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El PP, un partido antipartido
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El PP, un partido antipartido

Máquinas para ganar elecciones, partidos atrapalotodo, clanes orientados a conseguir cargos... Los cambios operados en las formaciones políticas en las últimas décadas han merecido calificativos de

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El PP, un partido antipartido

Máquinas para ganar elecciones, partidos atrapalotodo, clanes orientados a conseguir cargos... Los cambios operados en las formaciones políticas en las últimas décadas han merecido calificativos de muy diversa índole. El catedrático de Ciencia política de la Universidad Autónoma de Madrid, José Ramón Montero, analiza tan significativas transformaciones en Partidos políticos, Viejos conceptos y nuevos retos, (ed. Trotta) un libro que coordina junto con Richard Gunther y Juan J. Linz y que fue editado originariamente en inglés en la Oxford University Press.

Entre los rasgos más relevantes de los últimos partidos occidentales, Montero destaca “su capacidad de adaptación a las cambiantes condiciones de competición”. Subraya que había muchísimas opiniones que profetizaban cómo las formaciones tradicionales iban a perder importancia o iban a ser sustituidas por los nuevos movimientos sociales o por nuevos agentes colectivos de competición electoral. Pero “nada de esto ha ocurrido y principalmente porque los partidos son máquinas con un extraordinario poder de adaptación. Se hablaba mucho de cómo iban a subir los partidos monotema, caso de los verdes. En todas partes, y también en España, hemos visto cómo, en cuanto surgieron, los partidos mayoritarios o se coaligaron con ellos, caso de IU, o los metieron en su programa, como el PSOE y más sorprendentemente el PP, que en algunos aspectos aparece como muy medioambientalista”.

El segundo aspecto importante reside “en la progresiva pérdida de afiliación que están viviendo los partidos”. Si bien, advierte Montero, hay notables diferencias en Europa, donde podemos encontrarnos con entornos como el austriaco o el sueco, donde los afiliados alcanzan el 15% del electorado, hasta las nuevas democracias de los países del este, donde sólo llega al 2 o el 3%. Pero “la tendencia a la baja se da en todo los casos”. Y eso dirige también hacia una configuración diferente del militante, ya que los que todavía permanecen “están mucho más decididos a hacer más carrera política que antes”. A eso ayuda que los militantes españoles no se veían “convencidos”, como ocurría en otros países europeos, caso de Alemania, por las ofertas que lanzaban los partidos, donde contaban con agencias de viajes, conseguían descuentos en economatos, lograban rebajas en el precio de los periódicos, etc. Era una forma corporativa de captar afiliados “a la que España llegó tarde” y por eso nunca se experimentó aquí.

Pero el caso español tiene otras características especiales, como la de “imponer criterios de disciplina muy intensos. Desde el principio los partidos españoles han sido oligárquicos, con tendencia a una gran separación entre la cúpula directiva y la elite intermedia, con procesos de toma de decisión poco transparentes incluso dentro de los partidos, y con pocos incentivos para afiliarse: son partidos con bastante ordeno y mando y con poca vida interna”. Lo que les lleva a situaciones altamente contradictorias. Según Montero, “sufren paradojas de imposible arreglo: se les pide debate interno pero si lo hay se les acusa de ser una jaula de grillos; se les dice que es positivo no estar bajo la orden un líder rígido, pero si no tienen alguien carismático que ponga orden se dice que son blandos; se les pide que hagan muchas actividades pero nadie les da un duro”. Al final, el ciudadano también vive en ese mundo de contradicciones. De una parte, “sabe que sin los partidos no hay vida democrática posible: no podríamos tener elecciones, vida parlamentaria o relaciones entre el gobierno nacional y los regionales. Pero, al mismo tiempo, los contempla como distantes y poco atractivos y los sitúa en el último lugar de todas las organizaciones sociales”.

Los sentimientos antipartido

Este cúmulo de cambios, con entornos férreos, donde el debate es difícil, en el que la prioridad es obtener cargos y donde la implicación suele tener un horizonte de interés privado ha hecho que resurjan con fuerza los sentimientos antipartido, cuya mayor fuerza reside en la creencias de que las formaciones políticas no se preocupan en absoluto de la gente de la calle. Hay, según Montero, dos clases de antipartidismo. “El primero es reactivo, que es la respuesta de los ciudadanos ante el comportamiento indebido de los partidos, ante enfrentamientos viscerales, propuestas demagógicas o incumplidas, corruptelas, etc. Esta clase de sentimientos aparecen con cierta frecuencia en las elecciones municipales, pero también se manifestaron de forma muy sintomática en Italia, lo que terminó con la sustitución de unos partidos por otros y con la llegada al poder de Forza Italia, la formación de Berlusconi, con lo que no se sabe si es peor el remedio o la enfermedad”.

El segundo tipo de antipartidismo sería el cultural, “que se da con mucha frecuencia en el sur de Europa y cuyas actitudes provienen en España de la época de polarización de la Segunda República, de la guerra civil en Grecia o de la época de la monarquía portuguesa, de periodos con mucho fraude sistemático del voto y de múltiples engaños, donde termina por cristalizar la idea de que todos los partidos son iguales, de que todos van a lo suyo”. Este antipartidismo cultural, según los estudios manejados por Montero, también estaría creciendo en todo los países europeos.

Pero habría una expresión más, y es la utilización de este tipo de sentimientos por los partidos con opción a gobernar. Un caso evidente es el de George Bush, cuyo discurso funcionó precisamente porque empleaba muchos de estos rasgos, volviendo la política más cercana a la gente. En el caso del presidente estadounidense, afirma Montero, se estaría apropiando del “síndrome anti Washington imperante en EEUU, donde la gente se siente muy lejana de todo lo que se refiere a ese centro de poder”. Pero tenemos también casos en España: “Rajoy también utiliza frecuentemente el antipartidismo como válvula de escape cuando ha de plantear posiciones claras en temas respecto de los que no quiere pronunciarse”. Por eso, asegura Montero “el PP trata de poner sobre la mesa cuestiones transversales, como el terrorismo o las estrategias territoriales, donde no hay izquierda o derecha y donde todo el mundo comparte la preocupación ante esos temas”.

Pero, en general, esas actitudes antipartido en las formaciones con opción a gobernar “no serían más que un ejercicio de cinismo”. Y respecto de los partidos minoritarios, serían expresiones puntuales que “llegan a grandes porcentajes sólo donde los líderes políticos están desunidos. Es el caso de Austria: cuando los principales partidos se pusieron de acuerdo, se acabaron los votos para la extrema derecha”.

Otra de las novedades en las estructuras de partido, tanto nacionales como europeas, es la cada vez mayor presencia de independientes. Para Montero, “responde a la necesidad de paliar la mala imagen de los partidos y es un intento de buscar políticas que les den credibilidad. Por eso reclutan a personas destacadas en su ámbito, algo que era factor habitual en el siglo XIX”. Claro que esas políticas también granjean problemas. En primer lugar, porque generan reticencias interiores, al relegar a los candidatos del partido en favor de quien aterriza sin haber realizado una carrera interna y sin haber pasado por los sacrificios a los que ésta obliga: “Los líderes políticos secundarios aceptarán esos nombramientos, pero con cierta irritación. Y estarán siempre mirando si traen votos o no o si tienen comportamientos semileales”. Y en segundo lugar, “los independientes suelen generar problemas porque no siempre observan los comportamientos adecuados para con el partido”.

En definitiva, que las formaciones políticas están inmersas en una serie de cambios no siempre positivos y que están arrastrando a nuevas tesituras. Y, de fondo, los ciudadanos, “que necesitamos a los partidos pero no nos gustan”, como dice Montero.

Máquinas para ganar elecciones, partidos atrapalotodo, clanes orientados a conseguir cargos... Los cambios operados en las formaciones políticas en las últimas décadas han merecido calificativos de muy diversa índole. El catedrático de Ciencia política de la Universidad Autónoma de Madrid, José Ramón Montero, analiza tan significativas transformaciones en Partidos políticos, Viejos conceptos y nuevos retos, (ed. Trotta) un libro que coordina junto con Richard Gunther y Juan J. Linz y que fue editado originariamente en inglés en la Oxford University Press.