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Tutankamón, una maldición que resulta rentable
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"ES UNA FIGURA HISTÓRICA, PERO TAMBIÉN UN PERSONAJE DEL SIGLO XX"

Tutankamón, una maldición que resulta rentable

Si nos piden que nombremos cinco faraones del antiguo Egipto, cualquiera excepto historiadores y expertos egiptólogos recurriría al mismo repertorio de figuras: Ramsés, Amenofis, Nefertiti, Cleopatra…

Foto: Tutankamón, una maldición que resulta rentable
Tutankamón, una maldición que resulta rentable

Si nos piden que nombremos cinco faraones del antiguo Egipto, cualquiera excepto historiadores y expertos egiptólogos recurriría al mismo repertorio de figuras: Ramsés, Amenofis, Nefertiti, Cleopatra… Pero sobre todo, Tutankamón. No fue el faraón más rico, el más poderoso, el más longevo o el más relevante en la historia egipcia. Ni siquiera descansaba en una pirámide, sino en una pequeña cámara que hizo las veces de sepulcro improvisado tras su prematura muerte, según muchos arqueólogos, pues no parece construida con la intención de albergar a un rey, sino a una personalidad menor. Y sin embargo, el nombre del joven rey se ha convertido casi en epítome de lo egipcio 3.300 años después de su muerte.

“Nuestra fascinación por Tutankamón tiene mucho que ver con el momento en que su tumba fue descubierta prácticamente intacta”, explica a El Confidencial Joyse Tyldesley, egiptóloga y autora de la reciente obra de divulgación La maldición de Tutankamón (Ed. Profile Books). Según la experta, “en 1922 la sociedad atravesaba la profunda depresión que siguió a la I Guerra Mundial y la pandemia de la gripe española, y Tutankamón apareció de repente en los periódicos de todo el mundo rodeado de lujo y oro. Fue la primera vez que el público ordinario asistió a lo que estaba ocurriendo en el Valle de los Reyes”. Según la egiptóloga, “la gente sintió una conexión con el joven faraón y quedó fascinada por el misterio que rodeaba su descubrimiento”.

La maldición de Tutankamón

Un misterio que, de hecho, llega hasta nuestros días. El célebre arqueólogo Howard Carter y su mecenas, George Herbert de Carvarvon, abrieron la tumba catalogada como KV62 el 26 de noviembre de 1922. Cuando salieron de ella, una tormenta de arena se formó sobre el campamento y un halcón –símbolo del dios Horus– les sobrevoló en dirección oeste, hacia el poniente donde los egipcios situaban el más allá. Poco después, un mosquito picaría a lord Carnarvon en la mejilla, en el mismo lugar donde la momia de Tutankamón presentaba una pequeña cicatriz. Moriría cuatro meses más tarde, presa de las complicaciones que esa picadura acabaría ocasionándole. Cuando lo hizo –y siempre, según la leyenda– un gran apagón sumió a El Cairo en sombras y en Londres, su perro moría fulminantemente. Fue el primero de las doce personas –para algunos, hasta treinta– que morirían antes de acabar la década, todas ellas profanadoras de la tumba de Tutankamón.

La maldición comenzó con la profanación de la tumba y se prolongó durante décadas

El hermano del mecenas y su secretaria murieron poco después, mientras su padre se suicidó en una habitación donde el mito sitúa un jarrón de alabastro procedente del sepulcro. También lo haría asesinado el noble egipcio Alí Fahmy Bey a manos de su propia esposa –y cuya familia se decía descendiente de faraones– y el millonario estadounidense George Jay Gould I, que se contagió de una enfermedad desconocida durante la visita a la tumba. El radiólogo que autopsió el cuerpo y el excavador que rompió la puerta de la tumba también fallecieron. A los siete años del descubrimiento, sólo dos de los profanadores estaban vivos, y uno de ellos era Howard Carter.

El otro, Richard Adamson, sufriría un inexplicable accidente de tráfico en los años sesenta poco después de asegurar en televisión que no creía en la maldición. También por aquella época murieron dos directores del Museo Egipcio de El Cairo; el primero firmó la cesión de parte del ajuar funerario de Tutankamón a una exposición temporal en París –a lo que en principio se opuso, asustado por las terribles pesadillas que le advertían que no lo permitiese–; el segundo hizo al poco de sustituir al primero, mientras supervisaba la operación en unos hangares de la capital egipcia.

Para Tyldesley, el verdadero alimento de esta leyenda es precisamente el desconocimiento histórico y arqueológico que pesa sobre la figura del niño rey. “Hay un montón de cosas que desconocemos de Tuntankamón”, explica, “pero el suyo no es el único caso. Sabemos muy poco sobre la vida privada de los faraones. En este caso lo más necesario es saber quiénes eran sus padres, quién ejerció la regencia durante su juventud, quién lo guió en su decisión de devolver a Egipto su panteón politeísta tradicional y cómo murió”.

El faraón personaje

Es precisamente lo que no sabemos sobre Tutankamón lo que ha permitido construir en él un personaje de leyenda. “Es una figura histórica, pero también es un personaje del siglo XX”, nos cuenta Tyldesley. “Muchos de los que se aproximan a él lo hacen como si fuera una figura mítica desconectada de su propia cultura. Algo que, en cierto modo, ocurre con todo el legado histórico de la época; hay una tendencia a pensar en el antiguo Egipto como una tierra ideal de belleza y sabiduría. Lo cierto, por supuesto, es que los egipcios eran gente como nosotros”.

Lo que no sabemos de Tutankamón es lo que anima la leyenda en torno a él

Tutankamón no es el único monarca egipcio al que hemos sometido a reconstrucción. Con frecuencia pensamos en Ramsés II, apodado el Grande, como si se tratase de un tirano, pues muchos lo consideran el faraón mencionado por la Biblia. También la biografía de Akenatón y su bella esposa Nefertiti empezaría por la especulación histórica para acabar en una leyenda según la cual ella acaba adoptando la identidad de un hombre –en concreto la del enigmático faraón Semenejkara, antecesor del propio Tutankamón– para suceder a su marido en el trono, extremo no confirmado por los historiadores. Y Cleopatra, por supuesto, protagoniza una de las leyendas románticas más persistentes de la historia, erigiéndose en pinturas, novelas y películas casi en alegoría de la decadencia de su propio mundo.

Si nos piden que nombremos cinco faraones del antiguo Egipto, cualquiera excepto historiadores y expertos egiptólogos recurriría al mismo repertorio de figuras: Ramsés, Amenofis, Nefertiti, Cleopatra… Pero sobre todo, Tutankamón. No fue el faraón más rico, el más poderoso, el más longevo o el más relevante en la historia egipcia. Ni siquiera descansaba en una pirámide, sino en una pequeña cámara que hizo las veces de sepulcro improvisado tras su prematura muerte, según muchos arqueólogos, pues no parece construida con la intención de albergar a un rey, sino a una personalidad menor. Y sin embargo, el nombre del joven rey se ha convertido casi en epítome de lo egipcio 3.300 años después de su muerte.