“La Constitucion del 78, pensada para el bipartidismo, ha sufrido una mutación”
Una llamativa y sugerente Historia del poder político en España, firmada por José Luis Villacañas realiza una radiografía precisa y ajustada del poder hispano
“El conocimiento histórico alberga una paradoja. La única manera de resistirse a ver el poder como él quiere ser percibido consiste en reconocer a aquellos testigos contemporáneos que estaban en su contra. El único modo de hacer una historia del poder pasa por reconstruir las luchas históricas en las que el poder se implicó”. Para evitar que la historia sea escrita por los vencedores, y que por tanto consista más en la construcción que en la descripción de los hechos, no queda otro remedio, afirma José Luis Villacañas, profesor de la Escuela de Filosofía y Catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, que tomar una fotografía de los combatientes justo antes de que la victoria caiga de algún lado.
Eso es lo que ha intentado con éxito en el extenso y recomendable Historia del poder político en España (RBA) donde se recogen los personajes, hábitos, estrategias y tendencias que han configurado el poder en nuestro país desde el año 450 hasta la Constitución de 1978.
PREGUNTA. Llama la atención que el prólogo comience por una suerte de justificación del libro en la que señala que la historia del poder no tiene otra causa que el conocimiento y que no está al servicio de nada.
RESPUESTA. La cuestión decisiva que quería subrayar con esta confesión es que aunque la historia tiene un interés práctico, porque el conocimiento desde el punto de vista de las ciencias sociales está siempre motivado por un interés, no tiene que estar puesto al servicio de una finalidad. El interés es ofrecer la posibilidad de una reflexión que mejore nuestro rendimiento político, nuestra civilidad y lo que podemos llamar la virtud política, y para eso lo único relevante es aumentar nuestro conocimiento. Hay un equilibro extraño porque sólo si lo que ofrecemos tiene suficiente distanciamiento y objetividad estará en condiciones de servir de manera amplia a la colectividad.
P: Las ciencias sociales, como el derecho o el periodismo, sólo pueden ser útiles cuando mantienen esa objetividad y ese distanciamiento respecto del poder que les permite ofrecer verdadero conocimiento. Sin embargo, cada vez es menos frecuente que actúen así, lo que suele conducirlas a la irrelevancia.
R: Sí, eso acaba con la ciencia y con el prestigio de la universidad, porque su misión no es participar en los combates del corto plazo sino mirar al horizonte. Han de trabajar para el largo plazo. En España, desgraciadamente, las ciencias humanas y sociales se han convertido en un puro instrumento del corto plazo, que es el pecado capital de nuestra sociedad.
P: A lo largo del libro no deja entrever ninguna constante que pueda ayudar a definir una forma española de ejercer el poder salvo, como afirma, que siempre ha habido una desconfianza notable de los dirigentes respecto del propio pueblo.
R: He querido huir de todo esencialismo, porque no se puede decir que tenga una forma fija. Por ejemplo, en esa amplia Edad Media que llega hasta los Trastámara, la lucha por el poder está esencialmente vinculada al horizonte de toma de ríos, algo que parece insignificante pero que determina nuestra geografía política, humana, territorial y de costumbres. Esta es la base de la heterogeneidad española.
P: ¿Cómo cambian las cosas con la llegada de los Trastámara?
R: A partir de la elevación de los Trastámara a reyes de Castilla y de Cataluña aparece algo que ha caracterizado el funcionamiento de nuestras élites de poder, como es la inestabilidad. Aquí vienen permanentemente príncipes, las casas reales cambian y lo hacen por problemas de política internacional. Los Trastámara, como los Austrias o los Borbones, entran a causa de las relaciones internacionales, y al ser un poder nuevo tienen que asentarse a través de la violencia. Esto genera mucha inseguridad, construye dispositivos de poder muy fuertes, como la Inquisición y provoca guerras civiles.
P: El filósofo y científico Helmut Plessner calificaba a Alemania de nación tardía, y usted hace lo mismo con España.
R: Justamente por esa historia de príncipes nuevos y guerras civiles e imperiales, tuvimos muchas debilidades que nos impidieron constituirnos como nación con un proceso constituyente claro. Hubo constituciones parciales que eran derogadas por pronunciamientos y levantamientos o simplemente por la llegada al poder de otros partidos, lo que hizo muy difícil los consensos básicos. Esto genera estilos de poder que no integran el tabú de la violencia política, lo que hace que esta se encuentre demasiado presente en nuestra historia e impida la aparición de elementos civilizatorios.
P: El libro llega hasta la constitución del 78. ¿Hay algo del poder actual que entronque con las formas precedentes?
R: Mi tesis es que el siglo XIX español ha sido muy largo y llega hasta la segunda mitad del XX. La Segunda República y la Guerra Civil pertenecen más a la estructura mental del XIX que a la de una sociedad que podríamos llamar modernizada. El XIX español está organizado por una forma débil de poder, muy característica, que podría llamarse la revolución pasiva. Los ideales derivados de la Revolución Francesa no logran imponerse aquí de forma nítida por las dificultades internas de cohesión social y por las presiones de una importante clase burguesa.
Aquí no tenemos una revolución activa que promueva una sociedad civil clara, que elimine la feudalidad y las injerencias de la aristocracia, del ejército y de la Iglesia en la cosa pública. Al no ser capaces de llevar a cabo esa revolución activa, las clases populares erosionan el poder pero no lo asaltan. El poder aguanta estos embates y ofrece resistencia hasta que, cuando ve cansados a sus contrincantes, asume elementos de esta revolución activa, pero ya controlados por los mismos que están en las estructuras de poder. El problema de esta actitud es que se configura un tipo de poder reactivo que en lugar de ofrecer proyectos que entusiasmen a la sociedad se limita simplemente a resistir.
Esta tendencia se traspasó a la Constitución de 1978, que buscaba construir un aparato institucional que garantizase un gobierno fuerte, diseñado para reunir en sus manos las estructuras importantes, y las claves de poder, siguiendo la inspiración fundamental del XIX que llevó a Cánovas a la dictadura de gobierno, esto es, a que el gobierno concentrara todos los resortes del poder en su mano.
Estos ha sucedido también con la Constitución del 78, produciéndose lo que Georg Jellinek llamó mutación constitucional, que no es una transformación de la Constitución sino su utilización para dirigirla hacia lugares imprevistos.
P: ¿Habla de una suerte de fraude de ley?
R: Sí. Hemos concentrado todo el aparato institucional en el Gobierno, y como este se hallaba condicionado por agentes no previstos en la Constitución, se acabó generando esta mutación. Todo en el 78 estaba pensado para el bipartidismo, que era también la aspiración institucional del XIX. Sólo que en la Constitución de 1876, sabedores de que ese régimen necesitaba de un árbitro institucional, se hizo jugar ese papel a monarca. En el 78 no había ninguno, y quien acabó ejerciendo ese papel fueron los partidos nacionalistas. Esta es la mutación en el sentido de Jellinek. La única forma de corregir esto es ir hacia una transformación explícita de la Constitución que impida que esa mutación siga adelante.
P: Sin embargo, esa posibilidad no parece muy presente.
R: El problema de fondo sigue siendo el mismo, que el Gobierno es incapaz de tener una agenda que lidere a la sociedad y prefiere utilizar la revolución pasiva. Espera que todo se desfonde y se tranquilice, que el aparato de estado funcione y que se ponga en marcha la fiscalía para así no tener que hacer ninguna concesión adicional. Pero España necesita un proyecto que entusiasme y no que se nos ofrezca en su lugar un aparato de resistencia y pasividad para que nada cambie. Ese es un estilo que hinca sus raíces en el XIX y que hace de España un país con una política mediocre.
“El conocimiento histórico alberga una paradoja. La única manera de resistirse a ver el poder como él quiere ser percibido consiste en reconocer a aquellos testigos contemporáneos que estaban en su contra. El único modo de hacer una historia del poder pasa por reconstruir las luchas históricas en las que el poder se implicó”. Para evitar que la historia sea escrita por los vencedores, y que por tanto consista más en la construcción que en la descripción de los hechos, no queda otro remedio, afirma José Luis Villacañas, profesor de la Escuela de Filosofía y Catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, que tomar una fotografía de los combatientes justo antes de que la victoria caiga de algún lado.