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El nuevo 'radical chic': irse a vivir al campo
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LICENCIADOS DE HARVARD ORGANIZAN LAS CSA FARMS, DONDE "SE PUEDE SER GRANJERO Y COOL"

El nuevo 'radical chic': irse a vivir al campo

Kristin Kimball podría ser Carrie Bradshaw, la protagonista de Sexo en Nueva York, en un capítulo especialmente extraño y un poco ñoño. Licenciada en Harvard, periodista

Foto: El nuevo 'radical chic': irse a vivir al campo
El nuevo 'radical chic': irse a vivir al campo


Kristin Kimball podría ser Carrie Bradshaw, la protagonista de Sexo en Nueva York, en un capítulo especialmente extraño y un poco ñoño. Licenciada en Harvard, periodista y escritora de éxito con una educación refinada, uno de sus reportajes la llevó hace unos años hasta una granja en Pennsylvania en busca de un tema al tiempo moderno y arcaico: las granjas y su nueva versión ecológica y directa en América (las llamadas CSA farms, que se dan a conocer como un “esfuerzo conjunto de la ciudad y el campo para cultivar un sistema de alimentos local y sostenible” y son una realidad más que consolidada). Allí se enamoró del granjero y decidió cambiar de vida. La única diferencia es que Carrie Bradshaw estaría de vuelta a su querido Manhattan en dos semanas, con alguna reflexión cínica en el portátil, y Kristin Kimball, en cambio, se quedó. Ahora se levanta a las cuatro de la mañana y hace desayuno para diez personas, trabaja en el campo de sol a sol y es mucho más feliz.

O al menos así lo cuenta en su obra The Dirty Life, una especie de libro-guía romántico-rural que se sostiene principalmente porque ella, en efecto, se ha convertido en granjera, pero no deja de rozar lo sonrojante cuando, al más puro estilo Arlequín, cuenta como, en su primera visita a la granja, se abrió la puerta y apareció aquel hombre “muy alto, de vivos ojos verdes, nariz fuerte y perfecta, manos largas y brazos musculados”. En todo caso, Mark -que así se llamaba el granjero y que en efecto es alto y guapo, con pinta de intelectual “rural chic” más que de hombre de campo- es ahora su marido y juntos trabajan por conseguir productos ecológicos de primera calidad.
 
“La diferencia de una granja CSA y un supermercado es básicamente la calidad de la selección y que nuestros productos están muy poco procesados”, explica Mark acerca de su proyecto neorural The Wild Center. “Por lo demás, es como una subscripción. Se paga un tanto en avance y te garantizas que tendrás, directamente, todos los productos necesarios para una alimentación sana”. Es decir, se eliminan los intermediarios entre estos trabajadores del campo último modelo y los muy evolucionados y concienciados ciudadanos.
 
En este aspecto, un vistazo a las organizaciones, programas y grupos de apoyo en EEUU deja clara una cosa: se han dado cuenta de que las granjas siguen siendo importantes y han sabido adaptarlas a los nuevos tiempos, convenciendo de paso a un buen número de universitarios de que, como dicen los responsables del proyecto Wild Farm y ejemplifica Kimball, “se puede ser granjero, joven y tremendamente cool’”.

En España no es lo mismo
 
Sea ese el secreto o no, una mirada a nuestro país plantea realidades bien distintas.  Aquí la gente se va a al campo por alguna razón distinta al puro disfrute. Uno de ellos es Roberto Álvarez, un gallego que trabajó gran parte de su vida en ciudades como Vigo y Madrid. Ahora lleva una explotación de ganadería biodinámica en el sur de Orense, cerca de Portugal y de su pueblo natal. Su camino ha estado plagado de vicisitudes. Primero tuvo que encontrar el terreno, consiguiendo finalmente y tras “tres años de negociaciones intensas”, varios montes comunales de las parroquias de la zona (“la mayor parte de la base territorial de Galicia es de ese tipo”, apunta) hasta reunir las 165 hectáreas donde ahora pastan las vacas de su propiedad (salers francesas, y algunas cachenas, variedad local), en unas condiciones que harían sentirse orgullosa a Kimball, a Mark y a cualquiera que sepa del tema. Sin embargo, nadie es profeta en su tierra, y su narración del proceso, que empezó en 2003, tiene un tinte de amargura: “Muchísimas veces piensas en dejarlo porque te encuentras con todo tipo de trabas burocráticas, administrativas y sociales”. No muchos parecen entender su visión. ”Aquí se ha perdido la conexión con el campo, la gente recela, y prefiere que los montes sigan abandonados, pasto del fuego y terreno libre para los cazadores y quien venga con un todoterreno. Parece que esos son los únicos que tienen derecho sobre el campo”.
 
Curiosamente, en su planteamiento de pionero sí hay una conciencia que va más allá del negocio y de la salud: considera que la recuperación del campo para el cultivo y la explotación sería un indudable beneficio social. Claro que lo ve difícil, dice, “mientras desde Europa no se gobierne de otra manera, grabando el abandono y incentivando el cultivo”. “Estamos comprando cereal a EEUU que podríamos plantar aquí. ¿Por qué? ¿A quién interesa?”, añade. Ahí sigue, sin embargo, con esa mentalidad de guerrero de acero que dice que hay que tener para aguantar y con un enraizado amor a la tierra que se le nota en cada palabra.
 
Caso diferente, aunque también militante, es el de Tom Fernández, director de cine asturiano (La torre de Suso, ¿Para qué sirve un Oso?) que ha vivido intensamente el campo pero no “del” campo. Tom se crió en ciudad con dominicales visitas al pueblo, como tantos de su generación, y se formó en un Madrid que siempre vio como “un sacrificio”. Una vez profesionalizado, comprendió que podía irse al campo sin dejar de hacer lo suyo, “gracias a la tecnología” y se largó a Parres de Llanes (Asturias) con su gato. Allí estuvo feliz seis años, aunque admite que “tiene que gustarte” para permanecer en un lugar donde la vida social se reduce drásticamente, la soledad es la norma y los inviernos son largos. Su querencia se nota en sus dos largos y en sus proyectos: “Ahora estoy haciendo un documental sobre los pastores trashumantes”, comenta. Sin embargo, tampoco deja de ser crítico y, como Roberto, apunta a que “la cadena que unía a las nuevas generaciones al campo se ha roto”, aunque él considera posible su reconstrucción. “En todo caso, como la cosa siga así”, dice hablando de la economía, “no les va a quedar más remedio que volver”.

Salud y vanidad

Un tercer ejemplo es de Petra, madrileña que estuvo dos años viviendo casi como una ermitaña en La Alpujarra (con temporadas sin luz ni agua caliente), en busca de lo que ella llama su “Yo mágico”. La lista de cosas que aprendió o reaprendió es larga: “… a ver a amanecer y atardecer, a escuchar el viento, hablar con las montañas y los árboles y los insectos, a veces peleándome… y con Dios, que es un alter ego que te creas en la soledad completa… a amar la tierra y a respirar y a mirar y a andar. Andaba con los ojos cerrados por el campo… a pintar, a usar las manos… a hacer todas esas cosas que contiene ese yo mágico y que saben hacer los niños: bailar, disfrazarse, hablar con el espejo, salir de mi misma, reconciliarme con la locura… en el aspecto más sano de la locura…”. Lo dice, todo ello, muy seria, ya reintegrada a la ardua vida ciudadana. “Me volví también huyendo”, ríe, “porque comprendí que yo era de asfalto, y un ser social, y ahora mismo no volvería, pero sé con toda seguridad que algún día lo haré”. Petra está cerca de la larga tradición de hombres refinados cuyo retiro solía llevar aparejada una búsqueda filosófica y ética, muy conectada con la desobediencia civil que Thoreau propugnaba en su celebérrimo Walden, y con, apunta Petra, la figura de aquel Tyler Durden de la novela El Club de la lucha, al que su autor, Chuck Pahlaniuk, hace decir: “Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas…Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual”

Curiosamente, para bien o para mal, en la utopía de Kristin y Mark hay algunas diferencias sobre ese modelo. Primero: funciona. Segundo, su lado ético se resume a un elemento que define bien a toda una sociedad: la salud. Aquí no hay grandes palabras sobre la libertad esencial del ser. Sólo praxis y preocupación por el bienestar físico y, suponemos, por su hermana pequeña, la vanidad.


Kristin Kimball podría ser Carrie Bradshaw, la protagonista de Sexo en Nueva York, en un capítulo especialmente extraño y un poco ñoño. Licenciada en Harvard, periodista y escritora de éxito con una educación refinada, uno de sus reportajes la llevó hace unos años hasta una granja en Pennsylvania en busca de un tema al tiempo moderno y arcaico: las granjas y su nueva versión ecológica y directa en América (las llamadas CSA farms, que se dan a conocer como un “esfuerzo conjunto de la ciudad y el campo para cultivar un sistema de alimentos local y sostenible” y son una realidad más que consolidada). Allí se enamoró del granjero y decidió cambiar de vida. La única diferencia es que Carrie Bradshaw estaría de vuelta a su querido Manhattan en dos semanas, con alguna reflexión cínica en el portátil, y Kristin Kimball, en cambio, se quedó. Ahora se levanta a las cuatro de la mañana y hace desayuno para diez personas, trabaja en el campo de sol a sol y es mucho más feliz.