La increíble historia del Coronel Palanca: cuando España conquistó Vietnam
La expedición que tenía como propósito dar un escarmiento al emperador se convirtió para Francia en un pretexto para anexionarse todo el actual territorio de Vietnam, Camboya y Laos
Ámame u ódiame, ambas en mi favor. Si me amas, siempre estaré en tu corazón. Si me odias, siempre estaré en tu mente.
–Shakespeare
Hacia 1857 una persecución de misioneros católicos europeos en la zona de Tonkin –norte del actual Vietnam– acabaría con la decapitación del obispo español Díaz Sanjurjo. Rápidamente una expedición de castigo en colaboración con los franceses se puso en marcha. Mientras que España se fue a aquel lejano frente en Extremo Oriente con espíritu de cruzada, los franceses, que formaban parte de aquella fuerza expedicionaria mixta, tenían la vista puesta en conquistar el enclave para convertirlo en una más de sus colonias.
Por aquel entonces, las guerras Carlistas habían menguado los recursos de la nación de manera sensible. Las aventuras transfronterizas se veían con malos ojos, y la institución militar estaba prácticamente postrada por falta de recursos y con frentes abiertos en Filipinas, contra la hidra de la piratería, y el incipiente movimiento guerrillero Mambis en Cuba, colonia esta de la que España utilizaba los fondos extraídos de la isla para asuntos ajenos a los intereses autóctonos, fondos que en su totalidad iban para financiar grandes desembolsos armamentísticos que en la práctica ascendían a más de la tercera parte del presupuesto nacional. El país no estaba para zarandajas, pero el Quijote que anidaba en el genoma de la nación pedía paso.
En aquel tiempo era el reinado de la ínclita y ligera de cascos Isabel II. O´Donnell cortaba el bacalao y estábamos metidos en un fregado llamado la Cuádruple Alianza, tratado de mutua asistencia que obligaba a sus integrantes a asistirse en caso de agresión a alguno de ellos.
No hubo un respaldo comprometido al proyecto. Desde la capitanía de Filipinas, matriz del envío de tropas, alegaban que en el vasto archipiélago había 6.000 islas que defender de los piratas. La metrópoli estaba tocada y distante y a la administración de aquel entonces le venía grande el asunto. Se actuó con desgana, sin una implicación comprometida. El país vivía en una nebulosa de desencantos y el letargo, más que venial, era de una indolencia supina.
Un paseo por el Lejano Oriente
A la postre, fuimos allá. No hay que olvidar que trescientos años antes de que Francia, Holanda o Inglaterra miraran hacia el Lejano Oriente, nosotros ya habíamos hollado en el siglo XVI partes de lo que hoy es Laos, Taiwan, Camboya, Siam y Vietnam. Hubo un tiempo en que las andanzas del español Blas Ruiz de Hernán González y el portugués Diego Belloso –en la época de máxima fraternidad entre nuestras naciones hermanas–, en que con la excusa de ayudar al rey de Prauncar de Camboya, se anduvo ramoneando por aquellos pagos.
La expedición en cuestión, que tenía como propósito dar un escarmiento al emperador de Anam, se convirtió para Francia en un pretexto para anexionarse posteriormente todo el actual territorio de Vietnam, Camboya y Laos. Para 1863, los franceses, más avispados, ya habían establecido la colonia de la Cochinchina y habían convertido en un protectorado a Camboya. Noventa años después más o menos, uno de los militares más lúcidos de la historia, el ilustre general Giap, pondría de nuevo las cosas en su sitio.
Durante tres días y sus noches, al límite de la resistencia humana, menos de doscientos hombres extenuados repelen cerca de veinte asaltos
En agosto de 1858, los españoles desembarcan por Danang –en la parte central de lo que hoy es Vietnam–, en el mismo lugar que lo harían los marines de EEUU en 1964. A tiro de piedra estaba Hue, la capital imperial. Los españoles proponían explotar el factor sorpresa y conquistar el centro de poder annamita, mientras los franceses preferían consolidar la posición, como así fue.
Pero la clave estaba en el sur. La toma de los fuertes que protegían Saigón casi recuerda los fulgurantes ataques de la guerra relámpago de Rommel años más tarde. La épica defensa de la pagoda de Clochetons, atacada en sucesivas oleadas por masas annamitas, puede pasar a los anales de la historia militar como uno de los episodios más increíbles del arte de la guerra. Durante tres días y sus noches, al límite de la resistencia humana, menos de doscientos hombres extenuados repelen cerca de veinte asaltos consecutivos por parte de una horda enfurecida por la ocupación del templo budista. Entre pozos de lobo, empalizadas y cuerpo a cuerpo en franca inferioridad numérica, el destacamento español sobreviviría a aquella terrible experiencia durante un interminable periodo de luna llena que iluminaba con desdén aquel despropósito de vida y muerte.
Un hombre íntegro y entregado a la tropa
Atisbos de renovación en la anquilosada mentalidad militar de aquel entonces y un equipamiento moderno, sumado a unas fuerzas muy motivadas, curtidas, veteranas y expertas, dieron un alto sentido a aquella gesta olvidada. El enemigo, o quizás sería más apropiado decir el adversario, era infinitamente superior y de una valentía sorprendente; en los combates luchaban hasta el último hombre vivo. Pero su secular retraso en las técnicas de combate más modernas no les permitía rivalizar con los modernos ejércitos europeos.
Hay que destacar que el Coronel Palanca siempre se entendió muy bien con los franceses consiguiendo que se le tuviera en cuenta durante la campaña, lo que asumiendo con que sólo contaba con 200 hombres, tiene su enjundia. Siempre iba en vanguardia y las decisiones las tomaba sobre el terreno, lo que le acarrearía un notable mapa de cicatrices. Era un verdadero jefe.
Inveteradamente incapaces de valorar nuestra historia, parecemos el patio de recreo de un colegio cualquiera rendido a las disputas más insustanciales
A su vuelta a España, el efecto ascendente de su imagen de hombre íntegro y entregado a la tropa parece que no gustó en el alto estamento castrense, donde había bastante enanismo mental. Su promoción al generalato quedaría frenada por un grupo de lenguas viperinas que nunca dieron curso a una merecida recompensa y satisfacción por el deber cumplido a aquel soldado ejemplar. Sus protestas formales ante la metrópoli no conseguirían que el chovinismo francés valorara justamente la participación española. La actitud negligente de un gobierno pusilánime haría el resto.
Inveteradamente incapaces de valorar nuestra historia, parecemos el patio de recreo de un colegio cualquiera rendido a las disputas más insustanciales. A veces, a los mejores los ahogamos en la propia grosería para igualarnos ante ellos sin esfuerzo.
Hoy, un camposanto situado en el centro de Vietnam y repleto de una tupida maleza alberga 32 tumbas y algunas lápidas desgarradas por tanto olvido en recuerdo a los militares fallecidos. En un ejercicio bien pensante, cabe deducir que la administración española no puede derivar recursos para desbrozar y dar una apariencia más digna a este olvidado cementerio. ¿Falta de recursos? No, desidia.
A esta gran nación que fuimos, el tiempo nos disuelve. España, suma y sigue.
Nota de autor: Mi agradecimiento al general e historiador Luis Alejandre Sintes, por la inspiración que me aportó la lectura de La guerra de la Cochinchina (Tierra Incógnita), el libro en el que reivindica la figura del Coronel Palanca.
Ámame u ódiame, ambas en mi favor. Si me amas, siempre estaré en tu corazón. Si me odias, siempre estaré en tu mente.
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