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"Compramos 10 veces más ropa de la que utilizamos, debería darnos vergüenza"
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ENGANCHADOS A LO SUPERFLUO

"Compramos 10 veces más ropa de la que utilizamos, debería darnos vergüenza"

Vivimos en tiempos de crisis y el discurso de moda es el de la austeridad. Una situación chocante, sin duda, en un país donde hasta hace

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"Compramos 10 veces más ropa de la que utilizamos, debería darnos vergüenza"

Vivimos en tiempos de crisis y el discurso de moda es el de la austeridad. Una situación chocante, sin duda, en un país donde hasta hace no mucho parecía que cualquiera podía tenerlo todo y donde, de hecho, se espoleaba a cualquiera para que lo comprara todo, a toda costa. Ahora, el hombre común se encuentra emparedado, como comenta Ramón, abogado de 43 años, entre dos tendencias a cual más virulenta: “Por un lado no han dejado de pedirte que consumas, por el otro te piden que vivas como una monja”. El problema, añade él, “es que tratan de decirte tanto lo que necesitas –que ya te lo decían– como lo que no necesitas. Y esto último es nuevo y ya es la leche. Vale que me metan por los ojos la afeitadora eléctrica de turno o el coche mejor, pero aquello de lo que debo o no debo prescindir tengo que decidirlo yo. Hay cosas que para algunos son prescindibles y que para mí son absolutamente necesarias”.

Y aquí llegan las cuestiones: ¿Qué es lo superfluo? ¿Varía según las personas? ¿Es definible, del mismo modo que se puede indicar que es lo necesario para la supervivencia básica? La respuesta a esta última pregunta parece ser “No”: muchas cosas que usted considera absurdas y eliminables son capitales, probablemente, para su vecino, aunque quizá ni él lo sepa.

Hemos vivido en una sociedad donde la frustración no tenía lugar y todos los bienes eran bienvenidos“Son las cosas aparentemente superfluas las que nos definen, en realidad”, opina Luis F., periodista. “Piénsalo: lo que nos constituye como personas, lo que edifica nuestra personalidad, no es lo necesario. Lo necesario es común a todos –e incluso a los animales–. Es lo añadido lo que nos define, lo que no es estrictamente necesario para sobrevivir, y por tanto es en cierto modo electivo, singular. Lo decía C. S Lewis: “la amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, porque no tiene un valor de supervivencia; sin embargo es una de las cosas que da valor a la supervivencia’”. “Quita todo eso supuestamente innecesario”, resume Luis, “y sólo tendrías un animal”.

Hay que ser cuidadoso, pues, cuando se hace apología de la austeridad. Hasta Diógenes, como es sabido, necesitaba el sol.

La psicóloga clínica Elena Borges es partidaria del comedimiento pero bien entendido, partiendo del viejo axioma que cita, de que “no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita”.

“Lo más importante para afrontar una época como esta es la actitud de cambio”, afirma. “Hemos vivido en una sociedad donde la frustración no tenía lugar, muy intolerante, donde todos los bienes eran bienvenidos. Es una pena que haya tenido que venir una crisis para que nos demos cuenta de que hay un problema y empecemos a valorar qué es esencial y qué no, aunque si eso sucede por fin, bienvenida sea la crisis”.

En su opinión, nuestra sociedad está aquejada de “una falta general de capacidad para la introspección. Hay que preguntarse ¿qué me gustaría ser? ¿Qué me hace falta?”. Y aunque afirma que “las generaciones anteriores aguantaban mucho mejor la frustración que ésta”, sostiene también que todos estamos “equipados” para llegar a realizar esa tarea introspectiva. “Hay que disfrutar de las pequeñas cosas y valorar lo esencial…”, dice.

Pero, de nuevo, ¿qué es lo esencial?

Pequeñas cosas, muermo ininterrumpido

Ramón, el abogado, es fan de Rafael Berrio, un cantautor donostiarra cuyo disco le pasó hace poco un amigo. Ahora lo escucha a todas horas, e insiste que prestemos atención a la letra de un tema llamado Las pequeñas cosas: “No encuentro la felicidad en las pequeñas cosas/Las pequeñas cosas de la vida no me bastan (…) ¿O puede acaso compararse un amor heroico/con tal vez veinte años de muermo ininterrumpido?”. Ramón sí cree en las pequeñas cosas, pero a su manera, con matices y como modo, precisamente, dice, “de luchar contra ese muermo” del que habla la canción. “Creo que hay que cultivar las pequeñas cosas personales, las que uno quiera, que son grandes en realidad. Es un ejercicio de libertad y es un lujo. Esas cosas no deben ser dictadas por nadie. Nadie puede decirle a uno mismo lo que es superfluo y lo que no”.

Las necesidades de supervivencia son siempre muy exiguas y cubrirlas no parece suficiente para obtener satisfacciónCarlota, de 30 años, amiga suya y que también estudió psicología, aunque ha terminado trabajando en algo completamente distinto, ha reflexionado al respecto y sostiene una teoría más desarrollada y radicalmente encontrada con la tendencia actual. Para ella, el lujo –entendido a su peculiar manera– es necesario, es un motor: “Creo que tenemos bastante necesidad de lo innecesario”, opina, “Es un error considerar que el materialismo es algo antinatural. Se asume que existe un instinto de supervivencia, pero ¿y el instinto de la abundancia, del lujo? En mi opinión, el hombre tiende igualmente al lujo porque el lujo tiende también, mediatamente, a la supervivencia. Esa tendencia consiste en el deseo de tener a nuestra disposición cualquier cosa que, sin embargo, no es precisa para atender a nuestras necesidades inmediatas. Pero esas necesidades, las de supervivencia, son siempre muy exiguas y cubrirlas no parece suficiente para obtener satisfacción ni, desde luego, para progresar individual, colectiva o socialmente. Acaparar es bueno porque significa no estar atado a la búsqueda de soluciones apremiantes, porque permite pensar a largo plazo y, pensar a largo plazo, te permite evolucionar”.

Consideremos esas cosas aparentemente prescindibles como un lujo que apoya el progreso social –como Carlota– o como un elemento vertebrador de la individualidad –al modo de Ramón–: ¿Cuáles son? Lo cierto es que cada persona a la que pregunten responderá de manera distinta. Cuatro ejemplos:

Primero

Rocío, guionista: “Por supuesto que hay cosas que nos ayudan a vernos y oírnos mejor. Muchas de ellas tienen que ver con las cosas que vivimos en nuestra infancia. Objetos que nos hacen recordar que una vez fuimos nosotros, sin culpa. Normalmente no coinciden con las prioridades de los demás, por eso son especiales y nuestras. Yo descubrí hace poco mi real apego a los cosméticos. De niña mi madre se tiraba horas conmigo en la planta de cosméticos de El Corte Inglés. Cuando estoy triste, sólo con entrar y oler los perfumes caros, me pongo de buen humor. Yo construí toda una cosmogonía alrededor de esos botecitos con ungüentos misteriosos y nombres mágicos... Chanel, Clinique, Lancome... Ahora, después de una huida brutal de la civilización, al volver, me doy cuenta de que cuando me echo esas cremas conecto con una parte de mí olvidada. Mi yo me cuida, me reconforta y me hace sentir mujer y única. Yo sé que voy a ser la misma a los 80 con cremas o sin ellas. Pero cuidarme y disfrutar de poder adquirirlas me hace embadurnarme de esa niña que las coleccionaba en su cuarto y hablaba sola. Y me gusta”.

Segundo

Arturo, músico (aunque no viva de ello): “Una misma persona tiene etapas en las que se ve autosuficiente y no precisa de estímulos externos, ya sean materiales o intangibles, profundos o banales, que le ayuden a dar significado a su existencia, quizás porque es capaz de generarlos por sí sola. Y sin embargo, tiene otras etapas en las que para seguir avanzando es necesario estimularse, y por tanto buscar el acicate más adecuado para ese justo momento, que le genere nuevamente los estímulos internos que le permiten continuar. Todo pasa porque al final algo interior se active. En mi caso personal, me estimula  la labor creativa, y para ello en ocasiones no preciso de nada externo para comenzar el proceso, ya que el mero hecho de obligarme a ‘trabajar en ello’ genera una energía que se retroalimenta. En otras ocasiones, sin embargo, para activarme e iniciar el proceso que a su vez tenga ese efecto positivo en mi vida, puedo necesitar la ayuda de pequeñas cosas insignificantes y frívolas como un bolígrafo, unos vinos, o una libreta nueva; de cosas engañosamente superficiales como asearme y vestirme de una manera concreta o de que alguien que aprecias o te atrae sexualmente te de una palmadita en la espalda y te anime a seguir en esa línea, o de cosas más profundas, algunas con un significado más explícito como leer el libro adecuado, ver la película idónea o escuchar un disco determinado, y otras con un significado mucho más personal, como cargarme de energía negativa viendo cosas que disparan mis niveles de rabia en la calle, en los bares, en mi lugar de trabajo superfluo, o en la televisión”.

Tercero

Antonio, periodista, jefe de prensa de una asociación comercial: “El deporte es un elemento terapéutico que es esencial para mí. Nos recuerda lo que somos, animales. Antes cazábamos mamuts y ello generaba mucha satisfacción, pues podías alimentar al clan, ahora ese bienestar se obtiene con unas horas de bici, un buen partido de tenis o corriendo por el parque para sudar un poco y desconectar de la rutina diaria. No traes la comida a casa, aunque podrías matar a un caniche o a un jubilado, pero en nuestro interior se produce algún proceso que genera casi tanto bienestar”.

Cuarto

Úrsula, funcionaria: “Yo hago un programa de radio. No cobro nada por hacerlo. Habrá quien piense que no tengo nada mejor que hacer con mi vida, pero en cambio para mí configura una fuente de satisfacción personal porque aprendo, me obliga a indagar, y me permitía desarrollar facetas, y además saber que es algo valorado por mi entorno, que gusta”.

Como se verá, ni el olor de los cosméticos, ni las carreras por el parque en pos de un inexistente mamut, ni los programas de radio underground ni los poemas de media tarde dan ni un duro. Muy al contrario, quitan tiempo y dinero. Nadie nos los prohibirá, por ahora, pero muchos podrían considerarlos inútiles. De hecho, lo hacen.

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Tiempo para vivir

¿Hay algún elemento que unifique esos elementos de liberación, identidad y disfrute? Para Carlota sí lo hay: el tiempo. “Se me ocurre en primer lugar”, argumenta, “la supuesta gran cruz de mi generación: el tiempo libre, el tiempo para mí. Si no tengo un rato cada día para perderme en especulaciones infructuosas, mi cabeza se acaba desconectando solita, como si me fuese tan necesario como el sueño para mantenerme despierta. Necesito tiempo para pensar, para leer, para hacer deporte... el tiempo es el gran lujo que a casi todos nos falta. Y es vital. Si no tienes vida propia, todos los esfuerzos que haces para mejorarla, tienden a perder su sentido. Vamos, que sin descanso -entiéndase por descanso lo que se quiera-, no se trabaja, o se trabaja mal”.

Y al hilo de la conexión generacional, cuando a Elena Borges, la psicóloga, se le pregunta si en España hay un par de generaciones que sufren los efectos de un fallo educativo, un par de generaciones que carecen de un reflejo adaptativo fiable, su respuesta es sencilla: “Sí”.

Para muchos la compra cuasi compulsiva puede aportar un equilibrioLa explicación de la frustración y crisis de esas generaciones, para Carlota, es ligeramente distinta: “Se está inmolando la felicidad de toda una generación a la que se le ha inculcado el anhelo de algo que ya no es realizable. Pero este sufrimiento no ocurre porque seamos una panda de superficiales sino porque, en cierta medida, tenemos que renunciar a nuestro mundo. Supongo que la idea de una sufragista de obtener el voto femenino podía parecer a las madres de la época, que habrían crecido rezando por evitarse un matrimonio desafortunado, un afán absurdamente ambicioso o de un inconformismo desagradecido. Que una chica sin recursos de la posguerra soñase con tener un par de zapatos extra para ir a una fiesta parecería de una rapacidad grosera a los ojos de un padre que habría podido morir de hambre. Igual que a nosotros puede resultarnos frívolo el deseo de tener un coche más chachi o de pagarse una operación de estética... Pero ¿qué pasa al revés, si a la sufragista le impones un matrimonio o a la niña que sueña con zapatos la pones a sembrar para subsistir? Serán infelices a nivel profundo: lo mismo que mis colegas si no pueden viajar con sus parejas, salir a cenar los domingos, llevar ropa de marca o cualquier otra necesidad propia de la época en la que han crecido. Un individuo menos apegado a lo material, con mayor consistencia psicológica, podrá tal vez buscar alternativas de felicidad. Pero el hombre más permeable a la cultura, el “hombre practico”, que hace lo que se espera y espera lo que se promete, queda sometido a una sensación de injusticia que bien puede determinar su vida”.

Vámonos de compras

“Cuando más viene a mi cabeza la palabra superfluo”, dice Antonio, “es precisamente cuando, de vuelta de mi carrera de la mañana, abro mi armario. Tenemos diez veces más ropa de la que usamos y necesitamos, y eso sí es una realidad. Pasa con muchas otras cosas, pero esto se ve de una manera tan clara que hasta da vergüenza. Para mí sí es una de las cosas superfluas de verdad. Es casi pornográfico lo que se gasta en ropa”.

Es más que evidente que mucha gente no piensa así, que para muchos la compra cuasi compulsiva puede aportar un equilibrio. Lara, abogada y economista de 27 años, madrileña, tiene una teoría curiosa al respecto: “Suelo eximirme a mí misma de la culpa de mi euforia consumista diciéndome que, cuando los hombres lo tienen tan fácil que se permiten el lujo de exhibir la consigna de que, si por ellos fuese, estarían con una mujer distinta cada día, tener ropa suficiente para parecer una mujer distinta cada día es la nueva necesidad de la belleza... Me digo: yo no colecciono vestidos, los coleccionistas son ellos que coleccionan conquistas, seres humanos; yo solo maximizo mis posibilidades frente a una oferta sobredimensionada. Pero la realidad es que probablemente, no sería capaz de ir a una cita sin la coraza de un vestido nuevo o que transmita la información que yo quiero... así que, por patético que pueda sonar, supongo que es una necesidad psicológica, que compensa una inseguridad o un complejo”.

La voluntad de apropiación exclusiva de los objetos es una tendencia natural porque el dominio de determinados objetos es necesario para perdurarDespués reflexiona y apunta que cuando dice “euforia consumista” lo dice en serio: “el consumo crea verdadera euforia, ebriedad. Muchas veces nos basta con horas o con minutos para darnos cuenta de que queríamos el acto de adquirir más que el objeto adquirido... Conozco chicas que solo compran en tiendas donde luego les dejen devolver los artículos porque así tienen el chute de comprar sin la culpa de gastar... Pero yo a veces, cuando voy de compras, me siento como en esas historias de batallas en que el guerrero es poseído por el ansia de sangre y no puede parar de asestar golpes con su hacha... ¡y requiere un gran esfuerzo de voluntad parar! Parar de comprar, no tanto, porque el límite es el que es pero... ¿parar de querer? Ufff...”

Joaquín, también economista, opina al respecto que “la voluntad de apropiación exclusiva de los objetos, es una tendencia natural porque el dominio de determinados objetos es necesario para perdurar. Pero la naturaleza suele plantear sus imperativos en términos amplios y difusos: para la reproducción nos da el deseo, pero uno no desea solo a la persona con la que se va a reproducir o no solo por una vocación de reproducirse; para el sostenimiento del cuerpo nos da el apetito, pero a uno no le apetece solo la ración de comida que estrictamente necesita, ni la aprecia solo por su valor nutritivo. Para asegurar nuestro abastecimiento, nos da la codicia y el materialismo que, en principio, son tendencias igual de positivas. Sin embargo, un encuentro carnal o una comilona, generan la satisfacción, que sí es inmediata, de una tendencia totalmente natural. Con el deseo de poseer pasa lo mismo: uno desea, simplemente, poseer, acaparar, no solo las cosas útiles, sino todas las que le resultan estimulantes. Estos instintos se desgajan de su finalidad natural y adquieren entidad propia, con primacía de unos u otros, según las particularidades del individuo”.

“Todos nos pasamos la vida persiguiendo lo que no tenemos o lo que no necesitamos”, resume, de nuevo, Carlota, “porque sólo con esos anhelos se aseguran la viabilidad y el progreso. Por esta finalidad, el atesoramiento, aporta instintivamente la sensación de realización, como todo lo que te hace más perdurable como individuo, más eficiente, más fuerte... La abundancia nos da paz. Y creo que es algo natural: nos da la sensación de estar a salvo, como la hormiga de la fábula. Por supuesto, una vez que las carencias parecen descartadas, esta tendencia puede deformarse y presentar aspectos de lo más excéntrico e incomprensible. Que es como yo entiendo la famosa ‘cultura del consumo’: como el desarrollo del instinto de supervivencia en el ‘estado de bienestar’. En mi opinión, el hombre es y debe ser por naturaleza insaciable. No creo que pueda pararse ese crecimiento, creo que estamos programados para querer siempre más y la idea que tenemos de ‘mas’, depende de cuánto demos por hecho”.

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La importancia del símbolo

En todo caso, esas cosas superfluas que nos son tan necesarias tienen siempre algo de particular, como apunta Arturo: “en general, en el entorno en el que me muevo, lo que para unos es superfluo o hobby, en mi caso es lo que mueve mi mundo, y viceversa, así que cualquier cosa puede adoptar las dos personalidades”. Algo parecido opina Joaquín: “La mayor parte de las cosas que me parecen vitales son cosas de las que hace más de una década que deje de hablar, porque a nadie le interesan. Creo que las prioridades cambian según los individuos. Pero creo que hay también un núcleo común, que es cultural. Además del evidente núcleo duro más primario de necesidades”.

Desclasarse implica la perdida de la sensación de pertenencia a un sistema de vida, de valores, etc.Pero para él, además, las cosas pequeñas gozan de una cualidad peculiar: tienen la posibilidad de ejercer un papel simbólico: “creo que los objetos más cotidianos o prescindibles”, dice, “pueden elevarse a ‘leit motif’ con más facilidad, cuanto más acuciante es la necesidad de adscripción a un sector social o a cualquier grupo, cuanta más ansia de identificación se tenga. Es claro en la literatura o en la pintura: determinados objetos transmiten un ambiente sin necesidad de explicaciones; si haces un retrato de una mujer, no es lo mismo que tenga en sus manos unas agujas de calceta que un collar de perlas, un abanico o un cuchillo de matanza. Cada uno describe condiciones de ambiente distintas. Entonces, los objetos aparentemente superfluos, quedan elevados a la categoría de símbolos. Y los símbolos nunca son superfluos, son las formas sintéticas con las que acotamos las fronteras de nuestras vidas. Y creo que eso es muy importante. Renunciar a ellos, implica desorientarse en un espacio que antes estaba equilibrado. Desclasarse significa la perdida de la sensación de pertenencia a un sistema de vida, de valores, etc. Y eso ocurre cuando no puedes demostrar la pertenencia por signos visibles. Los objetos son tus únicas ‘credenciales’ de acceso al mundo con el que te identificas. Y por tanto son básicos”.

Úrsula entiende ese desarrollo, aunque de manera algo más sarcástica: “desde el momento en el que algo es ‘válido’ para mí ya me indica que tiene una función en mi vida porque por algo lo he adquirido. Así que no es superflua ninguna cosa que le sirva a una persona para desarrollar cualquier aspecto de su vida. Eso implica, claro, que un tío que ‘necesite’ un Audi descapotable porque quiere reafirmarse como un machito con pasta cara a la galería a mí me parecerá lo más superfluo del mundo, pero está aspirando a algo que para él es un elemento de estatus, de configuración del yo y de reconocimiento social, o un atributo de atracción sexual. Una garantía, en todo caso”.

 El café de la mañana

“Creo que a menudo olvidamos las cosas que son cruciales para nuestra felicidad”, resume Carlota. “Y la felicidad no debe descuidarse, porque es una fuerza motriz muy poderosa…” Y entonces interviene su amigo Francisco, que acaba de volver de su partido de fútbol siete de los jueves y ve las cosas bastante más sencillas después de una victoria holgada: “Una vez cubiertas la necesidades básicas: comida en la mesa, un lecho, un techo, una mujer (o mujeres), un clan o tribu donde te sientas identificado, todo lo demás debería ser superfluo. ‘Primum vivere, deinde philosophari’. Luego viene el conocimiento… ¿Mejor tener mil libros que diez? ¿Es eso es acumular conocimiento? Una vez le pregunté a un amigo qué era la felicidad para él y me dijo ‘meter la tarjeta en el cajero y que escupa dinero, con eso me basta’. En cuanto a mí, tomarme unas pintas con un amigo o ir a jugar el martes con un grupo de gordos sobrevalorados no es necesario para vivir, pero alivia la carga. Y es cierto que ‘ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar’ se vive mejor. Pero, qué carallo, a todos nos gustaría tener un millón de euros en la cuenta, una casa en la playa y libertad para irnos a Edimburgo cuando quisiéramos”.

Y luego añade: “Siempre hay que esperar al desayuno. Si quieres volver a verla, tomarte un café con ella, no es superfluo. Algo que te ayuda, no puede ser superfluo, nunca”.

Vivimos en tiempos de crisis y el discurso de moda es el de la austeridad. Una situación chocante, sin duda, en un país donde hasta hace no mucho parecía que cualquiera podía tenerlo todo y donde, de hecho, se espoleaba a cualquiera para que lo comprara todo, a toda costa. Ahora, el hombre común se encuentra emparedado, como comenta Ramón, abogado de 43 años, entre dos tendencias a cual más virulenta: “Por un lado no han dejado de pedirte que consumas, por el otro te piden que vivas como una monja”. El problema, añade él, “es que tratan de decirte tanto lo que necesitas –que ya te lo decían– como lo que no necesitas. Y esto último es nuevo y ya es la leche. Vale que me metan por los ojos la afeitadora eléctrica de turno o el coche mejor, pero aquello de lo que debo o no debo prescindir tengo que decidirlo yo. Hay cosas que para algunos son prescindibles y que para mí son absolutamente necesarias”.