Es noticia
Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas
  1. Alma, Corazón, Vida
LAS ENDORFINAS NUBLAN NUESTRA PERCEPCIÓN

Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas

La literatura romántica es clara al respecto: el enamorado siente que todo le da vueltas, nota las célebres mariposas en el estómago, no puede pensar nada

Foto: Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas
Lujuria, atracción y compromiso, mero producto de la mezcla de hormonas

La literatura romántica es clara al respecto: el enamorado siente que todo le da vueltas, nota las célebres mariposas en el estómago, no puede pensar nada más que en la otra persona y cuenta las horas que median hasta el reencuentro con el ser amado. Un estado físico y mental que resulta ruinoso si lo ponemos en términos clínicos –hablamos de ansiedad, sofoco, mareos y episodios de obsesión, entre otros síntomas–, pero que se convierte de repente en algo deseable, positivo e incluso mágico, según sea el grado de entusiasmo con que vivamos el trastorno. La explicación, según un reciente estudio, radica en nuestro cerebro, que podría estar inmunizándonos contra los efectos adversos de la pasión a través de una especie de enajenación mental transitoria.

Cóctel hormonal

En su libro Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic LovePor qué amamos: naturaleza y química del amor romantico, ed. Punto de Lectura–, la antropóloga Helen Fisher, de la Rutgers University de Nueva Jersey, recoge las conclusiones a las que ha llegado tras estudiar las raíces psicofísicas del amor durante más de 35 años. La principal de ellas es la de que esta emoción se desarrolla en tres fases –que llama de lujuria, de atracción y de compromiso– que desatan distintos procesos bioquímicos en tres áreas diferenciadas del cerebro.

Si necesitamos estar con la persona amada es por la acción de la dopamina

Durante la primera fase –en la que el deseo sexual es más fuerte–, serían las hormonas sexuales, en particular testosterona y estrógeno, las que toman las riendas de nuestro cerebro. En el segundo estadio del enamoramiento –en el que experimentamos los sentimientos más encontrados y atravesamos por episodios obsesivos– descienden los niveles de estos químicos y suben los de adrenalina, dopamina y serotonina.

La adrenalina explica la afectación física que adquiere el amor y se traduce en nerviosismo, transpiración o pupilas dilatadas. La dopamina está relacionada con el modo con que nuestro cerebro regula el juego entre deseo y recompensa, y sería responsable de la sensación de necesidad que experimentamos respecto a la persona amada. La serotonina, por último, cambia el modo en que pensamos; cuando nos enamoramos, los niveles de este neurotransmisor ascienden hasta equipararse con los de cualquiera diagnosticado de trastorno obsesivo-compulsivo, lo que nos impide darnos cuenta de que estamos cayendo en un proceso obsesivo irracional.

Y es que el amor, según Fisher, no es ciego, pero casi. El conjunto de cambios en nuestro cerebro –que incluyen la inhibición de procesos neurálgicos relacionados con lo social y el apagón de la zona límbica que gestiona los sentimientos negativos– y el cóctel químico que nubla nuestro juicio afectan de modo determinante a nuestra percepción de la realidad, en particular durante estas dos primeras fases. El estado, por suerte, no dura para siempre. Fisher especula con que, dependiendo de la persona, el individuo no puede volver a enamorarse químicamente –y esto implica enamorarse a secas– hasta pasado un lapso que en adultos va de los seis meses a los tres años. Los adolescentes, según la experta, atraviesan estas dos fases con mayor frecuencia e intensidad debido al desorden hormonal propio de su edad. La tendencia adolescente a enamorarse mucho no se debería, pues, a la inmadurez o la falta de experiencia: sencillamente, no podrían evitarlo.

Las hormonas infieren en nuestra capacidad de raciocinio igual que lo hacen los tóxicos

En la tercera fase del amor, también la más duradera, serían la hormona antidiurética –la arginina vasopresina– y la oxitocina –una hormona relacionada con el comportamiento maternal– las que nublan nuestro sentido. La primera, entre otros efectos, contribuye a que adoptemos una actitud monógama. La segunda –cuyos niveles se disparan entre las mujeres tras el parto y durante la lactancia–, es responsable de nuestro deseo de tener hijos. Producimos más  cantidad de ambas cuando vivimos en pareja y en particular, a través del contacto físico.

Pero no es suficiente…

Es lo que mantiene el célebre antropólogo evolutivo Robin Dunbar, de la Oxford University, que en su reciente publicación The Science of Love and Betrayal (ed. Faber and Faber) sostiene que son las endorfinas las verdaderas responsables de las relaciones duraderas. Si la hormona sexual, la serotonina o la vasopresina nos llevan a enamorarnos, sería la endorfina la responsable de que, después, sigamos enamorados durante años. La oxitocina, explica, “tiene una vida relativamente corta, demasiado para contribuir de forma significativa a la consolidación de una pareja duradera. Para explicar estas relaciones necesitamos algo más robusto, más persistente: es ahí donde entran las endorfinas”.

El sufrimiento tras la ruptura se debe a la interrupción violenta de determinados procesos bioquímicos

Este neurotransmisor tiene un efecto sedante y analgésico similar al de los opiáceos, y está demostrado que el hipotálamo y la pituitaria los producen durante la excitación, el dolor, el orgasmo o el ejercicio, además de cuando comemos chocolate o picantes. También el contacto físico estimula su liberación, en este caso de forma sostenida y constante a lo largo de la relación. Son una sustancia adictiva, lo que también explicaría el patrón de comportamiento  que adquieren muchos enamorados, que parecen incapaces de vivir el uno sin el otro y emprenden relaciones que llamamos, precisamente, dependientes.

Si el amor “es algo complicado”, según Dunbar, es porque consiste en "un proceso diseñado evolutivamente para que nos enganchemos a otra persona". Interrumpir ese proceso resulta siempre traumático, pues el cerebro se ve obligado a abortar violentamente su estricto programa de hormonado. Ante la ausencia repentina de aquella persona a la que profesamos amor, nuestro cuerpo no sabe cómo reaccionar, pues a esas alturas del proceso ya estamos inundados de hormonas que nos empujan a comportarnos de una manera que choca frontalmente con la realidad. Estamos a merced, en resumen, de nuestra propia bioquímica.

La literatura romántica es clara al respecto: el enamorado siente que todo le da vueltas, nota las célebres mariposas en el estómago, no puede pensar nada más que en la otra persona y cuenta las horas que median hasta el reencuentro con el ser amado. Un estado físico y mental que resulta ruinoso si lo ponemos en términos clínicos –hablamos de ansiedad, sofoco, mareos y episodios de obsesión, entre otros síntomas–, pero que se convierte de repente en algo deseable, positivo e incluso mágico, según sea el grado de entusiasmo con que vivamos el trastorno. La explicación, según un reciente estudio, radica en nuestro cerebro, que podría estar inmunizándonos contra los efectos adversos de la pasión a través de una especie de enajenación mental transitoria.