"Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, y ahora nos quedamos sin nada"
“Prefiero triunfar en mi vida antes que en mi profesión. Quiero centrarme en mi relación, tengo ganas de trabajarla y de cuidarla”. El silencio que sigue
“Prefiero triunfar en mi vida antes que en mi profesión. Quiero centrarme en mi relación, tengo ganas de trabajarla y de cuidarla”. El silencio que sigue a esa afirmación, que apenas dura seis o siete segundos, se hace largo. A., una profesional liberal que acaba de cruzar la treintena, me hace esta reflexión en el tren, de regreso a casa, después de muchas horas en un trabajo en el que cada vez disfruta menos. Su tono no trasluce gran ilusión; más bien denota cierto cansancio, nacido de la sensación de que su vida no está marchando como había imaginado. A. está sopesando marcharse de Madrid y regresar a su ciudad natal, donde le espera una pareja con la que lleva año y medio de relación, aun cuando las oportunidades laborales que encontrará en su retorno no parecen muy atractivas.
No es extraño que A. vuelva los ojos hacia las cosas que entiende verdaderamente importantes, como el amor, en un mundo que se está volviendo demasiado sombrío. En las épocas de crisis el viraje hacia valores afectivos parece una de las constantes: en la medida en que el exterior genera malestar e insatisfacción, más procuramos cuidar el bienestar mental, y más aún el sentimental. Las relaciones de pareja, la familia, los amigos íntimos o las pequeñas comunidades se nos muestran como lugares acogedores en los que refugiarse de las inclemencias de la realidad. En el caso de A., lo que parece no funcionar son sus expectativas laborales, algo muy común en muchas personas de su generación, que esperaban una trayectoria profesional más satisfactoria, en remuneración y visibilidad. La promesa latente en la que se criaron (“Fórmate y llegarás lejos”) se ha convertido en un empleo a menudo exigente, poco reconocido y mal pagado. La crisis, además, ha hecho que las pocas perspectivas de mejora se vean congeladas y que las posibilidades de salir fuera del mercado laboral se multipliquen. Pero ni siquiera esa amenaza latente parece ser un problema para A. Se trata, más bien, de la sensación de que por ese camino no hay nada para ella, de que no hay ningún trofeo que merezca la pena después de cruzar la meta.
aquí.
“Prefiero triunfar en mi vida antes que en mi profesión. Quiero centrarme en mi relación, tengo ganas de trabajarla y de cuidarla”. El silencio que sigue a esa afirmación, que apenas dura seis o siete segundos, se hace largo. A., una profesional liberal que acaba de cruzar la treintena, me hace esta reflexión en el tren, de regreso a casa, después de muchas horas en un trabajo en el que cada vez disfruta menos. Su tono no trasluce gran ilusión; más bien denota cierto cansancio, nacido de la sensación de que su vida no está marchando como había imaginado. A. está sopesando marcharse de Madrid y regresar a su ciudad natal, donde le espera una pareja con la que lleva año y medio de relación, aun cuando las oportunidades laborales que encontrará en su retorno no parecen muy atractivas.