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Políticos: primero la devoción y luego, si acaso, la obligación
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¿QUÉ LES HACE CREERSE POR ENCIMA DEL BIEN Y DEL MAL?

Políticos: primero la devoción y luego, si acaso, la obligación

Todavía resuena en mi cabeza aquella máxima que mi padre me soltaba cuando, con los deberes sin hacer, estaba jugando, me ponía a ver la tele

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Políticos: primero la devoción y luego, si acaso, la obligación

Todavía resuena en mi cabeza aquella máxima que mi padre me soltaba cuando, con los deberes sin hacer, estaba jugando, me ponía a ver la tele o pedía permiso para salir. “Primero la obligación y luego la devoción”, sentenciaba. Hoy me voy a permitir recordársela a los políticos que se presentan a las próximas elecciones, siendo también válida para los administradores de la cosa pública a todos los niveles.

En primer lugar les exijo que nos digan a los gobernados lo que obligatoriamente tienen que hacer. Por ejemplo, cubrir los gastos sociales básicos, pagar a quienes les han prestado un servicio o suministrado un bien, amortizar las deudas o procurar la atención necesaria a los más desfavorecidos. Seguidamente, y en caso de que el presupuesto dé para más, les reclamo una lista de lo que pueden hacer una vez cubierto lo anterior. El abanico de posibilidades se amplía: desde carreteras y trenes hasta embajadas en las quimbambas o estadios olímpicos. Finalmente, les pediría que muestren su carta a los reyes magos, es decir lo que les gustaría hacer o tener con lo sobrante si lo hubiera, verbigracia, tener una televisión pública en su circunscripción, tener chófer y coches nuevos o mejorar sus despachos.

Lo anterior me parece lo mínimo exigible para saber por qué derroteros caminarán nuestros gobernantes una vez elegidos. Seguir un orden tal como lo haría cualquier ‘buen padre de familia’, figura tipificada en nuestro código civil. Sin embargo, la experiencia nos muestra que, una vez ocupado el cargo, los electos empiezan por cumplir sus sueños y todos acabamos dándonos de bruces con la realidad. En época de vacas gordas lo hacen sin ningún pudor y con mayor disimulo cuando hay que apretarse el cinturón.

Mientras las condiciones de vida del ciudadano medio español han empeorado en los últimos años (no sólo desde el comienzo de la crisis sino desde mucho antes con la ilusión de prosperidad de la que se beneficiaban pocos), quienes nos gobiernan han hecho muy poco de lo que tenían y tienen que hacer y mucho de lo que les gustaría hacer. Para justificarlo se señalan unos a otros en la pueril batalla del “y tú más”. Tratan de convencernos no ya de unas bondades difícilmente apreciables sino de las maldades del contrario. Así, Madrid (la ciudad es lo de menos) puede ser una ciudad en quiebra, pero como Barcelona lo está más...Como si la cuestión admitiese grados. O Cataluña puede cerrar hospitales, pero fíjense en Andalucía. Compiten entre ellos para convencernos de que su gestión es mejor que la del vecino, tratando de ocultar su incapacidad.  

La sensación de no ser oídos se generaliza

Somos prisioneros de los políticos, de la interpretación que hacen de nuestras necesidades y de su particular entendimiento sobre lo que es prioritario, sobre lo urgente y lo importante. Los planes trazados por quienes cada vez nos representan menos, muestran a las claras que van en dirección contraría a los intereses de la ciudadanía, por mucho que nos cuenten que son necesarios para satisfacer a ¿los mercados? (eufemismo para designar al gran poder). Cuentan con la impunidad, más bien patente de corso, que les da haber sido elegidos cada cierto tiempo.  Ellos se ocupan de elaborar estrategias y malabarismos para mantenerse en el poder, nunca de hacer aquello para lo que fueron elegidos: servir a la ciudadanía.

Son políticos en la peor acepción de un término que inicialmente correspondía a alguien virtuoso, que dejaba al margen sus intereses para ocuparse de los de los demás. Abiertamente se han transformado de políticos (en la antigua Grecia quienes se ocupaban de los asuntos de la polis) en idiotas (quienes se ocupaban de sus propios asuntos) dejándonos a los demás con cara de tontos. Tienen la desfachatez de explicarnos que ganarían más en la iniciativa privada o en sus negocios, y lo dicen de manera que parezca que les debemos algo.

La sensación de no ser oídos se generaliza. La gente grita y denuncia sus necesidades en forma masiva, pide una democracia más participativa, pero no existen canales para ello. La gestión política no incluye escuchar al ciudadano, tenerlo en cuenta. Una vez celebradas las elecciones de turno el votante no tiene ningún poder. En esto se resume una democracia de muy baja calidad, reflejo de una conciencia de mandamases y bienmandados, de amos y esclavos. Es que no tenemos tradición democrática, nos dicen. Fantástico cuento para encubrir que no quieren que pintemos nada en un régimen que no tienen intención alguna en modificar. Sólo queda el recurso al pataleo en forma de manifestaciones, caceroladas o corte de calles, las cuales sufren los propios ciudadanos y no los gerifaltes. ¿Qué extraño poder creen tener para saberse por encima de miles de ciudadanos? ¿Cómo es que no se enteran de que tantísimos lo están pasando jodídamente mal? ¿Qué clase de ego inflado les ha hecho despegar y vernos como hormigas desde las alturas?

El poder del estado y todas sus administraciones ha crecido hasta convertirse en omnipresente en todas las esferas de la vida privada. Quienes detentan ese poder deciden sobre nuestras vidas. Sin embargo, la responsabilidad que se les puede exigir no ha acompañado a esa capacidad. Los políticos, no sólo los corruptos sino también los negligentes, los malos gestores, los mentirosos y estafadores, deben responder por sus actos. Si permanecen impunes, nos espera un futuro inmediato como el que vaticinó Ayn Rand (autora de La rebelión de Atlas): “Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada."      

Todavía resuena en mi cabeza aquella máxima que mi padre me soltaba cuando, con los deberes sin hacer, estaba jugando, me ponía a ver la tele o pedía permiso para salir. “Primero la obligación y luego la devoción”, sentenciaba. Hoy me voy a permitir recordársela a los políticos que se presentan a las próximas elecciones, siendo también válida para los administradores de la cosa pública a todos los niveles.