron a la única explicación posible: la vegetación estaba mucho más desarrollada. En los 70, cuando visitó la isla la primera expedición holandesa, el valle sólo contaba con el tipo de flora que logra crecer en lugares estériles, lo que se conoce como “especies pioneras”. Era posible encontrar, por ejemplo, algunos especímenes de 'Saxifraga oppositifolia', una flor común en el Alto Ártico, y alguna que otro brizna de hierba; todo ello rodeado de suelo desnudo.

Pero, a la vista estaba, que en sólo unos años estas especies pioneras habían sido reemplazadas por capas de musgo de varios centímetros de espesor, donde plantas más altas se estaban empezando a encontrar cómodas. Los científicos llegaron a encontrar sauces polares de cinco cm de altura y zonas en las que la hierba había crecido hasta los 20 cm de alto, que la expedición del año anterior no había registrado.

Un lugar que apenas tenía vegetación se había convertido en un ecosistema de apariencia estable, algo que nadie había observado nunca en el Alto Ártico, donde estos cambios sólo se dan en un largo periodo de tiempo. Van der Wal cree que es necesario estudiar en profundidad el fenómeno, pero ofrece algunas posibles explicaciones.

Lo primero que nos viene a la cabeza, y más en estos días, son los efectos del cambio climático, pero lo cierto es que en esta zona del Ártico no parece que las temperaturas veraniegas se hayan elevado de forma significativa. Cierto es que los inviernos sí son más cálidos, lo que podría haber hecho la vida más sencilla a algunas plantas pero, por lo general, la vegetación de Svalbard tiene una temporada de crecimiento con un comienzo y un final muy abrupto, que a veces dura sólo seis semanas. El otoño y la primavera no existen y en invierno todo está cubierto de hielo. Si éste se derrite antes de tiempo las plantas tienen más tiempo para crecer, pero de ser así el cambio en la vegetación también se habría dado en otras zonas del archipiélago, algo que no ha ocurrido.

Esto no quiera decir que el cambio climático no juegue su papel, pero desde luego no es la principal explicación del fenómeno. Otra hipótesis más peregrina pero plausible es que el cambio en la vegetación se deba a su vez a un cambio en el comportamiento de la fauna. Los pájaros, por ejemplo, son capaces de llevar nutrientes del mar a la tierra, lo que podría provocar un cambio en la flora.

La expedición encontró pequeñas crías de alca en los acantilados, lo que parece indicar que la población de esta especie, que se alimenta de plancton, está creciendo y, con ella, la llegada de comida para las plantas. También los gansos de pie rosado son ahora más comunes que en los 70, y la búsqueda de alimento de este herbívoro deja huellas en la vegetación.

De lo que no cabe duda, asegura Van der Wal es que en el valle de Rozenbergdalen está ocurriendo algo muy especial, pues se trata de un ecosistema límite que ha logrado cambiar por completo en tan sólo un año, lo que genera multitud de preguntas. “Si logramos desvelar el misterio”, asegura el científico, “estaremos un paso más cerca de entender cómo funciona una de las regiones más remotas de nuestro planeta”.

Los romanos pensaban que el mundo acababa en Galicia, pero hoy Finisterre apenas se puede considerar un lugar remoto. Si queremos buscar el verdadero fin del mundo, el lugar donde Cristo perdió la alpargata, deberíamos viajar al archipiélago Svalbard, un conjunto de islas pertenecientes a Noruega, pero que están en realidad más lejos de Oslo que del Polo Norte –el doble, para ser exactos–. El 60% de su territorio está cubierto por glaciares y durante cuatro meses (de mediados de octubre a mediados de febrero) sus poco más de 2.000 habitantes, en su mayoría vecinos de la capital, Longyearbyen, viven en la más absoluta oscuridad.

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