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El Congreso de Viena o cómo humillar a España y celebrarlo a lo grande
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LAS FIESTAS de la restauración

El Congreso de Viena o cómo humillar a España y celebrarlo a lo grande

Este acontecimiento histórico configuró la Europa post-napoleónica y significó para España su pérdida de condición de “gran potencia”, algo que el resto de monarquías celebraron por todo lo alto

Foto: Retrato de los asistentes al encuentro aristocrático.
Retrato de los asistentes al encuentro aristocrático.

La historiografía coloca bajo la etiqueta “Congreso de Viena” no solo las negociaciones que tuvieron lugar en la capital del Imperio austriaco entre el 23 de septiembre de 1814 y el 9 de junio de 1815, sino también el largo proceso por el cual pudo ser finalmente vencido el intento hegemónico de Napoleón Bonaparte (1769-1821), así como las negociaciones políticas entre sus vencedores para imponer una determinada paz a Francia y para establecer y conservar un determinado equilibrio de poder en Europa.

El Congreso de Viena significó para España su pérdida de condición de “gran potencia”. Nuestro país no solo no estuvo entre las grandes potencias que diseñaron el nuevo sistema internacional, sino que, además, la idea de que España padeció una “degradación internacional” en torno al Congreso de Viena se nos presenta como un lugar común, tanto entre los contemporáneos que vivieron los hechos como entre los publicistas e historiadores de los siglos XIX y XX.

En 1814-1815, la reorganización de Europa después de 25 años de guerra y revolución puso de manifiesto, de manera inmediata, que las cuatro grandes potencias vencedoras, actuando como “gobierno conjunto europeo”, no estaban dispuestas a compartir las decisiones importantes con las potencias secundarias y que España estaba entre ellas.

En el libro El Congreso de Viena, 1814-1815 (Catarata), la doctora Rosario de la Torre del Río, catedrática de Historia de la Política Internacional en la Universidad Complutense de Madrid, repasa los entresijos de este episodio de capital importancia para la historia de Europa. Incluyendo alguna de sus características menos conocidas, como las enormes fiestas que se celebraron en Viena durante el transcurso del encuentro, de las que habla en este extracto del libro.

El congreso se divierte

En la primavera de 1814, tras tantos años de guerra, Europa estaba exhausta. El sufrimiento había sido inmenso, los estados estaban arruinados, las economías hundidas y las familias destrozadas. Habían muerto millones de personas y muchas más habían quedado heridas de manera permanente. Pueblos enteros habían sido borrados del mapa; las tierras estaban devastadas, las leyes habían dejado de cumplirse y se habían cometido atrocidades a gran escala.

Posiblemente por esto, aunque se ocupara, por encima de cualquier otra cosa, de la reconstrucción territorial de Europa, el Congreso de Viena fue también el gozoso rito de un punto y final, de una clausura; la gran celebración monárquica y aristocrática del final de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas. Dos emperadores, cuatro reyes, 11 príncipes reinantes, unas 215 cabezas de familias principescas, sus consortes, cerca de 300 nutridas delegaciones oficiales y un extenso número de emisarios no invitados; todos ellos acompañados de numerosos ministros, consejeros, familiares y sirvientes, a los que hay que añadir periodistas, espías, hombres de negocios, aventureros, demi-mondaines y prostitutas, así como los muchos turistas que decidieron pasar por Viena para disfrutar del espectáculo. La ciudad, de ordinario con una población de unos 250.000 habitantes, parece que llegó a acoger a unos 70.000 extranjeros durante los meses del Congreso.

Con el fin de distraer a tantos y tan variados invitados, el emperador Francisco designó un Comité de Fiestas para gestionar todos los entretenimientos oficiales

Viena conservaba un aire especialmente aristocrático. La aristocracia austriaca, húngara y bohemia vivía allí en magníficos palacios y disfrutaba de una importante vida social y cultural en sus salones de baile, escuelas de equitación, teatros y salas de óperas privadas. Los comerciantes no eran muy visibles y los artesanos trabajaban para la aristocracia. Su más importante producción seguía siendo el vino, que tenía en la ciudad, donde se bebía mucho, su principal mercado. La mayor parte de los eventos del Congreso tuvieron lugar en la ciudad antigua, todavía encerrada en sus imponentes murallas, “visibles” aún hoy gracias a su sustitución por el gran bulevar de la Ringstrasse.

Aunque la monarquía de los Habsburgo había quedado debilitada por tantos años de guerra, el emperador de Austria y Metternich quisieron demostrar la fuerza de los Habsburgoasumiendo unos gastos impresionantes, ya que, aunque en principio se pensó que el Congreso duraría unas cuatro semanas, la reunión se extendería a lo largo de ocho meses y medio. Los principales soberanos —el zar de Rusia y los reyes de Prusia, Dinamarca, Baviera y Württenberg, y sus esposas— fueron recibidos como invitados del emperador en el Hofburg, el antiguo palacio de los Habsburgo en el corazón de Viena. Cada noche, un gran banquete con 40 o 50 grandes mesas se prepararía para ellos y 300 carruajes y 1.400 caballos fueron puestos a su disposición junto con los sirvientes perfectamente ataviados que todo eso requería. Como presidente del Congreso, Metternich prestó también gran atención a los aspectos sociales del Congreso y ofreció cenas para centenares de personas todos los lunes en la Cancillería.

Con el fin de distraer a tantos y tan variados invitados, el emperador Francisco designó un Comité de Fiestas para que se ocupara de planificar, promover y gestionar todos los entretenimientos oficiales. Prácticamente todos los días hubo paradas militares, partidas de caza, cenas, bailes, conciertos u óperas. Algunos de aquellos eventos fueron especialmente memorables: la entrada de los soberanos aliados en Viena en septiembre; el Festival de la Paz del Prater, en octubre, para celebrar la victoria de Leipzig del año anterior, seguido, esa misma noche, por el Baile de la Paz ofrecido por Metternich en su villa de Rennwerg, a las afueras de la ciudad; un baile de máscaras, también en la villa de Metternich, a comienzos de noviembre; el Gran Carrusel: un torneo medieval en la Escuela Española de Equitación a finales de ese mes, en el que todos losparticipantes fueron vestidos con lujosos trajes medievales; una interpretación de la Séptima Sinfonía de Beethoven dirigida por él mismo; tableaux vivants en la gran sala de baile del Hofburg en los que actores, vestidos para la ocasión, bajo la dirección del pintor francés Jean-Baptiste Isabey (1767-1855), pintor “oficioso” del Congreso, reconstruían escenas históricas y mitológicas; el funeral por el viejo príncipe de Ligne, el “chistoso” por excelencia del Congreso; una gran carrera de trineos y banquete, en enero, en el palacio de Schönbrunn, con regreso a Viena por la noche a la luz de las antorchas; y una sombría ceremonia religiosa en la catedral de San Esteban, el 21 de enero, por Luis XVI de Francia en el aniversario de su ejecución.

Festejando en público, negociando en secreto

Más allá de las extravagancias, la vida artística de Viena fue en aquellos meses especialmente brillante. Visto en perspectiva, destaca la presencia de Ludwig van Beethoven (1770-1827), que dirigió personalmente sus sinfonías tanto con ocasión del regreso a Viena de Francisco I y de Metternich como en varias soirées de gala. Durante el Congreso, Beethoven presentó la versión definitiva de su Fidelio, para dirigir más tarde su Victoria de Wellington. El 24 de noviembre estrenó, a mayor gloria del Congreso, El momento glorioso, una cantata patriótica para cuatro voces, coro y orquesta. El 29 de noviembre dirigió su Séptima Sinfonía ante 6.000 espectadores; el concierto terminó con la interpretación de su Victoria de Wellington y de El momento glorioso, que volvió a dirigir el 25 de diciembre en el Hofburg y de nuevo, con 1.000 instrumentistas, el 1 de enero. El 25 de enero —era el aniversario de la zarina Isabel— tocó el piano ante todos los soberanos y dedicó a la zarina una cantata. Más tarde, presentó su Canto elegiaco para voz y cuarteto de cuerda y su sonata 27 para piano. Sin duda, aquel fue un año maravilloso para Beethoven.

Y cómo no decir algo sobre el vals, un baile que se impuso definitivamente a lo largo del Congreso en detrimento de las viejas danzas cortesanas. El vals no era una novedad; conocido desde el siglo XVII, era muy popular en Viena desde los años 1780 y se practicaba en Berlín desde la década siguiente; su ritmo había aparecido en óperas y algunos compositores ya se habían especializado en su composición. Sin embargo, en Viena, durante el Congreso, el vals se bailó muchísimo más rápido y con los cuerpos muchísimo más cerca. Fue un grandísimo éxito. Hasta Castlereagh y su esposa tomaron clases de vals en su residencia para no hacer mal papel en los salones. Por supuesto, en el Congreso se bailaron también mazurcas polacas, galop húngaras y polkas bohemias.

Para absorber a la inmensa cantidad de invitados al Congreso, los salones jugarían un papel fundamental. Fueron cenas y soirées relativamente íntimas y, desde luego, más importantes políticamente hablando que las oficiales, en torno a las figuras destacadas de la sociedad vienesa. La princesa Metternich (Eleonora von Kaunitz) recibía los lunes; la princesa Trautmansdorf (esposa del gran edecán del emperador), los jueves, y la condesa Julia Zichy (esposa del embajador austriaco en Berlín y cuñada del ministro del Interior), los sábados. Los monarcas y los ministros se podían encontrar en los saloncitos privados de las princesas Esterhazy, Thurn y Taxis, Fürstenberg y de madame Fuchs. Talleyrand, en el palacio Kaunitz, recibía por las mañanas mientras le lavaban, peinaban y vestían; por las tardes, su sobrina Dorotea de Curlandia (1793-1862), 20 años, hija de una de las mujeres más ricas de Europa, esposa de su sobrino, el conde Edmond de Périgord (1787-1882), atraía a los poderosos con el brillo de su belleza y de su inteligencia; por las noches, el político francés trabajaba en su dormitorio mientras escuchaba la música que interpretaba al piano su músico personal.

Fueron especialmente importantes, por razones distintas, los salones —y los dormitorios— de dos mujeres de gran belleza e inteligencia que compitieron entre ellas alojadas en un mismo palacio, el Palm, a pocos pasos de la Cancillería, con un único patio de entrada y dos escaleras distintas: Guillermina, duquesa de Sagan (1781-1839), y Catalina, princesa de Bragation (1783-1857); las dos ofrecieron facilidades para encuentros diplomáticos informales, especialmente entre los aliados y Talleyrand; las dos tuvieron, antes y durante el Congreso, relaciones peligrosamente íntimas con Alejandro y con Metternich, que las frecuentaban casi a diario. Guillermina de Sagan tenía 32 años, conocía muy bien la alta sociedad vienesa, tenía excelentes relaciones con Alejandro de Rusia y con Federico-Guillermo de Prusia y, hermana de Dorotea de Curlandia, era prácticamente de la familia de Talleyrand; además, fue amante de un Metternich completamente entregado a ella por entonces.

Los infinitos cotilleos alrededor de unas relaciones sociales especialmente “ligeras” se convirtieron en “la noticia” por excelencia del Congreso

Catalina Bragation tenía 29 años, venía de una familia de la más alta sociedad rusa y era viuda de un general muerto en la campaña de 1812; poco después de casarse había abandonado a su marido y se había instalado en Viena, donde se le conocieron numerosos amantes, entre los que se encontraba Metternich, con el que se supone que tuvo a la hija que llamó Clementina. Su “trono social” en Viena era indiscutible y parece que no estuvo dispuesta a compartirlo con Guillermina que, precisamente en los meses de octubre-noviembre de 1814, justo en el momento en que el problema polaco-sajón enfrentaba directamente a Metternich con Alejandro, decidió romper con el ministro austriaco y acercarse al zar ruso, lo que sumió a Metternich en una dolorosísima crisis personal que, según las fuentes (Gentz y Talleyrand), le hizo desatender su trabajo, dando a su enfrentamiento político con Alejandro una dimensión de rivalidad de egos masculinos que en nada benefició a la solución del problema. En cualquier caso, conviene no dejarse engañar por la famosa frase del príncipe de Ligne: “El Congreso no marcha, danza” y aceptar, sin más, la idea de que, a lo largo de los ocho meses y medio que duró el Congresohubo muchas diversiones y poco trabajo. En absoluto: los políticos y los diplomáticos de las cinco grandes potencias, de las tres potencias medianas y de los distintos estados que participaron en los numerosos comités, así como los funcionarios a las órdenes de Metternich, trabajaron intensamente, incluso en medio de las fiestas. Pero como, por supuesto, sus negociaciones fueron secretas, los periodistas y cronistas tuvieron que conformarse con lo público y con las filtraciones. La intensa vida social del Congreso, el glamour del ceremonial y los infinitos cotilleos alrededor de unas relaciones sociales especialmente “ligeras” se convirtieron en “la noticia” por excelencia.

En cualquier caso, el secreto de las negociaciones fue bien guardado por todos. Los austriacos, que ya tenían una de las redes de policía política más eficiente de Europa, la reorganizaron y la pusieron a punto para actuar durante el Congreso. Bajo la eficiente dirección del barón Franz Hager, toda carta que llegaba a Viena por correo era abierta, leída y vuelta a sellar, y su contenido recogido y ordenado. Numerosísimos vieneses de toda clase social y condición fueron reclutados y pagados por la policía para que tuvieran los ojos bien abiertos e informasen de lo visto de manera detallada. Todos los días, por la mañana, las revelaciones más interesantes a juicio de Hager eran entregadas al emperador y a Metternich.

La historiografía coloca bajo la etiqueta “Congreso de Viena” no solo las negociaciones que tuvieron lugar en la capital del Imperio austriaco entre el 23 de septiembre de 1814 y el 9 de junio de 1815, sino también el largo proceso por el cual pudo ser finalmente vencido el intento hegemónico de Napoleón Bonaparte (1769-1821), así como las negociaciones políticas entre sus vencedores para imponer una determinada paz a Francia y para establecer y conservar un determinado equilibrio de poder en Europa.

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