El General Benavides, el héroe olvidado que salvó a Felipe V
En La Matanza de Acentejo, un pueblo al norte de Tenerife, en el seno de una familia de agricultores, el 8 de diciembre de 1678 nació
En La Matanza de Acentejo, un pueblo al norte de Tenerife, en el seno de una familia de agricultores, el 8 de diciembre de 1678 nació Antonio Benavides González, un español universal olvidado por nuestros historiadores, como tantos otros. Joven culto, de apreciables aptitudes para la vida castrense –reconocidas por un capitán de la Bandera de La Habana, en campaña de captación de mozos para la guarnición de la isla antillana–,se alistó en el ejército y partió para Cuba a mediados de 1698.
Ya ascendido a teniente, tres años después, engrosando los refuerzos solicitados por Felipe V (al estallar la Guerra de Sucesión), viajó a Madrid, siendo destinado a uno de los regimientos de dragones de la Guardia de Corps. Fue a partir de entonces cuando la vida de Benavides tomó el camino de la Gloria. Los ascensos se sucedieron por méritos de guerra –siendo felicitado personalmente por el Rey en dos ocasiones–, hasta que llegó un día clave que marcó el destino del militar canario. La gélida tarde de 10 de diciembre de 1710, en Villaviciosa de Tajuña, se enfrentaban en una batalla decisiva –dado el avanzado estado de la guerra de Sucesión– el ejército franco-español y el aliado del archiduque Carlos.
El teniente coronel Benavides, al mando de la caballería del ala derecha, se percató de la diana tan clara que suponía para la artillería enemiga el imponente caballo blanco que montaba el Rey –el único de ese pelaje de todo el ejército borbónico–, más aun al estar en un emplazamiento elevado, acompañado de sus generales. Hasta allí cabalgó Benavides, advirtiendo al Monarca de tan peligrosa circunstancia. Reconocía el Rey el peligro que corría su vida, cuando Benavides se ofreció a cambiarle la montura. A los pocos minutos, el regio caballo blanco fue destrozado por una granada enemiga y su jinete herido gravemente. De milagro –con la intervención de los cirujanos del propio Rey– salvó la vida Benavides. Padre llamó en público Felipe V a su salvador, con quien estrechó una sincera amistad a partir de aquella batalla doblemente victoriosa.
Capitán General y Gobernador en la Florida, Veracruz y Yucatán
Sin embargo –aun alcanzando tal transcendencia el capítulo de Villaviciosa de Tajuña–, fue en la América española donde Benavides demostró sus extraordinarias virtudes militares y políticas, y su inquebrantable honradez, así como su bondad –que lo llevó a despojarse de todas sus pertenencias a favor de los más necesitados, allí donde estuvo–. Descansaba en su tierra natal, cuando recibió su nuevo destino en misiva fechada el 24 de septiembre de 1717: el Rey lo nombraba Capitán General y Gobernador de la Florida, la provincia más al norte del virreinato de Nueva España. Sabía bien el Soberano a quién encomendaba aquella responsabilidad. San Agustín de la Florida estaba sumida en una suerte de tramas corruptas, principalmente de contrabando, en el que estaba implicado el depuesto gobernador Juan de Ayala Escobar.
Benavides cortó de raíz toda fuente de corrupción, destituyendo y encarcelando a los culpables, así como premiando a los funcionarios de probada honradez y lealtad a la Corona, estableciendo así el orden y los controles debidos en aduanas. Afrontó de inmediato todos los innumerables conflictos con las beligerantes tribus indígenas. Hasta tal punto que ante el ataque al fuerte de San Luis de Apalache, en la frontera norte –que fue destruido por los indios apalaches, así como la misión franciscana y el poblado de colonos españoles, muchos asesinados y en gran parte prisioneros en deplorables condiciones–, en vez de plantear su recuperación con un fuerte contingente militar (que hubiese desguarnecido San Agustín y provocado el derramamiento de sangre, además de poner en peligro la vida de los rehenes), marchó hacia aquel emplazamiento con la sola compañía del capitán que trajo la noticia y algunos intérpretes indios. Lo sorprendente –que da muestra de su talla como extraordinario negociador y su talante conciliador– fue que rescató a los prisioneros, reconstruyó el fuerte, la misión y las casas pasto de las llamas, y firmó un pacto de paz y colaboración entre el Reino de España y la tribu Apalache, cuyo pueblo dio muestras de adoración por el nuevo Gobernador de la Florida, como lo hicieron todos los pueblos indígenas de aquella vasta provincia española al norte del Nuevo Mundo.
Quince años permaneció Benavides en la Florida –cuando eran solo cinco lo preceptivo–. Sumó treinta y dos, añadiendo los periodos de primera autoridad en Veracruz y la provincia de Yucatán y San Francisco de Campeche, lugares en los que mantuvo a raya a los británicos, y a los corsarios y piratas de toda condición. Durante la Guerra del Asiento, al frente del escaso ejército regular, reforzado por milicias campesinas, blindó la costa de Tabasco y Honduras –que sufrían constantes envites de los hijos de la Gran Bretaña, tanto buques de la Royal Navy como escuadras corsarias–, estableciendo puertos de avituallamiento y refugio para los navíos de la Armada Española. En contra de los deseos del tinerfeño de regresar a la España peninsular o a sus Canarias, ante su extraordinario mandato y la enorme confianza que en él tenía el Rey, Felipe V quiso mantenerlo en las Indias.
De vuelta a la patria chica
Por fin, en febrero de 1749 (muerto Felipe V y reinando Fernando VI), a sus setenta y un años, abandonaba Benavides San Francisco de Campeche, dejando atrás treinta y dos años de impecable y eficaz servicio a la Corona y a España. Cientos de lugareños e indígenas lloraron en el puerto la ida de su adorado benefactor, que viajó a la Corte con un mísero uniforme y un puñado de monedas que aseguraran su básica subsistencia y la de Antonio Quijada, su fiel criado africano que lo acompañó hasta el final de su vida. Vistiendo un uniforme que le prestó su buen amigo el Marqués de la Ensenada, fue recibido y agasajado por Fernando VI, que le ofreció la Capitanía General de Santa Cruz de Tenerife, agradeciéndole su intachable servicio a la Patria y su encomiable lealtad a su padre Felipe y a él mismo, a lo largo de su dilatada y brillante carrera militar. Pero don Antonio sólo deseaba descansar y pasar el resto de su vida en su tierra natal, en su patria chica.
Renunció al ofrecimiento del Rey y regresó al fin a Tenerife. Durante su estancia en Santa Cruz, vivió en una austera habitación del hospital de Nuestra Señora de los Desamparados; repartió su pensión entre los pobres del pueblo y colaboró con las autoridades locales en la mejora de proyectos comerciales con la España al otro lado del Atlántico. El 9 de enero de 1762 falleció Benavides, a sus longevos —más aún para aquella época— ochenta y tres años. Fue enterrado vestido con el hábito de la Orden Franciscana, abrazado a su fe católica, a la entrada de la Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción de Santa Cruz. De él no se conserva ningún retrato, porque antes de gastar un maravedí en semejante frivolidad, daría de comer a cuantos pobres se le acercaran. Así era el Teniente General don Antonio Benavides González de Molina.
*Jesús Villanueva es autor de La cruz de plata (Ed. Libros Libres).Nació en Ceuta en 1960 y se trasladó con su familia a Tenerife cuando contaba siete años de edad.Es empresario y ha desempeñado labores de dirección en el área comercial y de publicidad y tareas de representación artística.Su primera obra publicada fue un poemario titulado Bajo la nube gris, y posteriormente escribiría una novela histórica, El fuego de bronce.
En La Matanza de Acentejo, un pueblo al norte de Tenerife, en el seno de una familia de agricultores, el 8 de diciembre de 1678 nació Antonio Benavides González, un español universal olvidado por nuestros historiadores, como tantos otros. Joven culto, de apreciables aptitudes para la vida castrense –reconocidas por un capitán de la Bandera de La Habana, en campaña de captación de mozos para la guarnición de la isla antillana–,se alistó en el ejército y partió para Cuba a mediados de 1698.
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