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La mensajería instantánea está acabando con la ironía
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“HACE DIEZ AÑOS SE SUSPENDÍA POR ESCRIBIR ASÍ”

La mensajería instantánea está acabando con la ironía

“Tuve una temporada un poco freak con esto de los chats”, dice con una media sonrisa Amalia, una mujer de 35 años que trabaja de periodista.

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La mensajería instantánea está acabando con la ironía

“Tuve una temporada un poco freak con esto de los chats”, dice con una media sonrisa Amalia, una mujer de 35 años que trabaja de periodista. “Pasaba ocho horas al día delante de un ordenador y al volver a casa me sentaba frente a otro porque estaba escribiendo un libro, así que el chat se convirtió en uno de mis modos de comunicación básicos, tanto para cuestiones profesionales como para, simplemente, descomprimir un poco y bromear unos minutos con algún amigo que estuviese en línea, pero descubrí algo: la capacidad para transmitir la ironía no existe en un chat. Ahora tengo un par de amigos menos por culpa de eso”. Ella afirma que es “ácida” cuando habla cara a cara y explica que “en conversación todo el mundo lo entiende, y les hace gracia, pero en una pantalla eso se pierde y suceden dos cosas: primero, la gente se abre mucho más rápidamente y enseguida te está contando intimidades. Segundo, lo toman todo de manera literal a menos que lo satures de los dichosos ‘emoticonos’, y ni así… ahora apenas lo uso”.

“Es cierto”, admite Luis, un estudiante diez años más joven y que usa el chat de su correo electrónico a todas horas, “que hay una perdida de matiz que hace que te lances en plancha y digas lo que sea, pero hay otro problema: esa información que sale a chorro no es como una conversación telefónica. Las palabras no se las lleva el viento, quedan ahí, escritas. Yo soy prudente con lo que opino en un chat. Todos tenemos un mañana”.

Miles de personas se comunican hoy más de manera digital que de manera directaIgual que Amalia y que Luis, miles de personas se comunican hoy más de manera digital que de manera directa, y cada vez la edad de iniciación es más temprana. “Las cartas, por supuesto, pertenecen al pasado”, comenta Raúl, un abogado de provincias de 40 años, que afirma orgulloso que aún escribe varias al mes: “Decidí que necesitábamos volver a modos de comunicación más detallados, y también hay en ello algo de romanticismo. Pero cuando alguien me pregunta qué diferencia hay entre un e-mail y una carta, le digo que el lapso que tardas en escribir una carta te obliga a pensar más y a estructurar aquello que se piensa, a hacer un ‘scaner’ de tu propia realidad mental que te deja las cosas mucho más claras: un mail es una comunicación rápida de la parte de lo que piensas que tienes ese momento en la cabeza, un chat ni eso. Un chat es puro impulso emocional inducido”. Por desgracia, Raúl reconoce que “muy raramente me contestan las cartas con otra carta. A veces recibo un mail de agradecimiento y eso es todo: la gente considera una carta como una reliquia y un regalo, un detalle afectivo, no una manera de comunicarse. Eso, que mi generación aún vivió en la adolescencia, se acabó”.

Un avance imparable, cuyas consecuencias son inciertas

Isabel es profesora de microbiología en tercero de medicina en la universidad y explica el imparable progreso de las nuevas tecnologías entre sus alumnos. La suya ya no es la visión del usuario personal, sino la de quien ha visto pasar frente a sí a generaciones enteras. “Estaba un día con ellos (los alumnos) en la cafetería”, explica, “y nadie hablaba entre sí porque estaban todos con el Whatsapp. Ni una palabra. Al final les tuve que enviar un wassap diciendo ‘Oye, estoy aquí’”. Esa mezcla rara de hipercomunicación y aislamiento, reconoce Isabel, también tiene sus ventajas: “Cuando estudian, por ejemplo, están también conectados por Whatsapp y los problemas que surjan los solucionan entre ellos de inmediato, haciendo ‘rondas’. Creo que eso puede considerarse un elemento positivo de intercambio”. 

Sin embargo, lo que más se ha resentido por la entrada en el mundo académico del nuevo lenguaje de móviles, chats y similares es la comunicación escrita. En ese aspecto, dice la docente, el panorama es “desolador”: “Los exámenes se escriben ya en lenguaje de teléfono móvil, de SMS. No es que lo hagan uno o dos: son todos. Tienes que acostúmbrarte, aunque corregir y evaluar se hace mucho más difícil. Hace diez años se hubiera suspendido a un alumno que escribiese así. En cuanto a las faltas de ortografía y las lagunas culturales de todo tipo, no te las puedes ni imaginar”. Ella hace hincapié en que se trata de alumnos de tercero de una carrera en la que a menudo la nota de entrada ronda el ocho y medio, y comenta que “los exámenes de tipo test los hacen muy bien, pero en cuanto hay que escribir medio párrafo de concepto es un desastre. Vomitan todolo que saben, de carrerilla, sin organización ni esquema alguno y, lo que es peor, sin ninguna capacidad de relación”.

Que la gente escriba distinto, que cambien las convenciones ortográficas no me parece tan grave si realmente tienen algo que decirLola Beccaria, novelista de éxito que trabaja en la RAE, aporta una visión igualmente ponderada pero algo más optimista. “Que la gente escriba distinto, que cambien las convenciones ortográficas no me parece tan grave si realmente tienen algo que decir. Es una especie de taquigrafía que no empobrece necesariamente si el fondo sigue existiendo. Quizá se trata más bien de la pérdida de un criterio estético que si existía con los viejos modos”. Para ella, esos “viejos modos”, son importantes: “La forma clásica de escribir importa porque da la medida de un nivel cultural y una sensación de respeto hacia el otro. Y porque aporta belleza. Pero tampoco soy tan estúpida de pensar que la vida no va a cambiar. Puede y debe cambiar”.

En su opinión, “la juventud es la que tiene que reinventar el mundo, es ley de vida. Y yo, desde luego, sacrificaría nuestra ortografía o lo que fuera a cambio de la invención de un mundo distinto: este no funciona”.

“Creo que hay que pensar”, reflexiona, “en como se debe educar ese sentido de la estética del que hablamos, pero lo que no me gusta nada es ese discurso de ‘cómo está la juventud’, que es el de siempre”. A ella le preocupan más cosas como el creciente pensamiento único o el hecho de que se esté perdiendo la capacidad para entender el lenguaje simbólico: “Vivimos en un mundo tecnológico, muy atado a la realidad, a lo inmediato y tangible y a las imágenes, y se está perdiendo el lenguaje metafórico, que es esencial para la expresión artística, para la creatividad y para proponer otros mundos. Con ellas podemos construir y reinventar la realidad. Sin ella, no podremos. Ese mundo tan explícito impide también que se hagan preguntas y reflexiones algo más profundas sobre los problemas esenciales del ser humano. La gente está cada vez menos preparada para hacer un esfuerzo. Lo puedes ver cuando alguien recomienda un libro: lo que te dicen es ‘es muy fácil de leer’”. Ella concluye haciéndose una pregunta original y enunciando un convencimiento: “¿Son los jóvenes filósofos? Creo que la filosofía es una práctica higiénica muy necesaria”.

En otro lugar, el mismo día, Javier y Jon, dos amigos periodistas de treinta y pico, sostienen la siguiente conversación por chat:

Javier: ¿Tienes twitter?

Jon: NO, ¿para qué?

Javier: Pues a ti te pega, es un blog pero directo como un puñetazo lo que piensas al momento y sin ambages.

Jon: No se, creo que la gente debería pensar más. La gente debería tener MENOS prisa, no más. Deberíamos ser capaces de quedarnos cuatro horas sentados leyendo un libro y ya no lo somos.

Javier: “Deberíamos ser capaces de quedarnos cuatro horas sentados leyendo un libro” es el típico post de Twitter.

Jon: Todo se puede refutar desde un punto de vista cómico y postmoderno.

Javier: Decir lo que piensas de las nuevas tecnologías, a través de las nuevas tecnologías.

Jon: Pero hay que concentrarse si se quiere crear algo serio.

Javier: La realidad es que todo ha cambiado, las redes sociales están metidas hasta en la sopa y creciendo...

Jon: Creo que la gente tiene miedo a desaparecer cuatro días y que de repente nadie le llame ni le escriba. Nadie es capaz de aceptar ni un poco de soledad.

Javier: Sí, sí... si no te digo que no. Pero a fin de cuentas tú y yo también estamos en un chat, que antes era impensable. Y es verdad que hay gente con la que yo me comunico más y mejor por el chat que en la vida real. Es acojonante. La puta ventanita.

“Tuve una temporada un poco freak con esto de los chats”, dice con una media sonrisa Amalia, una mujer de 35 años que trabaja de periodista. “Pasaba ocho horas al día delante de un ordenador y al volver a casa me sentaba frente a otro porque estaba escribiendo un libro, así que el chat se convirtió en uno de mis modos de comunicación básicos, tanto para cuestiones profesionales como para, simplemente, descomprimir un poco y bromear unos minutos con algún amigo que estuviese en línea, pero descubrí algo: la capacidad para transmitir la ironía no existe en un chat. Ahora tengo un par de amigos menos por culpa de eso”. Ella afirma que es “ácida” cuando habla cara a cara y explica que “en conversación todo el mundo lo entiende, y les hace gracia, pero en una pantalla eso se pierde y suceden dos cosas: primero, la gente se abre mucho más rápidamente y enseguida te está contando intimidades. Segundo, lo toman todo de manera literal a menos que lo satures de los dichosos ‘emoticonos’, y ni así… ahora apenas lo uso”.