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Lampedusa y los tabúes del siglo XXI: cómo te engañan para que consumas más
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LAS INFINITAS VARIACIONES DE LO MISMO

Lampedusa y los tabúes del siglo XXI: cómo te engañan para que consumas más

Los artilugios en los que gastamos gran parte de nuestros ingresos son cada vez más completos, pero, ¿son más innovadores o sólo son más de lo mismo?

Foto: Ya no queda nada que inventar, pero todo puede reciclarse como novedoso. (Corbis)
Ya no queda nada que inventar, pero todo puede reciclarse como novedoso. (Corbis)

Cada vez somos más modernos, nos gusta recordarnos a nosotros mismos (no sea que realmente no lo seamos). Tenemos el último modelo de iPhone, un automóvil con Ziritione, la raqueta más cara para jugar cada fin de semana con nuestros amigos al tenis y un robot de limpieza que ríete tú de la vieja aspiradora. Toda una gama de artilugios de última generación que, en el fondo, sirven para poco más que para lo que han servido toda la vida: para hablar por teléfono, para desplazarse, para hacer deporte y para limpiar.

Efectivamente, el progreso posibilita que los artilugios en los que gastamos gran parte de nuestros ingresos sean cada vez más completos, pero salvo en momentos críticos (el paso del teléfono de toda la vida al smartphone, por ejemplo), las posibilidades de innovar son limitadas. Y, a pesar de ello, la velocidad con la que se producen nuevos productos tecnológicos es cada vez mayor, y las grandes compañías saben que no pueden faltar a su cita anual. Se trata de un proceso que resume bien las dinámicas del mundo actual: nuestras ansias de novedad exceden con creces la capacidad real de innovación, por lo que aceptamos de manera táctica el pacto por el cual consumimos a pies juntillas las no-novedades de la industria (tecnológica, cultural) a cambio de la apariencia de novedad que esta nos ofrece.

La obsolescencia del amor

La modernidad y el positivismo que la caracterizaba han terminado en la era posmoderna (o postposmoderna, es difícil saber dónde se vive), y la confianza en ese proceso de mejora constante del ser humano gracias a la razón, la ciencia y el humanismo que potenció el pensamiento ilustrado ha sido sustituido por el pragmatismo y el final de la confianza en el progreso. O, como diría Daniel Bell, por el hedonismo y el consumismo. Nos conformamos con ir tirando, vaya, y con reexperimentar el pasado a través de la continua búsqueda de estímulos.

Las experiencias personales quedan rápidamente obsoletas

Ya hemos abordado la lógica del consumo, que se refleja en la obsolescencia programada (es decir, la planificación del fin de la vida útil de un producto o servicio), pero la obsolescencia programada se ha extendido a todos los ámbitos de nuestra vida. Ello se refleja en la duración de las relaciones de pareja, cada vez más fugaces; en la velocidad con la que los partidos políticos queman candidatos y proyectos (sólo para retornar más tarde); o en la necesidad de incorporar nuevos jugadores a un equipo de fútbol aun a costa de prescindir de otros deportistas. Los ciclos deportivos tampoco son ajenos a esa aceleración constante de la vida.

En cualquier otra era de la historia, habría parecido una locura que una canción compuesta apenas dos años antes pudiese ser calificada de “vieja”. Y, sin embargo, es una opinión muy extendida hoy en día. Es el producto de la aceleración social, como definió el filósofo Hartmut Rosa en Social Acceleration. A New Theory of Modernity (Columbia University Press), en el que explicaba que no sólo la sociedad vive de manera más acelerada, sino que, debido a que el tiempo es un constructo cultural, ha aparecido lo que llama “una reducción del presente”, es decir, la reducción al mínimo de “ese período de tiempo en el que la experiencia pasada podía prever lo que ocurriría en el futuro”. Nuestras certezas cada vez son menores y esa reducción del presente conduce a la inestabilidad personal, y también, a la aceleración imparable del consumo y las experiencias, que igualmente, quedan rápidamente obsoletas, obligándonos a buscar nuevos estímulos en los extremos (sean estos una sexualidad alternativa o deportes de riesgo).

Lo único, lo mismo

Sin embargo, ello se encuentra en aparente disonancia con uno de los valores más importantes en la sociedad contemporánea, la originalidad (un valor enormemente ligado al individualismo). Si en las sociedades del pasado, como señaló el antropólogo Claude Lévi-Strauss, la repetición del rito conformaba un importante mecanismo simbólico que daba sentido a la existencia, algo que se reflejaba en canciones, cuentos tradicionales, actos religiosos o en las diversas costumbres mundanas del grupo, la tecnificación de la sociedad ha provocado que los ciudadanos se sientan insatisfechos ante la repetición de lo mismo. La novedad es un valor esencial.

El 'remake' y la saga son dos de las manifestaciones de nuestra obsesión por la repetición

Y, sin embargo, los ritos siguen existiendo, sea en una sala de cine, en un estadio de fútbol o en una tienda de ropa. Pero este nuevo rito ha conseguido integrar dentro de sí la novedad. Como indica Antonio Caro en El consumo como rito y la emergencia de una nueva sociabilidad, se trata de una “ritualidad en función de la cual la falta de una verdad trascendente a la que se adhiera el conjunto de la colectividad da lugar a que la religación social se encuentre por definición en precario y tenga que reinventarse a cada momento”.

El gran público sigue siendo conservador en sus gustos, siempre y cuando, este “lo mismo de siempre” se vista con la apariencia de “algo nuevo”. La historia de la música, la televisión, la moda y el cine, entre muchas otras manifestaciones culturales, ya no es lineal, sino cíclica. De ahí que el remake y la saga sean, en ese sentido, la manifestación cultural más clara de nuestra obsesión por la repetición. Es algo parecido a lo que explicaba Umberto Eco sobre el mito de Superman en Apocalípticos e integrados, al señalar cómo el tiempo no hacía mella en la figura del superhéroe, ya que vivía “fuera del tiempo”. Vivía una nueva aventura cada mes pero, al mismo tiempo no envejecía nunca: su presente era siempre el presente se la narración de cada episodio. El tiempo cronológico no le afecta, lo que lo mantenía siempre joven, siempre contemporáneo.

En realidad, un cómic como Superman: Hijo rojo de Mark Millar, que se preguntaba qué habría sido del gran héroe estadounidense si hubiese nacido en la Unión Soviética, forma parte de dicho juego, al igual que las sagas What If…? de Marvel. Su hipótesis es la de la pura variación sobre lo esencial, que es la peripecia del héroe, aunque desde una perspectiva en apariencia opuesta. En lugar del archivillano de turno, es la adscripción del héroe a un lado u otro lo que cambia, pero la peripecia sigue siendo muy semejante. Algo parecido ocurre con la proliferación de títulos literarios como Orgullo, prejuicio y zombies de Seth Grahame-Smith o películas como Cowboys & Aliens de Jan Favreau, basadas en el cruce bastardo de aparentes opuestos. Es también lo que ocurre con los juegos de cartas infantiles: aunque las temáticas sean diferentes, la mecánica del juego es siempre la misma. Puro hedonismo del que hablaba Bell.

Las instituciones políticas deben mantener cierta estabilidad incluso en los momentos de cambio

Los personajes y las situaciones son los mismos, pero el envoltorio, diferente. Se trata de un viaje, de ahí la estructura itinerante de muchas de estas obras, como la saga Bond o Bourne. Una estructura muy parecida a las vacaciones estivales del ciudadano contemporáneo que consisten, básicamente, en cambiar el telón de fondo, pero seguir haciendo lo mismo que el resto del año.

Algo cambia, algo permanece igual. También en política y en el desarrollo de las instituciones. Como expone Vivien Lowndes en un estudio político sobre gobernanza local llamado Something Old, Something New, Something Borrowed, las instituciones organizativas, aun en su evolución, suelen exigir un cierto nivel de estabilidad. De ahí, la fórmula del título: algo nuevo, algo viejo, y algo prestado (como en las bodas). “Los emprendedores institucionales utilizan las ambigüedades en las ‘reglas del juego’ para responder a los entornos cambiantes y para proteger sus propios intereses”. O, como la máxima de Lampedusa, algo tiene que cambiar para que todo siga siendo igual.

Novedad sin transgresión

Pero raramente estas ficciones, productos y ritos ponen en tela de juicio los límites de lo mostrable o expresable. Más bien, son juegos que aceptan tácitamente las viejas reglas, y que terminan reproduciendo estructuras clásicas incluso de una manera mucho más fiel que en la modernidad, influida por las vanguardias. Prueba de ello son los manuales para guionistas publicados por Syd Field, Linda Seger o Michael Hauge, que se basan en el desarrollo férreo de la estructura, como soporte esencial para el contenido. Muchos de esos libros se basan en la teoría aristotélica sobre la narrativa expuesta en Sobre la poética, pero sin el carácter ritual del teatro clásico. ¿No sigue 50 sombras de Grey de E.L. James los cánones del relato romántico tradicional, sólo que ataviado con ropas de cuero?

Cada vez hay más manuales que explican cómo deberíamos hacer las cosas según un modelo predeterminado

Es algo semejante a lo que defendían Max Horkeimer y Theodor Adorno, los teóricos de la escuela de Frankfurt, cuando en Dialéctica de la Ilustración señalaban que todas las películas producidas por Hollywood eran similares en su forma básica. Una similitud que se manifestaba en que, por ejemplo, los finales de dichas obras eran fácilmente previsibles. Hoy en día, sin embargo, la imprevisibilidad de la conclusión es un factor positivo y comercialmente provechoso, muestra de lo cual son los en apariencia sorprendentes giros finales de películas como Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995) o El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999).

¿Quiere ello decir que el cine de masas ya no sea previsible? Más bien lo contrario: se trata de ese pequeño porcentaje de novedad que exige todo producto contemporáneo, y que convierte en previsible que ocurra algo imprevisible. Una vez más, algo nuevo, algo viejo, algo prestado. Una fórmula que no pone en tela de juicio los límites de lo representado, sino que una vez más, se limita a las infinitas variaciones de lo mismo. Los ingredientes pueden variar, pero la receta (y cada vez hay más bibliografía referida a todo tipo de recetas, ya sea para crear un éxito comercial o para triunfar en la vida) es la misma.

Al fin y al cabo, por muy modernos que seamos, los tabús sigan existiendo. O, si no, que se lo digan a Robert Arthur, autor del muy controvertido libro You Will Die. The Burden of Modern Taboos (Feral House), en el que su defensa de los politoxicómanos, las prostitutas y su fascinación por lo escatológico o el incesto le granjearon no pocas críticas. Como el propio autor, que se declaraba “marginado del mainstream por censores puritanos de la derecha y políticamente correctos de la izquierda”, señalaba, “hay una necesidad evolutiva de aceptar las convenciones, pues de lo contrario sólo nos quedaría el caos, pero también hay una necesidad evolutiva de que alguna gente cuestione nuestras asunciones culturales”.

Cada vez somos más modernos, nos gusta recordarnos a nosotros mismos (no sea que realmente no lo seamos). Tenemos el último modelo de iPhone, un automóvil con Ziritione, la raqueta más cara para jugar cada fin de semana con nuestros amigos al tenis y un robot de limpieza que ríete tú de la vieja aspiradora. Toda una gama de artilugios de última generación que, en el fondo, sirven para poco más que para lo que han servido toda la vida: para hablar por teléfono, para desplazarse, para hacer deporte y para limpiar.

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