Cuando las madalenas son lo peor y los 'muffins' muy 'cool'
(Segunda parte del reportaje «A fondo: recorrido por la 'gafapastas shore'». Puede leer aquí la primera parte del mismo)“Durante el día vienen por aquí algunas familias
(Segunda parte del reportaje «A fondo: recorrido por la 'gafapastas shore'». Puede leer aquí la primera parte del mismo)
“Durante el día vienen por aquí algunas familias a tomar una caña con sus hijos, o algún albañil. Pero durante la noche, el bar se llena de gente de 30 a 45 años, modernos con dinero”. Luis es artista, y sirve copas, lo que hará durante mucho tiempo. Y no por falta de talento, sino precisamente porque lo tiene. No deja de ser paradójico que aquellos a quienes sirve copas a diez o quince pavos sean compradores habituales del arte que él produce y que lo único que pueda venderles sean gin-tonics de marcas poco conocidas. Es cierto que su trato con ellos es fluido (tienen algunas aficiones comunes, manejan referencias similares), y que puede conversar de tú a tú, pero su sitio es el que es. Raramente Luis se sentará en el otro lado de la barra y se gastará ciento veinte pavos en pagar un par de rondas a sus amigos. Porque los verdaderos gafapastas no son los nerds de gustos exóticos, sino quienes pueden permitirse gastarse el dinero mientras hablan de lo que les emociona.
Vivimos en tiempos mezclados, también en lo que hace al capital cultural, ese que ayuda a definir la posición en la jerarquía social. Las élites culturales ya no se diferencian a partir de la posesión del acceso exclusivo y de las claves interpretativas de las formas artísticas más distinguidas (música clásica, ópera, arte moderno, poesía), sino que han incorporado a su canon referencias propias de las creaciones culturales, desde las cinematográficas hasta el cómic pasando por las series televisivas.
Cuentan con recursos económicos que emplean en adquirir señas de identidad Al mismo tiempo, las élites económicas ya no consideran lo cultural como un elemento que les otorgue el deseado capital simbólico. Patricio Fernández, cronista y director de la revista chilena The Clinic, retrata (sin querer) el mundo de la clase media alta española cuando habla de la gran burguesía chilena, esa que "es fanática de los automóviles, a los que tienen por su tarjeta de presentación y que ignora la literatura y el arte. Como mucho leen en el verano todos los mismos libros, porque de algo hay que conversar en la playa. Y, a pesar de ello, intuyo que se venden hoy muchísimos más cuadros que ayer”.
Mientras tanto, la clase media “se dedica a viajar a a conocer la experiencia de los hoteles. Son cada vez más los que compran un fin de semana en Viña del Mar o 5 días y 4 noches en Río. Supongo que algunos de ellos viajan con un libro, pero se trata claramente de los menos. Por aquí, entiendo que hoy se venden más libros que antes. Los más difundidos son por lo general libros que no me interesan. Mucha autoayuda, mucho horóscopo, mucho romanticismo sexual”. Entre ambas clases se encuentran los gafapastas. Cuentan con recursos económicos, debido a su procedencia, que emplean en adquirir señas de identidad que les permite mirar por encima del hombro a unos y otros. Respecto de los primeros, quizá tengan menos pasta, pero más clase; de los segundos, tienen más de ambas cosas.
Quizá porque, como dice Lola, artista y profesora, los gafapastas son muy clasistas, tanto en lo económico como en su discurso. Para ser aceptado por unos gafapastas, tienes que saber vestir, ser atractivo y por supuesto, saber mucho acerca del cine coreano de los setenta o de las teorías estéticas de minoritarios pensadores anglosajones. Si careces de esos referentes, te mirarán con desprecio, como si tu hábitat natural fuesen los polígonos del extrarradio.
En el centro de Malasaña, en una terraza, Daniela y sus amigos Marcos y Tita toman un café y miran la vida pasar. Daniela (chilena de nacimiento, española de adopción) se fue de vacaciones a EEUU hace dos años y aún lo sigue contando. Marcos viaja cada año a Nueva York porque “ahí está todo”. Tita, que está de paso, pasa de todo. Ahora vive en Dubai. La media de edad es de 40. Daniela quiere volver, dice. Quiero volver. Quiero volver. Quiero volver. Lo repite como una cantinela infantil. Quedó fascinada por los desiertos y la América profunda y deprimida que había leído y releído y visto y revisto en las películas. “Estar ahí es como un paréntesis. De repente eres un poco un personaje que te habías imaginado”. Luego se enciende un pitillo que saca de su cajita plateada, exhala aros de humo y dice: “Lo que siempre le decía yo a mi compañero es que la Ruta 66 hay que hacerla cuando uno aún es guapo, cuando uno aún es joven. Así que mejor que me dé prisa”. Mientras, puede conformarse con un barrio que, a rachas, parece América, con sus diners, sus cupcakes, sus muffins, sus hamburguesas gigantes y sus batidos en technicolor. “Sí”, suspira Marcos, “pero no es lo mismo”.
Él reconoce que la mayor parte de los referentes culturales de su generación son americanos, que su cultura está llena de espacios abiertos, asesinos en serie, pelis de David Lynch y mística redneck. Es parte de una “trailer park trash culture” adoptada como fetiche, y sobre ella construye sueños húmedos que no realizaría aunque pudiese. Un vistazo a su facha –gorra de bésibol, chupa desaliñada, botas de montar, una mezcla imposible de gasolinero de peli de los Cohen y chico a la última- no deja ver bien que la educación en el colegio de jesuitas ha dejado sus huellas también.
El último libro que ha leído Marcos es Knockemstiff, un volumen de grasiento realismo sucio sureño que le ha encantado, aunque no soportaría vivir cinco minutos junto a ninguno de sus protagonistas. Y no es raro, que eso se produzca, porque si algo les fascina es la energía de la clase baja, esa que te hace más duro, indómito, alguien salvaje. Y como afirma Mark Greif, autor de Qué es un hipster, parece que puedes conseguirlo “recreando el ambiente de los parques de caravanas, de Merle Haggard y de todo lo que encarna ese poder ritual al que aspiras: el poder de la clase baja, del forajido blanco”.
Y pocos medios representan esa conjunción entre energía callejera y altivez posmoderna como Vice, el medio gafapasta por excelencia.
En algún momento, los periodistas modernos descubrieron que lo que mola son las historias. Los viejunos solían analizar las obras en términos formales (la novela es buena o mala, su contenido refleja o no nuestra realidad y nuestros sentimientos) pero los gafapastas prefirieron centrarse en la personalidad del escritor: lo realmente relevante tenía que ver con si el autor era un transexual vicioso, si había escapado de un duro presidio sudamericano, si había encontrado la inspiración verdadera en la cima de un ocho mil o si se daban las tres cosas a la vez. Y si algún medio refleja esa querencia por las historias llamativas, ese es Vice. En ella te puedes encontrar reportajes desde lo más bizarro a lo más gonzo, como el texto sobre las Lágrimas de cocodrilo (variante de la heroína que se introduce en Siberia desde Afganistán y tiene a media población enganchada), o lo inenarrable, como el episodio de Cute Show dedicado al Jardín de Gatos de Barcelona.
Personas de entre 18 y treintaytantos que pasan muchas horas del día en internet en busca de música, moda, culturaPili Rodríguez, Responsable de prensa de Vice Magazine y Iago Fernández, Jefe de Redacción de la revista en Madrid explican que existe un equilibrio entre la parte más frívola y la más seria de su publicación que, dicen, “surge de manera natural. Vice nació en los noventa en Canadá como un fanzine de sexo, drogas y punk. Enseguida crecimos y vimos que ahí fuera pasaban más cosas. Cosas importantes que merecían ser contadas sin perder la acidez ni el lenguaje joven. Desgracias, hambre, conflictos... pero también hechos divertidos dignos de ser contados. Nuestro periodismo no es menos riguroso por tener un estilo desenfadado o irreverente.
¿Y los hipsters? “Cualquier parte de la propuesta de Vice es susceptible de ser compartida por los llamados 'nuevos hipsters'”, contestan, “personas de entre 18 y treintaytantos que pasan muchas horas del día en internet en busca de música, moda, cultura, que les gusta estar a la última en todos los sentidos y estar informados de lo que pasa en el mundo sin conformarse con los principales diarios o los informativos. Quieren realidad pero también diversión”.
Energía barriobajera y risas, cachondeo y dramas profundos, grandes historias y cinismo, una mezcla a la que los gafapastas son grandes aficionados. Pero bajo esa máscara de esteticismo y diversión late la contradicción entre una apariencia moderna y unas prácticas en esencia retrógradas. El gafapasta es alguien que va al última, lo que le permite juzgar a los demás por su aspecto, que disfruta con las historias fuertes y duras pero que no nos las viviría ni loco, y que carece de otro compromiso que no sea consigo mismo. Para el periodista Víctor Lenore "es evidente que aparecen apatía y tics reaccionarios en muchos medios que se consideran emblemas de los modernos. Hace poco un grupo estadounidense llamado No Age actuó en un concierto patrocinado por Converse y en mitad del show dejó de tocar para poner un vídeo sobre la explotación laboral en fábricas de la marca. Hubo revistas presuntamente cool que se lo tomaron mal. Una censuró la crónica y otra acusó al grupo de 'dar la nota'. Se trata de otra prueba más de lo conservador que es el ambiente indie y el moderneo en general. Ya nadie se extraña tampoco de encontrara a Sr Chinarro desanimando a hacer huelga en la páginas de Rolling Stone o de descubrir grupos de ruido extremo en Barcelona que tuitean contra el 15M porque "las cosas se arreglan trabajando, no sentándose en una plaza" (frase digna de Díaz Ferrán). Canciones como «No cabe un tonto más en España» de Espanto podría servir perfectamente como cortinilla de programas como El gato al agua.
Luis vive en Malasaña, es un profesional en la cuarentena y está encantando con su barrio, y más aún tras su deriva gafapasta. Luis no relaciona el término con el nerd, sino con el bobo (el burgués bohemio), esa gente de clase media que se sale de lo común, que es aficionada a la cultura y que tiene intereses estéticos y sociales un punto más avanzado que la media. Entiende que se trata de una clase imprescindible para que las sociedades puedan crecer. Los gafapastas, para Luis, serían algo muy similar a la clase creativa que describiese Richard Florida, una suerte de avanzadilla de la sociedad sin la cual las innovaciones más interesantes no llegarían a producirse. Y mucho de eso encuentra en su barrio, en el que ve reflejado lo mejor de la clase media.
El periodista y community manager Roger Estrada ofrece otra visión de la utilidad de este perfil social cuando juzga los méritos de Vice. “Juegan en el filo de la navaja entre el periodismo gonzo (hay artículos excelentes de temas difíciles de encontrar en otros medios) y niñerías cansinas (la burla cruel no argumentada, las ya nada modernas sesiones de fotos a vecinitas de al lado); pero, hey, al menos provocan y estimulan el debate”, algo que podría aplicarse más allá de la publicación hasta alcanzar a los mismos hipsters.
Para Pili Rodríguez, los gafapastas no son esa clase creativa que defiende Luis ni tampoco el equivalente cinéfilo e indie del proletario musculado de Gandía Shore. “Su rasgo característico es que nunca se reconocen como gafapastas. Son gente a la que les emociona por igual Machete o Supersalidos que la versión sueca de Déjame Entrar o la filmografía completa de Herzog. Y te gustará saber que Ylenia y Labrador de Gandía Shore son lectores de Vice y dos de las personas más agradables que hemos conocido nunca. Déjalos en paz”.
(Segunda parte del reportaje «A fondo: recorrido por la 'gafapastas shore'». Puede leer aquí la primera parte del mismo)