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El siglo de los genocidios y el próximo totalitarismo
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El siglo de los genocidios y el próximo totalitarismo

Es difícil encontrar un período en la historia de la humanidad con una cámara de los horrores tan repleta como la del pasado siglo XX

Es difícil encontrar un período en la historia de la humanidad con una cámara de los horrores tan repleta como la del pasado siglo XX. Con dos guerras de alcance mundial que incluyen la utilización de bombas nucleares, numerosos conflictos bélicos regionales y guerras civiles, la extensión de la miseria y el hambre entre alrededor de mil millones de seres humanos, la proliferación de genocidios (palabra acuñada en 1944 por Raphaël Lemkin) y otros asesinatos en masa, el llamado siglo de los genocidios no parece tener antecedentes comparables. Tan sólo el siglo XIV, con la extensión de la peste negra por Asia y Europa y la interminable ‘Guerra de los Cien Años’ puede ofrecer un parecido en términos relativos de población afectada.

Los voluminosos libros negros de los regímenes totalitarios (de derechas o de izquierdas, fascistas o comunistas) compiten en número de páginas. Los de los sistemas económicos predominantes no les van a la zaga. El capitalismo global ha generado como desecho un gigantesco tercer mundo, eufemismo para el inframundo, y las experiencias socialistas, reducidas a un capitalismo de estado, han resultado en países arruinados y enriquecimiento obsceno de quienes detentaban el poder. Si algo demuestran estos textos, es que tanto la imbecilidad como la barbarie no son patrimonio de ninguna ideología. Todas están abiertas a acogerlas en su seno.

La ingente cantidad de víctimas de unos y otros y la documentación sobre ellas, invita a cerrar los ojos, a mirar hacia otro lado y a olvidarse. Como escribió Tzvetan Todorov, filósofo búlgaro-francés premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, en Los abusos de la memoria “...la memoria estaría amenazada, ya no por la supresión de información sino por su superabundancia”. Esto provocaría que “...con menor brutalidad pero más eficacia, los Estados democráticos conducirían a la población al mismo destino que los regímenes totalitarios, es decir, al reino de la barbarie”.

Una memoria olvidada o reprimida y sin reparación, queda instalada en el inconsciente colectivo y condena, tanto a las víctimas, como a los perpetradores, a comportamientos patológicos. Airear los recuerdos es el primer paso para restablecer la salud de los grupos afectados. Es necesario para que los culpables paguen por lo que hicieron y para que las víctimas no permanezcan indefinidamente instaladas en su papel de tales con continuas e interminables reclamaciones sobre sus derechos y con sus vidas estancadas.

En 1980, Denise Affonço, superviviente de los campos de exterminio camboyanos, llegó a Francia. Sobrevivió a cuatro años (1975-1979) de macabras torturas, hambre y desaparición de seres queridos (marido e hija de ocho años incluidos) a manos del régimen de terror maoísta de los jemeres rojos en la que denominaron Kampuchea Democrática. En París se encontró con que casi nadie quería saber nada del ‘auto-genocidio’ allí cometido que acabó con la vida de dos millones de personas. Había gente que incluso negaba los hechos. Esa era la nota predominante en Occidente aunque ese mismo año The New York Times publicó un escalofriante reportaje utilizado luego para la película Los gritos del silencio (The killing fields).

Una memoria olvidada o reprimida y sin reparación, queda instalada en el inconsciente colectivo y condena, tanto a las víctimas, como a los perpetradores

Entonces, y por miedo a las represalias, Denise Affonço no se decidió a utilizar lo que había escrito como prueba incriminatoria utilizada en el juicio contra los asesinos Pol Pot, Ieng Sary (ambos en rebeldía) y sus secuaces. Por un lado, a muchos les interesaba negar las atrocidades de los maoístas apoyados por China. Por otro, a algunos no les venía bien admitir que el ejercito comunista vietnamita (surgido del Vietcong) derrotase a los jemeres rojos y liberase a Camboya de esa tremenda plaga. A su vez, convenía tapar que la toma del poder por los genocidas era el resultado de los masivos bombardeos a los que fue sometida Camboya por parte de los EE.UU. durante la guerra de Vietnam y el posterior gobierno corrupto, dictatorial y criminal de Lon Nol. Este general proclamó en 1970 la Republica jemer con el apoyo de los EE.UU.

Los escritos de Denise Affonço se publican ahora en España con el título de El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente. Fue editado en Francia en 2005 para, como ella dice, “combatir las tesis negacionistas de ciertos intelectuales que no pierden oportunidad de afirmar que el régimen de terror de los jemeres rojos no existió y lograr que ese periodo macabro de la historia de Camboya no caiga en el olvido”. En 1990 conocí a una persona que había conseguido entrar al país y salir vivo mientras se producía la masacre. Su relato (de las minúsculas fotos de los asesinados en las paredes de las pagodas donde murieron, la descripción de los niños-criminales etc.) me resultó alucinante. No menos sobrecogedor es el libro citado.

Métodos universales para ideologías opuestas

Los jemeres rojos no utilizaron ninguna técnica novedosa. En 1943 el mariscal alemán Von Rundstedt dijo: “Uno de los grandes errores de 1918 fue el de perdonar la vida civil de los países enemigos, por cuanto es necesario, para nosotros los alemanes, sobrepasar siempre el número de los pueblos de los países contiguos, por lo menos en el doble. Estamos por lo tanto obligados a destruir al menos una tercera parte de sus habitantes. El único medio es la desnutrición organizada, la cual, en este caso, es mejor que las ametralladoras”. Métodos universales utilizados por ideologías opuestas para llegar a la más absoluta degradación del ser humano.

En otro libro de reciente aparición, Peor que la guerra. Genocidio, eliminacionismo y la continua agresión contra la humanidad, Daniel Goldhagen repasa múltiples casos de exterminio masivo y nos advierte sobre la dificultad de prevenir los asesinatos masivos. El autor se pregunta: ¿Por qué ocurren los genocidios? ¿Cómo los justifican las creencias culturales? ¿Por qué el mundo se ha mostrado tan ineficaz para detenerlos?

En mi opinión, para prevenirlos son necesarios algunos requisitos básicos: Construir y mantener, considerándolos como grandes logros colectivos, sistemas democráticos de ‘alta calidad’, con una separación de poderes efectiva y mecanismos de vigilancia entre ellos. Mantener la apertura al exterior, evitar el aislamiento internacional. Respetar a las minorías siempre que estas acaten la legalidad democrática vigente y facilitar el diálogo entre éstas y la mayoría. Construir una sociedad civil sólida y animar a la ciudadanía para que sea activa en el ejercicio de sus derechos, eludiendo el ‘hastío democrático’. Y, primordialmente, fomentar una educación humanista, con valores centrados en el ser humano por encima del cientificismo preponderante. No podemos permitirnos repetir el oscuro siglo XX, el siglo del cambalache.

Es difícil encontrar un período en la historia de la humanidad con una cámara de los horrores tan repleta como la del pasado siglo XX. Con dos guerras de alcance mundial que incluyen la utilización de bombas nucleares, numerosos conflictos bélicos regionales y guerras civiles, la extensión de la miseria y el hambre entre alrededor de mil millones de seres humanos, la proliferación de genocidios (palabra acuñada en 1944 por Raphaël Lemkin) y otros asesinatos en masa, el llamado siglo de los genocidios no parece tener antecedentes comparables. Tan sólo el siglo XIV, con la extensión de la peste negra por Asia y Europa y la interminable ‘Guerra de los Cien Años’ puede ofrecer un parecido en términos relativos de población afectada.

Los voluminosos libros negros de los regímenes totalitarios (de derechas o de izquierdas, fascistas o comunistas) compiten en número de páginas. Los de los sistemas económicos predominantes no les van a la zaga. El capitalismo global ha generado como desecho un gigantesco tercer mundo, eufemismo para el inframundo, y las experiencias socialistas, reducidas a un capitalismo de estado, han resultado en países arruinados y enriquecimiento obsceno de quienes detentaban el poder. Si algo demuestran estos textos, es que tanto la imbecilidad como la barbarie no son patrimonio de ninguna ideología. Todas están abiertas a acogerlas en su seno.

La ingente cantidad de víctimas de unos y otros y la documentación sobre ellas, invita a cerrar los ojos, a mirar hacia otro lado y a olvidarse. Como escribió Tzvetan Todorov, filósofo búlgaro-francés premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, en Los abusos de la memoria “...la memoria estaría amenazada, ya no por la supresión de información sino por su superabundancia”. Esto provocaría que “...con menor brutalidad pero más eficacia, los Estados democráticos conducirían a la población al mismo destino que los regímenes totalitarios, es decir, al reino de la barbarie”.

Una memoria olvidada o reprimida y sin reparación, queda instalada en el inconsciente colectivo y condena, tanto a las víctimas, como a los perpetradores, a comportamientos patológicos. Airear los recuerdos es el primer paso para restablecer la salud de los grupos afectados. Es necesario para que los culpables paguen por lo que hicieron y para que las víctimas no permanezcan indefinidamente instaladas en su papel de tales con continuas e interminables reclamaciones sobre sus derechos y con sus vidas estancadas.

En 1980, Denise Affonço, superviviente de los campos de exterminio camboyanos, llegó a Francia. Sobrevivió a cuatro años (1975-1979) de macabras torturas, hambre y desaparición de seres queridos (marido e hija de ocho años incluidos) a manos del régimen de terror maoísta de los jemeres rojos en la que denominaron Kampuchea Democrática. En París se encontró con que casi nadie quería saber nada del ‘auto-genocidio’ allí cometido que acabó con la vida de dos millones de personas. Había gente que incluso negaba los hechos. Esa era la nota predominante en Occidente aunque ese mismo año The New York Times publicó un escalofriante reportaje utilizado luego para la película Los gritos del silencio (The killing fields).

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