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"No hace falta trabajar para vivir; si hubiera que hacerlo, estaríamos todos muertos"
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ESPAÑA, A PIE DE CALLE

"No hace falta trabajar para vivir; si hubiera que hacerlo, estaríamos todos muertos"

Las "conversaciones del ascensor" ya no tienen el tiempo como tema principal. El malestar generalizado, con sus expresiones malsonantes, su ira contenida y su cinismo, es

Foto: "No hace falta trabajar para vivir; si hubiera que hacerlo, estaríamos todos muertos"
"No hace falta trabajar para vivir; si hubiera que hacerlo, estaríamos todos muertos"

Las "conversaciones del ascensor" ya no tienen el tiempo como tema principal. El malestar generalizado, con sus expresiones malsonantes, su ira contenida y su cinismo, es el que dibuja nuestros encuentros ocasionales. Puede que Messi bajase al parking a insultar a Arbeloa, pero apenas lo mencionamos porque estamos ocupados con los sobres de Génova, con las últimas novedades del caso Urdangarin, con las cuentas en el extranjero de Mas o con las fotos de Amy Martin.

–¿Hacia dónde va este puto país? Esto es un desastre.

Lo dice Alberto, taxista. Trabaja en el turno de noche porque hay que pagar las facturas, y suele prolongar los horarios lo máximo que le permiten. Hace poco que está al volante, antes era director de una sucursal bancaria. Es joven, no llega a los 40 años, y cuando se vio en la calle invirtió el dinero del despido en generar su propio puesto de trabajo, siguiendo un camino similar al de trabajadores de tres décadas atrás, que llegaron al sector procedentes de la reconversión industrial. Hoy es distinto, porque algunos de ellos tienen un pasado universitario a cuestas, como Félix, que ha sido abogado durante bastantes años (es capaz de explicar a sus clientes con perfecto lenguaje legal cómo recurrir las multas) pero también porque el cambio no parece producto de avances sociales, sino de retrocesos profundos. Sentimos que todo va a peor, que el mundo se nos viene encima, pero cuando volvemos la mirada en busca de quienes están al mando, encontramos dirigentes que sólo parecen preocupados por su beneficio privado. Sentimos que la sociedad española va camino de la catástrofe, y cuando miramos al timón, vemos que lo maneja el capitán del Costa Concordia.

En este clima de tensión continua y de enfado permanente, el aire social se llena de gritos, pero no de acciones. Todo el mundo está de acuerdo en que nos esperan grandes tensiones sociales y crecientes dificultades de gobernabilidad, pero hasta la fecha, nada de eso está sucediendo. Los hechos se repiten con una exactitud peculiar: indignación, movilización, manifestaciones callejeras y regreso a la normalidad.

Enrique García Fernández Abascal, catedrático de Psicología de la Emoción y la Motivación de la UNED, dirige el Termómetro del Afecto, una iniciativa que mide el estado de ánimo social. La última tanda de datos, recogida el pasado mes de enero, ofrece sorprendentemente los mismos resultados que los de enero de 2011. Son dos años más de crisis, con la corrupción en aumento, con una mayor tasa de paro, pero con la misma indignación resignada. Los sentimientos negativos no son mayores que entonces, aunque han descendido algo los afectos positivos, especialmente en las mujeres y en los mayores de 30 años. “Estamos deprimidos, inmersos en esa desesperanza que te impide disfrutar con nada, pero eso no nos dirige hacia la actividad. Esas respuestas sociales fuertes suelen provenir de cambios bruscos que nos sorprenden. Lo que estamos viendo, sin embargo, es una situación gradual, de la que se tarda en entrar, y también en salir, que no genera reacciones, pero que nos afecta en todo. Cambia por completo nuestra forma de pensar, de modo que, incluso cuando ocurren cosas positivas no somos capaces de verlas”.

La sociedad española, concluye García Fernández, “se ha vuelto mucho más depresiva que airada, más aplanada que excitada”.

Francisco y su grupo de amigos –entre diez y quince personas– viven en una ciudad castellana de tamaño medio. El mayor tiene 46 años, el más joven 28, y son un buen ejemplo de los tiempos duros por los que estamos atravesando. De los diez que se han juntado este viernes por la tarde para tomar unas cervezas e ir al concierto de un amigo, sólo uno, ingeniero, conserva un empleo estable y fijo. El resto, seis de ellos universitarios que hace sólo cinco años se defendían bastante bien en el mercado laboral, están en paro. Alguno tiene algún trabajo ocasional pagado bajo cuerda. Curiosamente es el menos instruido de todos, Antonio, de 37 años, el que consigue unos ingresos más regulares mediante dos actividades: hace de técnico de sonido ocasional para un par de locales de música y tiene algún chanchullo poco legal. La sonrisa del grupo cuando alguien cuenta un chiste es desoladora: faltan demasiados dientes y hay demasiado poco dinero para implantes. Y el que tienen, se va en estas cervezas, en charlar y en tratar de hacer planes para salir del agujero. Josu, el mayor del grupo, ha trabajado siempre de las cosas más diversas, topógrafo, cocinero, hostelero, músico; se ha buscado la vida desde joven con eficacia y seriedad, y reconoce que nunca había visto “una situación tan jodida”.

 

“Yo, la verdad”, ironiza Andrés, abogado en paro, “he descubierto que no hace falta trabajar para vivir. Si hiciera falta ya estaríamos todos muertos”. Ante ese horizonte cero, el grupo se divide en dos: los que no piensan moverse de la ciudad y prefieren capear el temporal apoyándose en la familia y los amigos en espera de una mejora, y los que están deseando largarse. Los que se resignan, bajan la cabeza y aprietan los dientes, y los que creen que quedarse quietos los aboca al desastre. “Yo volví después de 20 años fuera”, cuenta Josu, “pensando que me hacía falta calma y comodidad, pero me he encontrado un panorama totalmente esquilmado. Si no me funciona un negocio de venta de carne que estoy montando, me voy otra vez. Mi proyecto es bueno, creo, pero es que ahora mismo eso ya no te garantiza nada. Y ya de vivir ajustado, prefiero hacerlo en alguna ciudad más divertida y donde haga menos frío”.

El problema es que muchos cada vez tienen menos y que a veces la situación se vuelve angustiosa. Ricard, asturiano, es licenciado en Bellas Artes y un músico muy brillante, también lutier aficionado y un interesante pintor. Lleva literalmente toda su vida hábil tirando con trabajos de poca monta. Este verano se las prometía muy felices cuando lo contrataron para tocar el bajo en una orquesta, hasta que descubrió que ya no se pagaba tanto como antes y que era todo en playback. Ahora mueve las caderas y hace escalas que no suenan y luego se come un montón de kilómetros con una gente bastante básica con la que, como él dice “no tengo nada de lo que hablar”. Está fuera de la clase en la que se crió, está fuera de los trabajos para los que se instruyó y, como es lógico, se siente así: fuera. Tiene una esperanza vaga en el futuro, poco articulada, “por pensar bien”, dice. Pero no puede evitar el desánimo, muchas veces, y ha empezado a ver su propio talento “como una maldición”. “La verdad”, explica, “es que necesitar hacer algo que nunca me permitirá vivir y tener que mendigar por curros que odio me resulta una verdadera putada. Y no hay nada que me joda más que tener que darle la razón a mi padre que siempre me dijo que los artistas eran unos muertos de hambre”.

Él ha optado por irse de vuelta a su pequeño pueblo a vivir con esos padres que le advirtieron, después de pasar en Barcelona, Valencia y Londres. “La razón es sencilla: en los lugares pequeños la relación es más cercana, hay más background, más apoyo. Puedes tener poco, pero se comparte más. Si estás sólo en la ciudad, en cambio, estás sólo de verdad. Con la situación que tengo aquí en Londres me hubiese suicidado. Aquí da para tirar y aguantar”.

Sobrevivir parece la única idea que tiene espacio en nuestra mente, señala Amalio Blanco, porque ya no somos capaces de entrever un horizonte mejor. “Estamos sumergidos en un mundo de emociones negativas que resulta muy paralizante.  El clima emocinal en el que subsistimos nos aboca al fatalismo, a la indefensión, a no tener claro qué hacer”. Según Blanco, estamos perdiendo la sensación de que controlamos nuestro futuro. “Cuando es posible hacer previsiones, cuando sabes que la vida va a discurrir aproximadamente de un modo determinado, sientes que puedes ser el constructor de tu propia peripecia biográfica. Pero si pierdes esa capacidad de hacer previsiones y se instaura el descontrol, caes en una especie de fatalismo que impide la acción”.

El problema es que esa perspectiva ha penetrado también en la vida cotidiana. Al mismo tiempo que hemos empezado a desconfiar de las instituciones y de quienes las dirigen, hemos comenzado a desconfiar de nuestras posibilidades de tomar las riendas de nuestra propia vida. Suele insistirse en que momentos como el presente pueden ser muy productivos, ya que sirven para activar la sociedad civil, para que las personas tracen alianzas y para que muchas iniciativas, vista la orfandad institucional, se relancen desde el impulso personal. Pero el declive social ha arrastrado a la depresión a una sociedad civil cada vez más acostumbrada a quejarse y menos a actuar y, en segunda instancia, ha generado enormes incertidumbres respecto de la vida privada. Las dificultades laborales y vitales terminan por ser encajadas desde la resignación: buscamos soluciones, pero no vemos el futuro por ningún sitio. Por eso, con frecuencia, fantaseamos con huir a mejores lugares…

Ismael, barcelonés, tiene cincuenta y tantos –aunque aparenta diez más– y está en las mismas que los veinteañeros. Él, un niño de buena familia que llevó una vida aventurera con algunos malos pasos, ganó mucho dinero, lo perdió todo, lo volvió a ganar y, cuando se prometía una “jubilación” feliz, lo volvió a perder jugando en bolsa. Ahora lleva una vida espartana entre sus miles de libros. Su vasta cultura le ha servido al final de algo: escribe tesis doctorales por encargo. Es bueno en esa tarea oculta. “Esto no se arregla con brindis al sol. Tendría que haber bombas. No se ve manera de salir, pero tampoco se ve una manera eficaz de protestar, de quejarse. La gente está cabreada. Yo mismo me quiero ir del país, y mira que era divertido hace veinte años”, dice, “pero ahora apesta y es aburrido. En los viejos tiempos era distinto… ¿Adónde ir? No sé, a algún sitio donde pasen cosas y te dejen vivir”.

La segunda parte de este reportaje se publicará mañana.

Las "conversaciones del ascensor" ya no tienen el tiempo como tema principal. El malestar generalizado, con sus expresiones malsonantes, su ira contenida y su cinismo, es el que dibuja nuestros encuentros ocasionales. Puede que Messi bajase al parking a insultar a Arbeloa, pero apenas lo mencionamos porque estamos ocupados con los sobres de Génova, con las últimas novedades del caso Urdangarin, con las cuentas en el extranjero de Mas o con las fotos de Amy Martin.