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"La gente confía ciegamente en la cultura de los medicamentos, y no debería"
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BEN GOLDACRE Y EL NEGOCIO DE LAS MEDICINAS

"La gente confía ciegamente en la cultura de los medicamentos, y no debería"

“La medicina está en quiebra, y creo sinceramente que si los pacientes y el público en general llegaran a comprender plenamente el perjuicio que se les

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"La gente confía ciegamente en la cultura de los medicamentos, y no debería"

“La medicina está en quiebra, y creo sinceramente que si los pacientes y el público en general llegaran a comprender plenamente el perjuicio que se les causa –consentido por médicos, académicos y entidades reguladoras– se indignarían”. De esta manera tan tajante comienza el psiquiatra y periodista Ben Goldacre su último libro, Mala farma (Paidós Contextos), en el que, sin caer en teorías conspirativas, denuncia las malas prácticas que la industria farmacéutica lleva a cabo y expone con profusión de datos en qué consisten.

Según explica el locuaz divulgador autor de Mala ciencia: no te dejes engañar por curanderos, charlatanes y otros farsantes (Paidós), los ensayos defectuosos e incompletos, las campañas de marketing exageradas y la complicidad de médicos y académicos ha provocado que el mercado de las medicinas se llene de una exagerada cantidad de productos cuyos efectos no han sido correctamente delimitados o identificados, lo que produce que no sepamos, en la mayor parte de casos, cuál es el mejor tratamiento. Una práctica que beneficia a la industria farmacéutica y que perjudica de manera sensible al paciente. El doctor explica a El Confidencial los detalles de este preocupante sistema.

Usted plantea que las farmacéuticas invierten una gran cantidad de dinero y llevan a cabo acciones que impiden que tengamos acceso a toda la información que necesitaríamos. ¿Cómo sería la medicina si dispusiésemos de esos datos?

Simple y llanamente, podríamos tomar mejores decisiones sobre qué tratamientos son mejores para los pacientes. Es verdad que es muy poco común que las medicinas que llegan al mercado hagan más mal que bien. Puede ocurrir, pero no es habitual. Lo que es mucho más común es la dificultad de saber cuál de los tratamientos que hay en el mercado es el mejor. Digamos que hay una droga que salva seis de cada cien vidas y otra que salva ocho de cada cien. ¿Cuál querrías? La que salva ocho vidas. El problema que existe en este momento es que mucha gente piensa que una medicina es mejor que otra equivocadamente por una combinación de pruebas mal diseñadas, estudios incompletos y ocultación de estudios. Resolviendo esas imperfecciones en la medicina podremos ayudar al paciente.

¿Ello quiere decir que estamos curándonos a base de placebos?

No, todo lo contrario. El problema es que todas estas medicinas son mejores que un placebo y que no hay suficientes investigaciones que identifiquen la utilidad de un medicamento frente a otro. Nos hemos permitido ser poco ambiciosos sobre la perfección de estos métodos. Nos contentamos con saber que una medicina es mejor que nada, pero muchas veces, “mejor que nada” es poner el listón muy bajo. Necesitamos averiguar cuál es el fármaco que cura a seis de cada cien personas y cuál cura a ocho de cada cien personas, y necesitamos asegurarnos de que los resultados se publican y se prescriben las mejores medicinas. El problema es que no estamos haciendo pruebas que comparen los mejores medicamentos disponibles, y sólo nos apoyamos en los estudios que dicen que los medicamentos son mejores que el placebo. En segundo lugar, permitimos que los resultados de algunos estudios no lleguen a los médicos, a los pacientes y al público. Eso no es aceptable.

Cuando hay una medicina que cura a seis personas y otra a ocho, hay dos personas que están muriendo. ¿Quién tiene la culpa de esas dos muertes?

Es la pregunta del millón de dólares. Hay un complejo ecosistema de problemas que se retroalimentan entre sí. La gente se quita las culpas emocionalmente, pero olvida que cuando permitimos que las imperfecciones entren en el diseño de nuestros estudios, esto afecta a gente real. Los números con los que trabajamos son mucho más que signos abstractos, ya que tratan de gente real, con sangre, carne y dolores reales. Yo soy médico y cuando estás en urgencias, tienes que salvar la vida de pacientes que están al borde de la muerte, y sabes que al otro lado de la cortina está su mujer, con la que ha estado casada 50 años y que lo ama profundamente y tienes que aprender a ignorar ese sufrimiento para poder hacer tu trabajo correctamente. Pero creo que cuando das un paso atrás y ves los problemas de la industria farmacéutica, te das cuenta de que quizá deberíamos obligarnos a hacer lo contrario y recordar que esos números no son abstractos, que detrás de ellos hay dolor y muerte. Si no hacemos nuestro trabajo correctamente, esa gente morirá y quizá lo podríamos haber evitado. Cuando enseño a los estudiantes epidemiología puedo ver cómo se duermen en clase, y hay que animarlos a recordar que todos esos gráficos sirven para salvar la vida de muchos bebés.

¿Significa eso que la industria farmacéutica ya no se esfuerza a la hora de diseñar nuevos productos realmente útiles?

No, porque al fin y al cabo, ese es su trabajo. El problema son las imperfecciones en el sistema, que les permiten exagerar los beneficios de los medicamentos cuando se los venden a los doctores y ocultan las pruebas que no les favorecen. Pero al mismo tiempo trata del gran problema de cómo atraemos la atención necesaria para solucionar estas imperfecciones. Todo el mundo se pone nervioso si dices ‘esta pastilla mató a un hombre’,  todo el mundo presta atención. Pero si dices ‘estas pastillas son mejores que nada, pero el sistema que hemos impuesto es muy imperfecto, por lo que no lo hacemos lo mejor que podemos así que la gente muere’, la gente presta menos atención. Pero las consecuencias son enormes, significativas y muy reales. Por supuesto que es mejor que nada, pero eso no es suficiente, y la gente se lleva a engaño. Si tienes una compañía que salva seis vidas de cien, aunque la otra gane ocho, puedes dormir bien por las noches, abrazar a tus hijos y sentirte como una buena persona porque dices 'hey, he creado una pastilla que salva seis vidas de cada cien'.

¿No cree que esto es producto de una fe ciega en la ciencia? La gente considera que ya que los medicamentos han pasado el test de la ciencia, son buenos, y no se plantean que quizá no sean tan útiles como parece. ¿No se encuentra esto en la raíz del problema?

Diría más bien que la gente tiene una fe ciega en la cultura de las medicinas, lo que es un error. Pero no es una fe ciega en la ciencia, porque la ciencia en sí no es un problema. El problema es que hemos hecho mala ciencia, de forma incompetente e imperfecta. La academia nos permite apoyarnos demasiado en pruebas como resultados de análisis de sangre, o electrocardiogramas, en lugar de utilizar otro tipo de datos. No es un problema con la ciencia, sino con la gente que la hace. Hay gente en la industria que quiere tranquilizar al público y decirle que todos esos problemas se están solucionando en los despachos. Pero estamos al tanto de todos esos problemas desde 1986. ¡Eso son 27 años y no hemos hecho nada! Ya no tenemos el derecho de decir que lo estamos solucionando, y estoy muy contento de que desde que se publicó el libro, se ha creado un comité del parlamento de ciencias para solucionarlo y crear una campaña, AllTrials, que ahora apoyan todos los cuerpos académicos del UK y el Medical Research Council. Incluso GlaxoSmithKline (GSK), una de las grandes compañías farmacéuticas del mundo, firmó esa campaña.

Probablemente, es complicado para los gobiernos legislar contra los intereses de una industria tan poderosa como la farmacéutica.

Sí, por supuesto. Es decepcionante pero es verdad. Mira lo que ocurrió con la Food and Drug Administration Amendments Act de 2007 en Estados Unidos, que supuestamente obligaba a que todas las pruebas realizadas después de octubre de 2008 fuesen publicadas online, algo que en realidad, nunca ocurrió. Sólo se ha publicado el 22%, y no ha habido una multa para los que no han obedecido esta orden. Es algo muy triste, pero también es culpa de la cultura de la medicina, que no es lo suficientemente ambiciosa para solucionar estos problemas.

¿Qué porcentaje de culpa pertenece a los médicos, que en el libro salen bastante bien parados?

Los médicos no lo han hecho muy bien en algunos casos. Por ejemplo, algunos han fallado a la hora de hacer públicos los resultados de todos los estudios, o a la hora de animar a las compañías a hacerlo. También a la hora de formarse a sí mismos, ya que se han apoyado demasiado en lo que las compañías farmacéuticas les decían. Los pacientes tienden a olvidarlo, pero los médicos tienen que formarse a sí mismos durante 30 ó 40 años después de dejar la universidad. El gobierno no hace nada, tienes que actualizarte tú, y mientras tanto, hay muchos cambios ocurriendo a tu alrededor. La mayor parte del entrenamiento es realizado por la industria y orientado hacia sus intereses. La realidad es que muchos médicos no piensan en su próximo paciente, piensan en la hora del almuerzo o en lo que harán cuando lleguen a casa.

¿Y la prensa, qué papel juega en ello?

Es muy fácil escribir historias sobre casos particulares de drogas letales que pueden llevar a la confusión. Mi último libro, Mala ciencia, iba de eso. Creo que a menudo confunden al público con problemas que en realidad son muy pequeños y al mismo tiempo fracasan a la hora de identificar problemas mayores, como este. Es muy difícil explicar esta clase de problemas. No tienes un paciente que ha muerto de un medicamento concreto, no hay un marido llorando porque su mujer ha muerto, sino que tienes un error que afecta a todo el sistema y que estadísticamente afecta a toda la población. Pero, por ejemplo, los economistas escriben sobre los problemas del sistema bancario sin tener que hablar de un banco en concreto.

En el libro, también aborda de qué manera se realizan pruebas con las personas más pobres o en países del Tercer Mundo. ¿Son nuestras cobayas?

Las pruebas cada vez se llevan a cabo con más frecuencia en países en vías de desarrollo, lo que conduce a delicados dilemas éticos, puesto que probamos medicinas en un sector de la población que nunca podrá comprarlas. Hay otro problema añadido, que es de qué manera podemos asegurar la fiabilidad de las investigaciones y los datos recogidos en países más caóticos, o con diferentes condiciones. ¿Es igual la depresión en Mumbai que en Long Beach o Barcelona? Seguramente no, y los resultados probablemente serán muy diferentes entre sí. 

“La medicina está en quiebra, y creo sinceramente que si los pacientes y el público en general llegaran a comprender plenamente el perjuicio que se les causa –consentido por médicos, académicos y entidades reguladoras– se indignarían”. De esta manera tan tajante comienza el psiquiatra y periodista Ben Goldacre su último libro, Mala farma (Paidós Contextos), en el que, sin caer en teorías conspirativas, denuncia las malas prácticas que la industria farmacéutica lleva a cabo y expone con profusión de datos en qué consisten.