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¿Las notas sirven para algo?
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LAS CALIFICACIONES, A EXAMEN

¿Las notas sirven para algo?

Cada año, coincidiendo con el comienzo del curso escolar se reabren polémicas de hondo calado para el sistema educativo. En Francia vuelven a surgir las voces

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¿Las notas sirven para algo?

Cada año, coincidiendo con el comienzo del curso escolar se reabren polémicas de hondo calado para el sistema educativo. En Francia vuelven a surgir las voces contrarias a las calificaciones escolares, en concreto las aplicadas a la enseñanza primaria (como es el caso, por ejemplo, de Finlandia). Entre estas manifestaciones han destacado en el pasado las del ex primer ministro Michel Rocard, el escritor Daniel Pennac (Mal de escuela) o el psiquiatra Boris Cyrulnik (Los patitos feos). Este debate, todo un clásico entre los expertos del sector educativo, invita a toda la sociedad a reflexionar.

Posicionarnos entre extremos tales como un sí y un no a las notas, aunque provocativo no iría más allá de alinearnos en bandos enfrentados con escasa posibilidad de acuerdo. Es necesario transcender esta dualidad para poder obtener resultados que supongan alguna mejora. Si no conseguimos hacerlo así reforzaremos una frase que va camino de convertirse en un aforismo: La escuela enseña con métodos del siglo XIX, con profesores del siglo XX, a alumnos del siglo XXI. No en vano, la evaluación del trabajo escolar mediante notas tiene su origen en el siglo XIX. Los exámenes, inexistentes en la educación clásica, fueron ideados por la burocracia de la China imperial para seleccionar entre los miembros de las castas inferiores.

Me resulta muy difícil cuando no imposible, pensar en un sistema educativo que prescinda de las calificaciones escolares. Lo cual no me impide ver la necesidad de cambiar los métodos de valoración del desempeño en las escuelas. Por el momento, la evaluación por medio de puntuaciones parece ser necesaria. Sin embargo, el actual uso y abuso de las notas está asfixiando un sistema en el que han aparecido aparatosas grietas que amenazan con llevarlo a la quiebra. La más notoria en nuestro país es el fracaso escolar (¿nos podemos permitir como sociedad el lujo de dejar en el camino a un 31% de alumnos que abandonan la secundaria por no ajustarse a un sistema que no ha sabido darles un sitio?) y la desmotivación de un alto porcentaje de los estudiantes. Lo anterior deriva en un alarmante aumento de problemas de salud (psíquica, emocional y física) de los educandos y, no menos importante, en la marginación de individuos en edades cada vez más tempranas. Ahora bien, a través de estas grietas también está empezando a circular un aire más fresco.

El objetivo de quienes reclaman la supresión de las notas en la enseñanza primaria (algo que ya se hace en muchos colegios españoles aunque luego ser camufle de cara a la obligatoriedad de evaluar) es reducir el sufrimiento y el estrés de los más pequeños, aumentar su confianza (factor clave para un buen tránsito por la escuela) y no estigmatizar a los que no demuestran ciertas capacidades. No dudo de la bondad de estas intenciones. Sin embargo, los colegios continuarían con el mismo sistema a posteriori y todo se reduciría a retrasar unos años el problema. Se trata por tanto de poner en tela de juicio la metodología en su conjunto, no sólo para la primaria.

El sistema educativo español está organizado en torno a calificaciones que indican aprendizaje, que regulan los flujos de promoción y reflejan aptitudes. La utilización de las notas y los posibles abusos, dependen en gran medida del profesor y el centro escolar. Los perfiles de los docentes son numerosos, como en cualquier otra profesión. Entre éstos hay uno todavía muy extendido: el de aquel que construye su autoridad en torno a su forma de calificar, para, así, ganarse el respeto por aprobar a pocos y servirse de la creencia de que su asignatura es difícil y él muy riguroso. Un clásico. Algunos maestros hacen un uso de las notas orientado a regular la conducta de los alumnos bajo el formato de amenaza. Muchos puntúan intentando ser objetivos y ciñéndose a lo que se exigía para el examen. Y unos cuantos, especialmente los que imparten las “marías”, dan el aprobado general sin más miramientos.

Lo que no abunda es el uso de las notas como parte del proceso formativo del alumno. La intención existe aunque son pocos los centros que saben utilizar la evaluación formativa, donde ésta es un medio que enriquece el proceso educativo. Con este método, la evaluación no es meramente informativa y unidireccional y sirve como un medio, no como un fin en sí misma. El profesor hace una devolución al alumno sobre su desempeño, ofrece su ayuda para hacer las necesarias correcciones y compara el trabajo realizado por el estudiante con lo que se pretendía lograr a través de la enseñanza. El alumno a su vez se autoevalúa, lo cual supone reforzar su proceso de maduración y autoconocimiento y su compromiso con el aprendizaje. La evaluación formativa adquiere sentido en la construcción del autoconcepto de cada alumno, y éste rompe con la creencia de quién es y cómo es condicionada por las calificaciones tradicionales. 

El riesgo de las comparaciones

Claro que el problema no radica únicamente en los profesores. El fin último de la industria académica son unas excelentes calificaciones. El interés económico en que esto siga siendo así es muy alto. A su vez, gran parte de los padres reclaman unas puntuaciones claras y sencillas, donde se comparen los progresos de sus hijos con los del grupo. Algunos también abusan de las notas como elemento de presión o amenaza, lo cual, aunque a veces consiga el efecto deseado en forma de un brillante expediente, aumenta la ansiedad de los menores (¿me querrán menos mis padres si suspendo?).

Por último está la universidad, origen de la necesidad de todo el sistema de calificaciones. Resulta asombroso observar cómo la enseñanza universitaria reclama alumnos competentes además de unas notas (selectividad incluida) reflejo de su capacidad cognitiva. Observan con preocupación que estudiantes de sobresaliente presentan habilidades muy pobres para desempeñarse en la vida y aplicar los mismos contenidos aprendidos pero no aprehendidos. Las mismas universidades están desarrollando programas de intervención pedagógicos orientados a desarrollar las competencias básicas para cada profesional. Los institutos se ven obligados a ofrecer una formación en torno al desarrollo de competencias. Este es el aire fresco al que me refería anteriormente.

La primacía de las calificaciones pone en riesgo a los procesos de enseñanza y aprendizaje. Se buscan resultados medibles y casi de forma inmediata. Tema explicado, tema evaluado. Así, un trimestre puede convertirse en una colección de notas por cada tema y esta estrategia condena a los procesos de reflexión, análisis, interpretación, debate e investigación (procesos de construcción de un pensamiento crítico y autónomo) a mantenerse en situación de espera. El resultado: curriculums inmaculados y escasas competencias. En román paladino, muy listos para los polinomios pero muy tontos para los recados.

Son los usos y sentidos que se le dan a las notas lo que nos obliga a reflexionar tanto a padres como a profesores y a la sociedad en general. Yo les dejo con algunas preguntas: ¿Cuánto talento queda en la cuneta al atenderse tan sólo a las capacidades (muchas de ellas inútiles u obsoletas para la vida) que se miden en el expediente escolar? ¿Cuánta marginación podría evitarse con evaluaciones más completas? ¿Cuánto sufrimiento y ‘nuevas enfermedades’ (TDA, TDH, dislexia, estrés y depresión infantil, trastornos alimenticios, etc) desaparecerían con otros modelos de evaluar? ¿Cuándo dejaremos de clasificar a las personas por la medición de una ínfima parte de sus capacidades? ¿Cuándo empezaremos a fomentar y evaluar ‘otras’ (no sólo las cognitivas) capacidades? ¿Cuándo empezaremos a desarrollar modelos de colaboración en lugar de modelos de competencia cada vez más agresiva? Y así un largo etcétera. La reflexión y el debate están servidos.

Cada año, coincidiendo con el comienzo del curso escolar se reabren polémicas de hondo calado para el sistema educativo. En Francia vuelven a surgir las voces contrarias a las calificaciones escolares, en concreto las aplicadas a la enseñanza primaria (como es el caso, por ejemplo, de Finlandia). Entre estas manifestaciones han destacado en el pasado las del ex primer ministro Michel Rocard, el escritor Daniel Pennac (Mal de escuela) o el psiquiatra Boris Cyrulnik (Los patitos feos). Este debate, todo un clásico entre los expertos del sector educativo, invita a toda la sociedad a reflexionar.