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El coste del aprendizaje
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El coste del aprendizaje

Hace unos meses conocí a un empresario brillante. Su visión innovadora y comprometida le había llevado a hacer inversiones agresivas en los últimos años, y como

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El coste del aprendizaje

Hace unos meses conocí a un empresario brillante. Su visión innovadora y comprometida le había llevado a hacer inversiones agresivas en los últimos años, y como todos, sufría la crisis financiera intensamente. El pequeño reino que había construido con sudor y esfuerzo desde muy joven se balanceaba peligrosamente bajo la presión de bancos y acreedores.

Por si fuera poco, había conseguido rodearse de accionistas, colaboradores, empleados y familiares mucho menos valientes que él. Un error clásico que muchos cometemos por la pura inercia de haber sido los más fuertes en tantas situaciones desde niños, llevándonos a acaparar toda la responsabilidad, tomar la iniciativa y proteger a los más débiles. Un patrón ‘natural’ o inconsciente que nos lleva, sin embargo, a construir organizaciones de niños que no hacen sino darnos patadas en las espinillas si nos equivocamos o si intentamos avanzar demasiado rápido.

En resumen, este empresario estaba completamente solo frente a un precipicio que se comería sus bienes y las vidas de sus familiares, accionistas y empleados. Mientras, todos ellos vivían en una cómoda negación de la realidad y jugaban a los negocios como los hijos juegan a los muñecos aunque sus padres no duerman ni coman de pura angustia. ¿Quién no intentaría ayudar a este hombre? Yo, desde luego, no pude resistirme a intervenir.

Como no soy millonaria ni banquera, lo único que podía aportar era mi red de contactos y mi experiencia de asesoramiento y coaching. La situación era más desesperada cuanto más me adentraba, hasta tal punto que caí en todos los errores de los coaches novatos. No importa cuánta experiencia y conocimiento hayas acumulado, siempre te llega el reto que te demuestra la enormidad de lo que aún no has aprendido.

Pero mi máximo error fue subestimar el coste que el cliente debía pagar por su propio aprendizaje. Me resultaban tan obvios los generadores nucleares de sus problemas, incluido su complejo de súper-responsabilidad salvadora, que me convertí en la profesora regañona que le recriminaba histéricamente por no darse cuenta y cambiar. Más cuanto peor era la situación y más me desvivía yo por ayudarlo a resolverla. En mi pasión de salvadora “just-in-time” perdí la perspectiva que supuestamente debía aportar. No solamente olvidé que él era el único que podía evaluar el coste de cambiar su comportamiento, y por tanto el único que podía juzgar si merecía la pena cambiar, sino que además pretendí empujarlo a cambiar inmediatamente como único modo de salvar la situación.

Cambiar su paternalismo podría llevarle a enemistarse con  todos sus amigos, podría significar el final de su matrimonio, o incluso convertirlo en objeto de críticas y ataques por parte de todo su entorno. Era enorme el coste que pagaría este empresario por aprender a compartir la responsabilidad con sus equipos, y sólo él podía decidir si lo pagaba, y cuándo y cómo lo pagaría. Quizás él prefiera arruinarse económicamente antes que exponerse a los costes sociales y emocionales de cambiar. En todo caso era una elección que sólo él podía hacer.

¡Pobrecito empresario en crisis! En buena hora se confió a mí. Acabamos a bofetada limpia, como no podía ser de otra manera. En lugar de ayudarlo con sus problemas, le generé un nuevo y sonoro problemón de discusiones acaloradas y mensajes rabiosos. Aún me cuesta creer que yo me metiese en semejante enredo solita.

Este empresario aún no ha cambiado sus comportamientos y aún repite su patrón paternalista. Lo cierto es que cada uno tenemos que repetir nuestros patrones un número de veces antes de identificarlos y cambiarlos. Hasta que no nos ha dolido lo suficiente no nos damos por enterados.

Es el coste que pagamos por aprender, y el día que nos damos cuenta de que hemos hecho el primo de mala manera es el día que convertimos toda esa frustración y sufrimiento en un aprendizaje que merece la pena. Un aprendizaje que no habríamos podido conseguir si no hubiésemos errado tantas veces ni sufrido tantos disgustos.

Al final va a resultar que me ayudó él a mí. Porque yo sí he aprendido mucho de éste, mi último error. A veces me gustaría dejar de aprender tanto. ¡Es agotador!

Hace unos meses conocí a un empresario brillante. Su visión innovadora y comprometida le había llevado a hacer inversiones agresivas en los últimos años, y como todos, sufría la crisis financiera intensamente. El pequeño reino que había construido con sudor y esfuerzo desde muy joven se balanceaba peligrosamente bajo la presión de bancos y acreedores.