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El enorme tesoro español que desató la ambición de los ingleses
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La lacra de la piratería. Un negocio redondo

El enorme tesoro español que desató la ambición de los ingleses

En vez de invertir con sentido común las riquezas obtenidas tras la conquista de América, durante los siglos XVI y XVII manteníamos guerras de alta y baja intensidad en los cuatro continentes conocidos

Foto: Placa de bronce conmemorativa del entierro de Francis Drake, Joseph Boehm. (Wikipedia)
Placa de bronce conmemorativa del entierro de Francis Drake, Joseph Boehm. (Wikipedia)

Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música.

F.W. Nietzsche.

Mientras Inglaterra hacia caja de supermercado en hora punta, España pagaba intereses a ritmo de samba para alegría de sus acreedores. Banqueros genoveses, florentinosy alemanes, con un perfil dental muy parecido al de los mastines del Pirineo, diseñaban préstamos sindicados con escandalosos intereses (en torno a un 30%) y unas garantías apabullantes que atravesaban la península dando saltos de rana para aterrizar haciendo complejas cabriolas en el centro de Europa.

En vez de invertir con sentido común las fabulosas riquezas obtenidas tras la conquista de América, manteníamos para regocijo de nuestros enemigos seculares, guerras de alta y baja intensidad en los cuatro continentes conocidos, en vez de centrarnos en la protección de los convoyes (cosa que se hizo a destiempo), profilaxis de la piratería en origen (malhadadas expediciones de castigo), y refuerzo de las fortificaciones en lugares estratégicos (excelentes pero escasas).

Por contra, Inglaterra invirtió donde era más rentable. Mientras en nuestros dominios el astro rey iba de aquí para allá como Pedro por su casa en los casi veinte millones de kilómetros cuadrados de posesiones (casi el doble de la extensión de la actual Rusia y Siberia juntas), en el momento culminante tras la ilusionante pero desafortunada Unión Ibéricalos insulares se lo pasaban en grande recogiendo la fruta madura en todos los rincones adonde pudieran llegar sus ágiles y celebradas naves.

El pirata, por lo general, armaba su buque en su propio beneficio mientras que el corsario servía a su rey bajo patente de corso

Así de entrada, tras dejarle desplumado a Moctezuma, el extraordinario e inefable Cortés, enviaría un incalculable tesoro hacia la península para agasajar al rey de reyes, Carlos V, tesoro que nunca llegaría a su destino. Un perillán francés de nombre Jean Fleury que llevaba dando la lata cerca de veinte años merodeando las Azores, daría un golpe magistral en una noche de plenilunio. Sin rubor alguno y con una alegría galopante, le levantó al emperador en sus narices –a la altura del Cabo San Vicente–, 58.000 lingotes de oro y un trofeo adicional, el famoso penacho del desdichado gobernante Azteca, que hoy por caprichos del destino, duerme en el museo etnológico de Viena.

La infausta gesta de Jean Florin tuvo dos repercusiones inmediatas. La primera, un roto descomunal en las previsiones de la Corona que ya había sido alertada del tamaño del tesoro en cuestión. La segunda y quizás la más relevante por sus consecuencias, que abrió el apetito depredador de holandeses, franceses y particularmente de los ingleses, adalides de la afananza pandillar, de la piratería, el corso y el filibusterismo.

Hay que señalar que el pirata, por lo general, armaba su buque en su propio beneficio mientras que el corsario servía a su rey bajo patente de corso, aunque a veces estos roles se confundían. Este sería el caso de Francis Drake.

Drake que venía violando sistemáticamente la tregua acordada entre Felipe II e Isabel I de Inglaterra, tuvo la mala fortuna de tropezar en San Juan de Ulúa con la horma de su zapato. Era el 23 de septiembre de 1568 cuando Francisco Lujan a la sazón recién ascendido a general por su arrojo y con una alta consideración y reconocimiento por parte de la tropa, supo de los desmanes de los ingleses para con la población local. Sabiendo que no podía mostrar compasión alguna con aquella patulea de criminales que no habían demostrado consideración con sus víctimas, pasó a la acción sin más preámbulos.

Cuatro naves de las seis que componían la flota inglesa fueron apresadas o hundidas en un asalto perfectamente coordinado y quinientos piratas se irían de visita a la ignorada región de la que nadie vuelve. La población civil se apuntó a aquella terrible y dantesca matanza apaleando los cuerpos de los interfectos con saña inusual cuando sus almas ya estaban de viaje de largo. Los atropellos y desmanes sin cuento perpetrados por aquella chusma durante la toma de San Juan de Ulúa habían sido cumplidamente vengados por una población encendida y terriblemente motivada. Hawkins y Drake se darían a la fuga de forma poco digna dejando a cerca de doscientos de los suyos abandonados a su suerte.

Pero la realidad era otra. Isabel I de Inglaterra jugaba descaradamente con dos barajas. Por un lado mostraba sumisión a la Corona Española, mientras que por otra financiaba sin rubor a piratas reciclados al corso, como Walter Raleigh, Francis Drake, Hawkins, Cavendish, etc. En la primera parte de su reinado puso un gran énfasis en su candorosa conducta hasta que acabó con la resistencia católica interna. Cuando la situación quedó expedita, mostró sus auténticas intenciones, que no eran otras que las de darle un bocado a los territorios españoles de ultramar. Pero esa es otra historia.

El Caribe no era el lugar placentero en el que hoy se solazan jóvenes hedonistas o jubilados con atrevidas pretensiones

Uno de los hechos fundamentales, es que las improductivas guerras de religión eran lacerantes sangrías sin sentido que no conducían más que a un desastre financiero de fácil pronóstico. La falta de visión estratégica siempre perjudicó al titán hispánico, que con una acusada miopía basada en su sobredimensionada musculatura militar, subestimaría a los pequeños aspirantes que pugnaban por hacerse un sitio en la merienda.

Como aquí no se trata de hablar de buenos y malos si no de intereses, hay que decir que los reinos del septentrión Europeo no aceptaban el tratado de Tordesillas por el cual España y Portugal se habían repartido el pastel sin admitir socios menores, y este era en esencia el problema de fondo.

En un vasto escenario de colosal liquido oceánico se dirimían las cuotas de poder en las que unos se afanaban por explotar los recursos del “Descubrimiento “ mientras otros –mas prácticos–, acechaban en la impunidad del ancho mar. Drake tras contarle una fenomenal milonga a su reina, volvería a la carga saqueando el Cacafuego en 1579, once años después del apalizamiento al que le había sometido Lujan. Cerca de 400.000 pesos abandonarían la gravedad en una audaz ataque sello de aquel bandido reciclado a almirante.

Más de once mil naves españolas repletas de mercaderías surcarían los océanos y solo un centenar de ellas serian capturadas por la afamada piratería

Pero se había sentado precedente y el molinillo de la codicia era ya imparable. A un panal de rica miel, cien mil moscas acudieron. A partir de este episodio, las flotas del tesoro serian fuertemente custodiadas y los reveses en el mar caerían en picado. En 1628 un holandés (Piet Heyn) desgarbado y larguirucho, con una narcisista perilla trenzada esmeradamente tras las largas reflexiones en las que los piratas flamencos debatían sus osados planes, asaltó la Flota de Indias en la bahía de Matanzas llevándose 12 millones de florines sin despeinarse. Un buen roto con el que se contaba para pagar las deudas contraídas con los banqueros alemanes.

Para entonces, el Atlántico estaba lleno de franquicias de la piratería (Cavendish, Blake, El Olones) y el gigante comenzaba a trastabillar. El Caribe no era el lugar placentero en el que hoy se solazan jóvenes hedonistas o jubilados con atrevidas pretensiones, no, era más bien un lugar con saturación de aventureros con las más variadas coartadas entre las que destacaba la del emprendedor romántico que quería forrarse en un abrir y cerrar de ojos para impresionar a su rubicunda amada continental a la par que forjarse una leyenda con la que retirarse para los restos en la verde campiña inglesa.

Hacia 1715, el Tratado de Utrecht abriría el ángulo de actuación mercantil –pues ese y no otro había sido el Caballo de Troya y ariete encubierto de las potencias emergentes–, y el monopolio español cedería ante el empuje de las circunstancias. Durante los siglos XVI Y XVII, más de once mil naves españolas repletas de mercaderías surcarían los océanos y solo un centenar de ellas serian capturadas por la inmerecidamente afamada piratería.

Poco a poco, el coloso iría declinando su presencia hasta quedar dormido en el recuerdo de la historia.

Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música.

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