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Así es el porno que se hace hoy (y por qué se parece tanto al periodismo moderno)
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LA AUTENTICIDAD DEL SIMULACRO

Así es el porno que se hace hoy (y por qué se parece tanto al periodismo moderno)

En el porno prima lo "amateur" sobre lo profesional. Algo así ocurre con el periodismo, que ha pasado de buscar la verdad a representar un papel en el teatro político

Foto: De igual forma que ya no nos gusta el porno profesional, hemos dejado de creer en los medios tradicionales. (iStock)
De igual forma que ya no nos gusta el porno profesional, hemos dejado de creer en los medios tradicionales. (iStock)

No hay más que darse una vuelta por cualquier página porno para comprobar cómo la oferta ha cambiado sensiblemente desde finales de los años ochenta, cuando el material erótico se consumía en revistas y cintas VHS que mostraban a rutilantes estrellas como Traci Lords o Ginger Lynn. Hoy en día, abunda el material real interpretado por actores amateurs, como una lógica reacción a la manifiesta falsedad de los cuerpos y actitudes de aquellas actrices que acudían día tras día a los platós californianos dispuestas a ser maquilladas, retocadas y operadas para lucir ante la cámara como diosas inalcanzables.

La vieja industria del porno está empezando a ser sustituida por una larga serie de actores no profesionales que, en definitiva, podrían ser cualquiera de nosotros con un teléfono móvil y una conexión a internet. Y el público parece aplaudirlo, puesto que busca la autenticidad por encima de cualquier otra consideración. Este disfruta cada vez más de una oferta hecha a su medida, en cuanto que el antiguo intermediario –los productores, los distribuidores, los editores– han desaparecido y han sido sustituidos por la posibilidad de dirigirnos directamente a aquellos que suben sus películas, como muestra la amplia cantidad de páginas de exhibicionismo amateur en directo.

Para la escritora y profesora de la Universidad George Mason Janine R. Wedel, esto es exactamente lo que ha ocurrido con el periodismo de los últimos años, tal y como explica en su último libro, Unaccountable. How Elite Power Brokers Corrupt our Finances, Freedom and Security (Pegasus), algo así como “Irresponsables. Como los agentes del poder de la élite corrompen nuestras finanzas, nuestra libertad y nuestra seguridad”. En un fragmento de su libro publicado en Salon, la autora explica cómo, paradójicamente, nuestra búsqueda de la autenticidad, de lo real, nos ha llevado a abrazar un simulacro mucho mayor, en el que las noticias no dan ninguna información sino que nos cuentan lo que queremos oír.

La verdad objetiva y las pequeñas verdades en que creemos

De igual manera que ocurría en la pornografía, en la que habíamos pasado de admirar esos vídeos eróticos que resultaban manifiestamente falsos a abrazar lo amateur, estamos empezando a desconfiar del viejo periodismo y a crear nuestra propia agenda de contenidos a partir de lo que nuestros familiares, amigos o los desconocidos de las diferentes redes sociales cuentan. Gran parte de la responsabilidad, señala Wedel, es de los propios medios de comunicación, que ha rechazado la búsqueda de la verdad objetiva por ofrecer mensajes que encajen en la visión del mundo de sus espectadores y sirvan a su agenda política.

La autora utiliza ejemplos muy distintos para resumir esta situación. Por un lado, cita a Glenn Greenwald, el periodista que sacó a la luz el espionaje de la NSA, que explicó a The New York Times que “no todos los activistas son periodistas, pero todos los periodistas de verdad son activistas”. Al otro lado del espectro se encuentra la cadena conservadora Fox News, cuya evidente vinculación al Partido Republicano ha sido parodiada por figuras muy conocidas en Estados Unidos como Stephen Colbert, el humorista que acuñó el término de truthiness (algo así como “verdadibilidad”) para resumir aquello que no tiene por qué ser cierto, pero podría serlo. Cada uno puede pensar en los ejemplos españoles que desee, y probablemente acierte.

“La objetividad se ha convertido en un palabra tabú, independientemente de tus inclinaciones políticas”, explica la autora, que compara esta situación de los países occidentales con la pretensión de autenticidad que existía en la Polonia comunista de los años ochenta. Por el contrario, la verdad ha abandonado el ámbito público y ha pasado a convertirse en algo subjetivo y privado que componemos por nuestra cuenta a partir de la información que obtenemos… O, más bien, de la información que nosotros deseamos obtener. “Sentir que algo es verdad (o no lo es) es nuestra elección, como ocurre con la verdadibilidad de Colbert, que se basa en los medios de comunicación. La verdadibilidad requiere la participación activa del público”.

Un menú a nuestro gusto

Sintonizar las noticias de cualquier televisión es algo semejante a poner una película porno de los años ochenta. Wedel cita el trabajo de los antropólogos Dominic Boyer y Alexei Yurchak para explicar de qué manera los medios de comunicación se han convertido en un “teatro político” que sigue el guion que sus responsables han pergeñado de antemano. Ya ni siquiera existe la pretensión de hacer pasar lo dudoso por verosímil, sino que se apuesta deliberadamente por representar la agenda política del medio. No se trata únicamente de una cuestión ideológica, sino también de lenguaje: la retórica habitual ha terminado por ocultar los asuntos que de verdad preocupan al público.

Ello se traduce, por ejemplo, en la paradoja de la transparencia. Aunque vivimos en el momento de la historia en el que es más fácil acceder a las cuentas de las instituciones públicas, es más complicado entender cuáles son las verdaderas motivaciones que mueven a los poderes políticos, a las diversas agencias o empresas. Frente a dicha situación, el espectador ha decidido configurar su propio menú, un menú en el que lo que interesa o no se refleja en el número de retweets de Twitter, de “me gustas” en Facebook o de visitas en un medio de comunicación. El consumidor manda, y decide creer en aquello que quiere creer. Formamos comunidades de personas que refuerzan nuestras visiones del mundo, y pensamos que la eliminación de los intermediarios –como los periodistas– nos ha acercado más que nunca a la verdad.

Wedel advierte que esta situación acarrea un gran peligro, y es que vivir en un simulacro semejante –siguiendo la terminología de Jean Baudrillard– provoca que desaparezcan aquellas instancias que, en un pasado, velaban por comprobar que la información era veraz y que las instituciones se conducían correctamente. En un mundo en el que prima la extrema subjetividad del consumidor entendemos que, como afirmaba la máxima de Jean Renoir, todos tienen sus razones, y estas se escapan entre las visiones del mundo en que decidimos creer, como ocurrió con el espionaje de la NSA. Los estándares del periodismo han desaparecido en favor de la soberanía del lector, que decide qué es lo que interesa. Pero ello puede provocar que, con la desaparición de la objetividad, “los grandes agentes del poder de hoy en día pueden operen sin rendir cuentas y se salgan con la suya”.

No hay más que darse una vuelta por cualquier página porno para comprobar cómo la oferta ha cambiado sensiblemente desde finales de los años ochenta, cuando el material erótico se consumía en revistas y cintas VHS que mostraban a rutilantes estrellas como Traci Lords o Ginger Lynn. Hoy en día, abunda el material real interpretado por actores amateurs, como una lógica reacción a la manifiesta falsedad de los cuerpos y actitudes de aquellas actrices que acudían día tras día a los platós californianos dispuestas a ser maquilladas, retocadas y operadas para lucir ante la cámara como diosas inalcanzables.

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